Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– Se pondrá furiosa.

– ¿Tiene alguna elección?

– Podría suicidarme -dijo con una vocecilla tensa.

– Es un espíritu muy débil -dijo él con dulzura- el que considera que cortarse la cabeza es la única solución para la jaqueca. -Se golpeó las rodillas con las manos-. Encuentre un poco de valor, muchacha. Déme la dirección de Dave y luego arregle las cosas con su directora.

Los labios de ella vacilaron.

– ¿Vendrá conmigo si lo hago?

Oh, Santo Dios, pensó Cooper, ¿no había tenido que cogerles la mano a sus hijos con la suficiente frecuencia?

– De acuerdo -accedió-, pero si ella me pide que me marche, tendré que hacerlo. Recuerde que aquí no tengo ninguna autoridad como tutor suyo.

– El 23 de Place Road, Bournemouth -susurró ella-. Fue mi madre quien le contó que yo era una ladrona, ¿no es cierto? -Parecía desesperadamente abandonada, como si se diera cuenta de que para ella no quedaba nadie.

– No -replicó Cooper, compasivo-. Y eso es una verdadera lástima, pero su madre no me ha dicho nada.

Cuando Sarah entró por el camino aquel viernes por la tarde, la recibió la inesperada vista de los coches de Jack y Cooper arrimados lado con lado en acogedora intimidad. Su primer impulso fue dar media vuelta y volver a marcharse. No tenía el estómago para una confrontación con ninguno de ellos, ni mucho menos para que volvieran a desnudarle el alma delante de Cooper mientras su marido cortaba los lazos restantes. Pero prevaleció un segundo pensamiento: maldición -golpeó el volante con el puño, enojada-, ésta era su casa. Que la enviaran al infierno si iba a estar conduciendo durante horas sólo para evitar al canalla de su marido y a un policía pomposo.

En silencio, entró por la puerta delantera, un poco con la idea de que si pasaba de puntillas ante el estudio, podría hacerse con la cocina antes de que se dieran cuanta de que estaba allí. Como había dicho su madre una vez mientras le cerraba la puerta en las narices al padre de Sarah: «La casa de un inglés es su castillo, pero la cocina de una inglesa es donde él come su humilde empanada». No obstante, el sonido de las voces descendía por el corredor, y supo que ellos la habían ocupado antes. Con un suspiro, se ajustó su dignidad alrededor como si fuera una armadura, y avanzó.

Jack, el sargento detective Cooper y Ruth alzaron los ojos de sus copas de vino; sus rostros se colorearon con diferentes matices de alarma y azoramiento.

– Hola -dijo ella en el silencio-. Veo que han encontrado el Cheval Blanc del 83 sin ningún problema.

– Bebe un poco -dijo Jack mientras cogía una copa limpia del escurridor-. Es bueno.

– Tiene que serlo -replicó ella-. Es un St Emilion, Premier Grand Cru Classé, y me costó una pequeña fortuna cuando lo guardé en la bodega.

– No seas tan picajosa, mujer. Tienes que probarlos de vez en cuando, si no acabarás con un objeto de coleccionista que será por completo imbebible. -Llenó una copa y la empujó al otro lado de la mesa, con los ojos llenos de travesura. Ella sintió una ola de afecto por el lujurioso bastardo (el amor, pensó, era la enfermedad más recalcitrante), pero la ocultó tras una mirada de ferocidad-. La opinión de consenso entre nosotros tres -prosiguió él con alegría- es color rubí oscuro, reflejos brillantes y un aroma muy exótico… grosella, caja de puros, y regustos de hierbas y especias.

– Es un vino añejo, pedazo de idiota. Se supone que hay que saborearlo y apreciarlo, no beberlo a las cinco de la tarde en torno a una mesa de cocina. Apuesto a que no lo has dejado respirar. Apuesto a que lo has servido como si fuera Lucozade.

Cooper se aclaró la garganta.

– Lo siento, doctora Blakeney. Nosotros le dijimos que preferíamos té.

– Rata pusilánime -dijo Jack con un buen humor imperturbable-. Babeaba cuando le pasé la botella por debajo de las narices. Bueno, vamos, trasto, será mejor que lo pruebes. Estamos todos muriéndonos por una segunda copa pero pensamos que sería más diplomático esperar a que llegaras antes de abrir otra botella.

– Tu esperanza de vida sería de cero si lo hubieses hecho -respondió ella mientras soltaba el bolso y dejaba caer el abrigo al suelo desde sus hombros-. De acuerdo. Dámelo, pero puedo decirte desde ahora que no será bebible. Necesita otros tres años por lo menos. -Se sentó en la silla vacía y atrajo la copa hacia sí, cubriéndola con una mano y haciéndola girar con suavidad para liberar el bouquet. Lo olió apreciativamente-. ¿Quién ha olido cajas de puros?

– Fui yo -dijo Cooper con nerviosismo.

– Eso ha estado bien. El libro dice que el houquet debería ser de roble y cedro ahumados. ¿El de grosella?

Cooper volvió a señalarse a sí mismo.

– Yo.

– ¿Ha hecho esto antes? -Él negó con la cabeza-. Debería de dedicarse a ello. Es obvio que tiene buena nariz.

– Ruth y yo detectamos las hierbas y especias -dijo Jack-. ¿Cuál es el veredicto?

Sarah tomó un sorbo y dejó que el sabor se le asentara en la lengua.

– Espectacular -respondió por fin-, pero harás condenadamente bien no abriendo otra botella. El libro dice otros tres años, y yo me guío por el libro. Pueden usar el vino corriente si quieren más. ¿Qué están haciendo todos aquí, en cualquier caso? -Sus ojos se posaron en Ruth-. ¿No deberías de estar en el colegio?

Se produjo un incómodo silencio.

– Ruth ha sido expulsada -explicó Jack-. Nos preguntábamos si puede vivir aquí contigo y conmigo hasta que se encuentre algo más permanente.

Sarah bebió otro sorbo de vino y lo contempló con aire pensativo.

– ¿Contigo y conmigo? -inquirió con tono sedoso-. ¿Significa eso que tienes intención de volver a infligirme tu compañía?

El rostro oscuro se suavizó.

– Eso depende, ángel mío.

– ¿De si estoy o no dispuesta a aceptarte de nuevo?

– No. De si regreso en mis términos o en los tuyos.

– En mis términos -replicó ella sin rodeos-, o no vuelvas.

Él le dedicó una sonrisa fantasmal.

– Lástima -murmuró.

Sarah le sostuvo la mirada durante un momento, y luego volvió los ojos hacia Ruth.

– ¿Y por qué te expulsaron?

Ruth, que había mantenido la mirada fija en sus manos desde que entró Sarah, le lanzó una mirada de soslayo a Cooper.

– El sargento lo sabe. Él puede decírselo.

– Preferiría oírlo de ti.

– Rompí las reglas del colegio. -Reanudó el estudio de sus manos.

– ¿Todas ellas o una en particular?

– Salir del colegio sin permiso.

– Los tiempos no han cambiado. Una amiga mía fue expulsada por escabullirse por la salida de incendios y hablar con unos chicos al pie de la escalera. La pillaron sólo porque el resto de nosotras estábamos asomadas a la ventana lanzando risillas tontas. Armábamos tal escándalo que la directora nos oyó y la expulsó al instante. Ahora es abogado de tribunales, y muy buena.

– Yo he estado durmiendo con alguien -susurró Ruth-, y la directora dijo que era una mala influencia para las demás. Dijo que yo era inmoral.

Sarah alzó unas cejas interrogativas mirando a Cooper, que asintió con la cabeza.

– Ah, bueno, tal vez los tiempos han cambiado, después de todo -dijo con tono casual-. No puedo imaginarme a ninguna de nosotras que tuviera el coraje suficiente como para hacer algo tan atrevido, al menos después de que nos hubieran atolondrado con firmes reiteraciones de que un esposo podría siempre darse cuenta de si una muchacha no era virgen. -Profirió una carcajada ronca-. Sabíamos muchísimo sobre mordiscos amorosos y los efectos magulladores de los frenéticos besos apasionados, y absolutamente nada de todo lo demás. Estábamos convencidas de que nos volveríamos verdes o nos saldrían pústulas si dejábamos a un hombre en libertad más abajo de nuestro escote. Nos resultó bastante perturbador descubrir que nos habían vendido una mentira. -Bebió otro sorbo de vino-. ¿Valió la pena hacerse expulsar?

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