– ¿He dicho yo que lo hiciera?
Al parecer, ella no pudo evitar contestarle.
– Es lo que está pensando. Si yo estuve allí, tengo que haberla matado.
– Es probable que muriera durante la primera mitad de la noche, entre las nueve y la medianoche, digamos. ¿Estuvo allí entre esas horas?
La muchacha pareció aliviada,
– No. Me marché a las cinco. Tenía que estar de regreso a tiempo para la clase de física. Es una de mis asignaturas de bachillerato y entregué mi declaración de intenciones al final.
Él sacó su libreta.
– ¿A qué hora comenzó la clase?
– A las siete y media.
– ¿Y estuvo allí desde el principio?
– Sí.
– ¿Cómo consiguió hacer eso? Está claro que no recorrió a pie cuarenta y ocho kilómetros en dos horas y media.
– Conseguí prestada una bicicleta.
Él pareció profundamente escéptico.
– ¿A qué hora llegó a casa de su abuela, señorita Lascelles?
– No lo sé. Hacia las tres y media, supongo.
– ¿Y a qué hora salió del colegio?
– Después del almuerzo.
– Ya veo -dijo él con lentitud-, así que recorrió cuarenta y ocho kilómetros en una dirección en dos horas, descansó durante una hora y media con su abuela, y luego volvió a recorrer los cuarenta y ocho kilómetros de vuelta. ¿Puede darme el nombre de la persona cuya bicicleta tomó prestada? -Lamió la punta del lápiz y lo sujetó en el aire sobre la libreta.
– No sé de quién era. La cogí sin pedirla.
Él tomó una nota.
– ¿Podemos llamar al pan pan y al vino vino y acabar con el fingimiento? Quiere decir que la robó. Como los pendientes y las cincuenta libras.
– Volví a dejarla donde estaba. Eso no es robar.
– ¿Dónde volvió a dejarla?
– En el cobertizo de las bicicletas.
– Bien. En ese caso, podrá identificarla y mostrármela.
– No estoy segura. Me limité a coger la mejor que pude encontrar. ¿Qué diferencia hay en qué bicicleta era?
– Porque usted va a saltar otra vez encima de ella y yo voy a seguirla de cerca durante todo el camino hasta Fontwell. -Parecía divertido-. Verá, no la creo capaz de recorrer en bicicleta cuarenta y ocho kilómetros en dos horas, señorita Lascelles, pero estaré encantado de que me demuestre que me equivoco. Luego podrá descansar durante una hora y media antes de volver aquí en la bicicleta.
– No puede hacer eso. Eso es un jodido… -miró en torno para buscar la palabra-, acoso.
– Por supuesto que puedo. Se llama reconstrucción. Usted se ha colocado en la escena del crimen el día en que se cometió el crimen, es miembro de la familia de la víctima con fácil acceso a la casa y pensaba que iba a heredar el dinero de ella. Todo lo cual la coloca en lo alto de la lista de sospechosos. O bien me demuestra de modo satisfactorio que es verdad que fue en bicicleta, o me dice ahora cómo llegó realmente allí. Alguien la llevó en coche, ¿no es cierto?
Ella permaneció sentada en hosco silencio, arrastrando la punta de los pies adelante y atrás por la alfombra.
– Hice autoestop -dijo de pronto-. No quería decírselo porque en el colegio harán una pataleta si se enteran.
– ¿Estaba viva su abuela cuando salió de Cedar House a las cinco?
Ella alzó la mirada, desconcertada por el súbito cambio de dirección.
– Tenía que estarlo, puesto que yo no la maté.
– ¿Así que habló con ella?
Los ojos de Ruth eran cautos.
– Sí -murmuró-. Me dejé las llaves en el colegio y tuve que llamar al timbre.
– En ese caso, ella le habrá preguntado cómo había llegado. Si tuvo que hacer autoestop, ella no la estaría esperando.
– Le dije que me había llevado una amiga.
– Pero no era verdad, ¿no?, y si sabía que iba a tener que hacer autoestop de vuelta en una oscura tarde de noviembre, ¿por qué no le pidió a su abuela que la llevara? Ella tenía coche y, según usted, la quería. Lo habría hecho sin protestar, ¿no es cierto? ¿Por qué iba a querer hacer algo tan peligroso como hacer autoestop en la oscuridad?
– No pensé en ello.
Él suspiró.
– ¿Desde dónde hizo autoestop, señorita Lascelles? ¿Desde el propio Fontwell, o caminó los cinco kilómetros por Gazing Lane hasta la carretera principal? Si fue desde Fontwell, podremos encontrar a la persona que la recogió.
– Caminé por Gazing Lane-dijo ella, complaciente.
– ¿Y qué clase de zapatos llevaba puestos?
– Bambas.
– Entonces, tendrán fango del camino en todos los bordes y rendijas. Estuvo lloviendo durante la mayor parte de la tarde. Los muchachos del departamento forense tendrán un día de éxito. Sus zapatos la vindicarán si está diciendo la verdad. En caso contrario… -le sonrió con severidad-, convertiré su vida en un infierno, señorita Lascelles. Entrevistaré a todas las chicas del colegio, si fuera necesario, para preguntarles con quién está confabulada, quién la encubre cuando se marcha sin permiso, qué roba y por qué lo roba. Y si al final le queda algún gramo de credibilidad, empezaré de nuevo con todo el proceso. ¿Ha quedado claro? Ahora dígame, ¿quién la llevó en coche a casa de su abuela?
Había lágrimas en los ojos de ella.
– No tiene nada que ver con la muerte de la abuela.
– Entonces, ¿qué puede perder si me lo dice?
– Seré expulsada.
– La expulsarán con mucha mayor prontitud si tengo que explicar por qué me llevo sus ropas para que las examinen en el departamento forense.
Ella ocultó el rostro entre las manos.
– Mi novio -murmuró.
– ¿Su nombre?-exigió él, implacable.
– Dave… Dave Hughes.
– ¿Dirección?
Ella negó con la cabeza.
– No puedo decírselo. Él me mataría.
Cooper miró con expresión ceñuda la cabeza inclinada.
– ¿Cómo lo conoció?
Ella alzó el rostro húmedo de lágrimas.
– Hizo el alquitranado del camino del colegio. -Leyó la censura en los ojos de él y saltó para defenderse-. No es así.
– ¿Así, cómo?
– No soy una golfa. Nos amamos.
La moralidad sexual de la muchacha era lo último que él había tenido en mente, pero estaba claro que era lo primero en la de ella. Sintió lástima por Ruth. Estaba acusándose a sí misma, pensó, cuando llamaba puta a su madre.
– ¿Es propietario de la casa?
Ella negó con la cabeza.
– Es un ocupa.
– Pero tiene que tener teléfono, o usted no podría establecer contacto con él.
– Es un teléfono móvil.
– ¿Puede darme el número?
– Se pondrá furioso -dijo la muchacha alarmada.
Puedes apostar tu vida a que sí, pensó Cooper. Se preguntó en qué estaría implicado Hughes. ¿Drogas? ¿Sexo con menores? ¿Pornografía? La expulsión era el último de los problemas de Ruth si cualquiera de esas cosas resultaba cierta. No manifestó ninguna impaciencia por la dirección o el número de teléfono.
– ¿Cuánto tiempo hace que lo conoce? ¿Qué edad tiene?
Tuvo que sacarle la información con patéticas adulaciones y, a medida que ella hablaba y se escuchaba a sí misma, él vio aparecer la confirmación de los peores miedos de ella: no se trataba de una historia de Montescos y Capuletos que frustraban un amor inocente, sino más bien un decadente diario de sudorosas medias horas en la parte trasera de una furgoneta Ford Transit blanca. Relatada al desnudo, por supuesto, carecía incluso de la salvadora atracción del erotismo, y Cooper, al igual que Ruth, halló el relato incómodo. Hizo todo lo posible para facilitarle las cosas a la muchacha, pero el azoramiento de ella resultaba contagioso y apartaban la vista el uno del otro con mayor frecuencia que sus ojos se encontraban.
Hacía seis meses que duraba desde que el equipo de asfaltado había acabado el camino de entrada, y los detalles de cómo había empezado eran triviales. Un colegio lleno de chicas; Dave con buena vista para distinguir a la más probable; ella que se sintió halagada por la obvia admiración de él, más aun cuando las otras chicas repararon en que Dave sólo tenía ojos para ella; un melancólico pesar cuando se concluyó el asfaltado y el equipo partió; seguido de un encuentro en apariencia casual cuando ella paseaba en solitario; él, un hombre de mundo de veintiocho años; ella, una muchacha de diecisiete años con sueños de romance. Él la respetaba, él la amaba, la esperaría eternamente pero (¡qué grande era la palabra «pero» en la vida de la gente!, pensó Cooper), la poseyó en la parte trasera de su furgoneta Transit al cabo de una semana. Si ella podía olvidar la suciedad de una manta sobre un lienzo alquitranado, podía recordar la diversión y emoción. Se había deslizado fuera por una ventana de la planta baja a las dos de la madrugada para ser rodeada por los brazos de su amante. Habían fumado y bebido y hablado a la luz de una vela en la privacidad de la atestada furgoneta y, sí, de acuerdo, no tenía una educación particularmente buena, ni siquiera sabía expresarse muy bien, pero eso carecía de importancia. Y si lo que había sucedido después no había formado parte del plan de juego de ella, tampoco eso importaba porque, cuando llegaron a ello (sus ojos desmentían las palabras), Ruth había deseado el sexo tanto como él.
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