Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– Usted no ha estado dando muchas vueltas por ahí fuera desde que se mudó aquí.

– Nunca lo hago cuando estoy trabajando.

– En ese caso, quizá sea el momento de que se marche. En Fontwell está funcionando un tribunal espontáneo y su esposa es el blanco favorito de sus componentes. Al fin y al cabo, ella es la forastera, y usted no le ha hecho ningún favor al marcharse con la oposición. Ya ha perdido un buen número de pacientes.

Jack sostuvo la libreta de bocetos con el brazo estirado y la miró.

– Sí -dijo-, voy a disfrutar pintándolo. -Comenzó a meter sus cosas en el maletín-. De todas maneras, aquí hace un frío condenado, y ya tengo lo bastante de Joanna como para terminarla en casa. ¿Me aceptará Sarah, si regreso?

– Le sugiero que se lo pregunte. No me pagan para entrometerme en disputas domésticas.

Jack lo señaló con un dedo de reconocimiento.

– Vale -dijo-, lo único que sé de Ruth es lo que me contó Mathilda. No puedo garantizarle su exactitud así que tendrá que comprobar eso usted mismo. Mathilda guardaba una reserva de cincuenta libras bajo llave en una caja metálica dentro de su mesa de noche, y la abrió porque quería que yo fuese a la tienda para comprar algunos comestibles. Estaba vacía. Yo le dije que quizá ya había gastado el dinero y lo había olvidado. Ella contestó que no, que era lo que pasaba cuando se tenía a una ladrona por nieta. -Se encogió de hombros-. Por lo que yo sé, podría haber estado excusando su propio lapso de memoria por el sistema de calumniar a Ruth, pero ella no entró en detalles y yo no le hice preguntas. No puedo decirle más que eso.

– ¡Qué familia tan decepcionante! -comentó el Sargento-. No es de extrañar que haya preferido dejarle el dinero a otra persona.

– Ahí es donde dejamos de estar de acuerdo -dijo Jack mientras se enderezaba y estiraba hacia el techo-. Ellas son creaciones de Mathilda. No tenía por qué pasarle la carga a Sarah.

Hoy he sufrido una conmoción espantosa. Entré en el consultorio, completamente desprevenida, y me encontré a Jane Marriott detrás del mostrador. ¿Por qué nadie me ha dicho que estaban de vuelta? Advertida con antelación habría significado armada con antelación. Jane, por supuesto, conocedora de que nuestros caminos tenían que cruzarse, estaba más tranquila que nunca. «Buenos días, Mathilda -me dijo-. Tienes buen aspecto.» No pude hablar. Le tocó al doctor Hacepoco, asno de hombre, rebuznar la noticia de que Jane y Paul habían decidido volver a Rossett House tras la muerte de su inquilino. Deduzco que Paul es un inválido - enfisema crónico -, y que se beneficiará de la paz y tranquilidad de Fontwell después de los rigores de Southampton. ¿Pero qué debo hacer con respecto a Jane? ¿Hablará ella? Peor aún, ¿me traicionará?

«¿No hay misericordia entre las nubes, que vea el fondo de mi congoja?»

Me sentiría menos desesperada si Ruth no hubiese vuelto al colegio. La casa está vacía sin ella. Hay demasiados fantasmas aquí y la mayoría de ellos sin apaciguar. Gerald y mi padre me persiguen despiadadamente. Hay momentos, no muchos, en los que lamento sus muertes. Pero tengo muchas esperanzas puestas en Ruth. Es brillante para su edad. Algo bueno saldrá de los Cavendish, de eso estoy segura. Si no, todo lo que he hecho es un desperdicio.

«¡Callad! ¡Callad! ¿A susurrar quién se atreve? Mathilda Gillespie está rezando su plegaria.» Tengo unas jaquecas tan terribles últimamente… Tal vez nunca ha sido Joanna la que ha estado loca, sino sólo yo…

Capítulo 10

Ruth, a la que llamaron para que saliera de una clase de química, se deslizó al interior de la habitación cedida al sargento Cooper por la directora, y se quedó de pie con la espalda apoyada en la pared.

– ¿Por qué ha tenido que volver? -le preguntó-. Es embarazoso, le he dicho todo lo que sé.

Llevaba un vestido de calle y, con el pelo echado hacia atrás y sujeto en un apretado moño, parecía tener más de diecisiete años.

Cooper podía apreciar el azoramiento de ella. Cualquier colegio carecía de privacidad, pero más aún un internado.

– Las investigaciones policiales raras veces son algo ordenado -le dijo él con tono de disculpa-. Demasiados cabos sueltos para que haya orden. -Le hizo un gesto hacia una silla-. Tome asiento, señorita Lascelles.

Lo hizo con poca gracia, y él captó un breve atisbo de la adolescente desgarbada tras la cobertura exterior de supuesta sofisticación. Él depositó su robusto cuerpo en la silla que estaba frente a la muchacha y la estudió con aire grave pero no carente de bondad.

– Hace dos días recibimos una carta que hablaba de usted -dijo-. Era anónima. Afirmaba que usted estaba en Cedar House el día en que murió su abuela, y que usted robó unos pendientes. ¿Es verdad alguno de esos hechos, señorita Lascelles?

Sus ojos se abrieron de par en par pero no dijo nada.

– Momento desde el cual -prosiguió él con suavidad-, he sabido por fuentes fiables que su abuela sabía que usted era una ladrona. La acusó de haberle robado dinero. ¿Es verdad también eso?

El color abandonó su rostro.

– Quiero un abogado.

– ¿Por qué?

– Es mi derecho.

Él se puso de pie.

– Muy bien. ¿Tiene un abogado propio? Si lo tiene, puede darle el número de teléfono a su directora y pedirle que le telefonee. Si no es así, estoy seguro de que ella llamará encantada al abogado del colegio. Probablemente lo cobrarán con la factura escolar. -Caminó hacia la puerta-. Puede que ella incluso se ofrezca a estar presente para salvaguardar sus intereses. No tengo objeción a ninguna de las dos cosas.

– No -dijo ella con sequedad-. Quiero el abogado de oficio.

– ¿Qué abogado de oficio? -La transparencia de ella le resultaba extrañamente patética.

– El que proporciona la policía.

Él consideró esto durante un prolongado y meditabundo silencio.

– ¿Se refiere al abogado de oficio de las comisarías de policía que actúa en nombre de las personas que no tienen ningún representante legal propio?

Ella asintió con la cabeza.

La voz de él sonaba de verdad compasiva.

– Con la mejor de las voluntades del mundo, señorita Lascelles, eso queda fuera de cuestión. Estamos pasando por duros tiempos recesivos, y usted es una joven privilegiada, rodeada de personas que están demasiado dispuestas a velar por sus derechos. Le pediremos a su directora que hable con su abogado. Estoy seguro de que no vacilará. Aparte de cualquier otra cosa, ella querrá mantener las cosas desagradables bajo cuerda, por decirlo de alguna manera. Al fin y al cabo, tiene que pensar en la reputación del colegio.

– ¡Bastardo! -le espetó ella-. En ese caso, me limitaré a no responder a sus preguntas.

El fabricó una expresión de sorpresa.

– ¿Debo entender que, después de todo, no quiere un abogado?

– No. Sí. -Se rodeó con los brazos-. Pero no voy a decir nada.

Cooper regresó a su silla.

– Ése es su privilegio. Pero si no obtengo ninguna respuesta de usted, tendré que formular mis preguntas en otra parte. Según mi experiencia, los ladrones no se limitan a robarle a una sola persona. Me pregunto qué sucederá si llamo al resto de su internado y le pregunto en masa si alguna de sus pertenencias ha desaparecido en el último año o algo así. La inferencia seguramente resultará obvia, porque todos saben que mi único contacto con el colegio es usted.

– Eso es chantaje.

– Procedimientos policiales regulares, señorita Lascelles. Si un poli no puede obtener su información por una vía, está obligado por el deber a intentar otra.

Ella frunció furiosamente el entrecejo.

– Yo no la maté.

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