Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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Joanna se trasladó al apartamento de Londres la semana pasada, y por primera vez desde su abortado intento de matrimonio tengo la posesión absoluta de Cedar House. Es una victoria de poco valor, pero tengo una sensación de anticlimax. Me temo que el resultado obtenido no merecía la pena. Me siento sola.

Se me ocurre que, de una manera extraña, Joanna y yo somos necesarias la una para la otra. No puede negarse el entendimiento que existe entre nosotras. No nos llevamos bien, por supuesto, pero eso resulta irrelevante ante el hecho de que tampoco nos llevamos bien con nadie más. Había un cierto consuelo en hacer girar el molino de insultos prefabricados que nos hicieron bastante felices a lo largo de nuestras vidas, tan gastados y usados en demasía que lo que nos decíamos la una a la otra pasaba en gran medida inadvertido. Hecho de menos las pequeñas cosas. La forma en que perseguía a Spede a causa del jardín, reprendiendo al pobre hombre si se le pasaba por alto una sola hierba. Sus punzantes observaciones sobre mi forma de cocinar. Y, lo más extraño porque siempre solían irritarme, sus largos, largos silencios. Al fin y al cabo, tal vez el compañerismo tiene menos que ver con la conversación que con el consuelo de la presencia de otro ser humano, por muy egocéntrica que pueda ser esa presencia.

Tengo un terrible miedo de que, al empujarla fuera para que se las arregle como pueda, nos haya perjudicado a ambas. Al menos, mientras estábamos juntas, manteníamos bajo control los peores excesos de cada una. ¿Y ahora? El camino que va al infierno está pavimentado con buenas intenciones…

Capítulo 11

No fue hasta últimas horas de la tarde siguiente, el sábado, cuando el sargento Cooper pensó que tenía la información suficiente sobre Dave como para hacer viable un acercamiento. Era pesimista acerca de poder hacer acusaciones de robo, pero con respecto a la muerte de Mathilda había lugar para un cierto optimismo. La mención que Ruth hizo de una Ford Transit blanca hizo sonar campanas en su memoria, y un cuidadoso repaso de las declaraciones tomadas en y alrededor de Fontwell en los días posteriores al hallazgo del cadáver, habían dado un germen como resultado. Cuando le preguntaron si había visto algo insólito el sábado anterior, el dueño del Three Pigeons, el señor Henry Peel, había contestado:

– No puedo jurar que tuviera nada que ver con la muerte de la señora Gillespie, pero hubo una Ford Transit blanca aparcada en mi patio delantero esa tarde y esa noche. Dentro había un muchacho joven, por lo que pude distinguir. La primera vez estuvo ahí durante diez minutos, y luego se marchó en dirección a la iglesia y recogió a alguien. Volví a verla esa noche. Se la señalé a mi esposa y le dije que algún desgraciado estaba usando nuestro patio delantero pero no el pub. No sé cuál era el número de matrícula.

Debajo, en la letra manuscrita de un guardia, había una nota corta:

La señora Peel no está de acuerdo. Dice que su marido se confunde con otra ocasión, cuando aparecieron por allí furgonetas blancas dos veces en un mismo día, pero su recuerdo es que las furgonetas eran diferentes. Tres de nuestros clientes conducen furgonetas blancas, dijo.

Cooper habló del problema con el detective inspector jefe.

– Necesito interrogar a Hughes, Charlie, así pues, qué hago, ¿me llevo un equipo o qué? Según la muchacha, está viviendo como ocupa, por lo que no estará solo, y no me imagino haciéndolo salir de debajo de una muchedumbre de ocupas. Suponiendo que lleguen a dejarme entrar. Es jodidamente divertido, ¿no? -gruñó-. Es la propiedad de otra persona y ellos pueden apoderarse de todo. La única forma que tiene el pobre tipo de recuperarla es pagar bajo mano para que le concedan una orden de desalojo, momento en el que descubre que le han convertido la casa en un estercolero.

El rostro aplanado de Charlie Jones tenía una permanente expresión lúgubre que a Cooper siempre le recordaba a un pequinés de ojos tristes. Era más un terrier, sin embargo, el cual, una vez que le clavaba los dientes a algo, raras veces lo soltaba.

– ¿Podemos acusarle de robo, con lo que le ha dicho la señorita Lascelles?

– Podríamos, pero estaría otra vez fuera a las dos horas. Los de Bournemouth le tienen fichado. Le han detenido tres veces y ha salido libre en cada ocasión. Todos delitos similares a éste, es decir, persuadir a jovencitas de que robaran para él. Es un sinvergüenza listo. -Parecía frustrado-. Las chicas sólo les robaban a sus padres y, hasta ahora, los padres se negaron a cooperar cuando se enteraron de que el proceso de Hughes implicaría también a sus hijas en el juicio.

– ¿Cómo fue que lo detuvieron, para empezar?

– Porque tres padres indignados le han acusado independientemente de haber obligado a sus hijas a robar, y exigido que se presentaran cargos. Pero cuando las chicas fueron interrogadas, contaron una historia diferente, negaron la coacción e insistieron en que el robo había sido idea de ellas. Este asunto es un verdadero encanto. No puedes acusarlo sin las hijas, y los padres no quieren que las hijas sean acusadas. -Sonrió con cinismo-. Demasiada publicidad desagradable.

– ¿Qué tipo de antecedentes familiares?

– Clase media, adinerada. Las chicas tenían todas más de dieciséis años, así que no hay asunto de abuso de menores. Te advierto que estoy seguro de que estas tres y la señorita Lascelles no son más que la punta de un iceberg muy grande. A mí me da la impresión de que el tipo ha hecho de todo el asunto un arte muy refinado.

– ¿Es verdad que las obliga mediante coacción?

Cooper se encogió de hombros.

– Lo único que la señorita Lascelles ha dicho es que hace cosas terribles cuando se enfada. La amenazó con organizarle una escena en el colegio si hacía algo que a él no le gustase, pero cuando la interrogué al respecto en el coche, camino de casa de la doctora Blakeney, en otras palabras, cuando las amenazas habían perdido su efecto porque ya la habían expulsado, ella cerró la boca y estalló en lágrimas. -Se tironeó de la nariz con aire pensativo-. Tiene que estar usando alguna clase de coacción porque la muchacha está aterrorizada de que consiga encontrarla. Me preguntaba si les hacía grabaciones de vídeo, pero cuando les pregunté a los de Bournemouth si le habían encontrado algún equipo, me dijeron que no. Sé tanto como tú, Charlie. Tiene algún dominio sobre estas chicas, y tiene que ser mediante el miedo porque están desesperadas por librarse de él en cuanto lo descubren. Pero no sé con precisión con qué está relacionado.

El inspector frunció el entrecejo.

– ¿Por qué no tienen miedo de nombrarlo?

– Presumo que porque les ha dado permiso para denunciarlo si las pillan. Mira, él tiene que saber lo fácil que nos resultaría seguirle la pista. Si la señorita Lascelles no me hubiese proporcionado la información, lo único que yo habría tenido que hacer sería preguntarle a la directora el nombre de la empresa de asfaltado, y obtenerla allí. Creo que su método operativo funciona más o menos así: detectar a una muchacha que sea lo bastante joven y lo bastante mimada como para tener garantizada la protección de sus padres, ganársela, y luego usar alguna clase de amenaza para asegurarse de que se acuse a sí misma junto con él cuando la pillen. De esa manera está todo lo seguro que puede estarse de que no se presentarán cargos contra él y de que, si los presentan, la arrastrará consigo. Tal vez la amenaza es tan sencilla como eso.

El inspector se mostraba dubitativo.

– No puede sacar mucho de eso. ¿Cuánto tiempo pasa antes de que los padres se den cuenta de lo que está sucediendo?

– Podrías asombrarte. Una de las muchachas estuvo tomando prestada la tarjeta de crédito de su madre durante meses antes de que el padre planteara su disconformidad con la cantidad que estaba gastando su esposa. Se trataba de una tarjeta conjunta, el total se pagaba automáticamente de la cuenta corriente, y ninguno de ellos se dio cuenta de que había aumentado más de quinientas libras por mes. O si se dieron cuenta, supusieron que lo que había detrás de ello eran los gastos del otro integrante del matrimonio. Es un mundo diferente, Charlie. Los dos padres trabajando y ganando un buen sueldo, y el suficiente dinero en los cofres como para encubrir los robos de su hija. Una vez que comenzaron a investigar el asunto, por supuesto, descubrieron que ella había vendido piezas de plata, joyas que su madre nunca se ponía, algunas valiosas primeras ediciones de su padre y una cámara de quinientas libras que su padre creía haber dejado en un tren. Yo diría que Hughes está sacando una buena tajada de ello, en particular si se dedica a más de una por vez.

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