– ¿… piensas que no estoy enterada de lo que haces en Londres? Eres una puta jodedora, y la abuela también lo sabía. Todo esto es tu jodida culpa, y supongo que estás planeando follártelo para dejarme a mí fuera.
– No te atrevas a hablarme de esa manera. Tengo unas ganas tremendas de lavarme las manos por lo que a tí respecta. ¿Te crees que me importa un comino si vas o no a la universidad?
– Así eres tú siempre. ¡Celos, celos, jodidos celos! No puedes soportar que yo haga nada que tú no has hecho.
– Te lo advierto, Ruth, no pienso escuchar esto.
– ¿Por qué no? ¿Porque es verdad y porque las verdades duelen? -La voz de la muchacha era llorosa-. ¿Por qué no puedes comportarte como una madre, aunque sea de vez en cuando? La abuela era más madre que tú. Lo único que tú has hecho ha sido odiarme. Yo no pedí nacer, ¿verdad?
– Eso es infantil.
– Me odias porque mi padre me quería.
– No seas absurda.
– Es verdad. Me lo dijo la abuela. Me contó que Steven solía quedarse embobado conmigo, me llamaba su ángel, y que tú solías ponerte hecha una furia. Dijo que si Steven y tú os hubierais divorciado, Steven no estaría muerto.
La voz de Joanna era glacial.
– Y tú le creíste, por supuesto, porque eso era lo que querías oír. Eres igual que tu abuela, Ruth. Pensaba que esto se acabaría cuando ella muriese, pero no podría haberme equivocado más, ¿no es cierto? Tú has heredado cada una de las gotas de veneno que tenía dentro.
– ¡Oh, eso es fantástico! Márchate, como haces siempre. ¿Cuándo vas a encararte con un problema, madre, en lugar de fingir que no existe? La abuela decía que ése era tu único logro, el de barrer las cosas desagradables bajo la alfombra y luego continuar como si nada hubiese ocurrido. Por amor de Cristo… -su voz aumentó hasta el grito-, ya has oído al detective. -Debió de captar la atención de su madre porque la voz volvió a bajar-. La policía piensa que la abuela fue asesinada. ¿Qué se supone que debo contarles, entonces?
– La verdad.
Ruth profirió una carcajada salvaje.
– Bien. Así que yo les cuento en qué te gastas el dinero, ¿verdad? ¿Les cuento que la abuela y el doctor Hendry pensaban que estabas tan jodidamente loca que estuvieron pensando en internarte? Jesús… -La voz se le quebró-. Supongo que será mejor que sea realmente sincera y les cuente cómo intentaste matarme. ¿O mantengo eso en silencio porque si no lo hago no tendremos ni una maldita esperanza de presentar una contrademanda por el dinero? A una no se le permite beneficiarse del asesinato de la propia madre, ¿sabes?
El silencio se prolongó tanto que Violet comenzó a preguntarse si no se habrían marchado a otra parte de la casa.
– Eso depende por completo de tí, Ruth. No siento ninguna compunción en absoluto respecto a decir que tú estuviste aquí el día en que murió tu abuela. No deberías de haber robado los pendientes, pequeña zorra estúpida. O, ya que estamos, todas las otras malditas cosas que tus pegajosos deditos no pudieron resistir. Tú la conocías tan bien como yo. ¿De verdad pensabas que no se daría cuenta? -La voz de Joanna estaba ronca de sarcasmo-. Hizo una lista y la dejó en la mesita de noche. Si yo no la hubiese destruido, a estas alturas estarías arrestada. No estás haciendo ningún secreto del pánico que sientes por ese estúpido testamento, así que la policía no tendrá ningún problema para creer que si estabas lo bastante desesperada como para robarle a tu abuela, probablemente estabas también lo bastante desesperada como para asesinarla. Así que yo sugiero que mantengamos la boca cerrada, ¿te parece?
Una puerta se cerró con tanta fuerza que Violet sintió las vibraciones en su cocina.
Jack se recostó contra su banco de pinturas y se frotó la mandíbula sin afeitar, contemplando al policía a través de los párpados entrecerrados. Eso de satánico, pensó el sargento detective Cooper, le sentaba muy bien. Era muy moreno, con ojos resplandecientes en un rostro aquilino, pero tenía demasiadas arrugas de risa para un Drácula. Si este hombre era un diablo, era uno alegre. A Cooper le recordó un irlandés reincidente impenitente que había arrestado en innumerables ocasiones a lo largo de un período de veinte años. Tenía la misma expresión de «tómame-como-soy», un aire de desafío tan sorprendente que las personas que lo poseían eran imposibles de pasar por alto. Con repentina curiosidad, se preguntó si la misma expresión habría contemplado a los demás desde los ojos de Mathilda Gillespie. No lo había notado en la grabación de vídeo, pero había que pensar que las cámaras mentían de modo invariable. Si no lo hicieran, nadie toleraría que le tomaran una fotografía.
– Lo haré -dijo Jack, abruptamente.
El policía frunció el entrecejo.
– ¿Hacer qué, señor Blakeney?
– Pintarlos a usted y su esposa por dos mil libras, pero lo colgaré de una farola si le cuenta a alguien lo que me ha pagado. -Estiró los brazos hacia el techo, desperezando los músculos de la espalda-. Yo diría que dos mil de usted valen diez mil del bolsillo de las personas como Mathilda. Tal vez una escala móvil de precios no sea una idea tan mala, después de todo. Debería de ser el límite del bolsillo del modelo lo que fijara el valor de la pintura, no el arbitrario precio que yo le ponga a lo que valgo. -Alzó las cejas con gesto sardónico-. ¿Qué derecho tengo yo de privar a los vicarios y policías pobres de los objetos de arte? Tú estarías de acuerdo con eso, ¿no es cierto, Sarah?
Ella sacudió la cabeza.
– ¿Por qué tienes que ser siempre tan ofensivo?
– Al hombre le gusto, así que estoy ofreciéndole un retrato subvencionado de él y su esposa en azules, púrpuras, verdes y dorados. ¿Qué tiene eso de ofensivo? Yo lo llamaría halagador. -Contempló a Cooper con aire divertido-. Por cierto, los púrpuras representan la libido. Cuanto más oscuros son, más lascivo el modelo, pero según yo lo veo, recuerde, no según se ve usted mismo. Las ilusiones de su esposa podrían hacerse añicos si yo lo pinto a usted en púrpura oscuro y a ella en lila pálido.
El sargento Cooper rió entre dientes.
– O viceversa.
Los ojos de Jack destellaron.
– Precisamente. Yo no estoy dispuesto a halagar a nadie. Siempre y cuando usted entienda eso, es probable que podamos hacer negocios.
– Y, según presumo, señor, usted necesita el dinero al momento. ¿Sus términos serían en metálico y por adelantado, por casualidad?
Jack enseñó los dientes en una sonrisa.
– Por supuesto. Por ese precio, difícilmente podría esperar otra cosa.
– ¿Y qué garantía tendría yo de que el retrato quedara acabado alguna vez?
– Mi palabra. Como hombre de honor.
– Yo soy policía, señor Blakeney. Nunca acepto la palabra de nadie para nada. -Se volvió a mirar a Sarah-. Usted es una persona sincera, doctora. ¿Es su esposo un hombre de honor?
Sarah miró a Jack.
– Ésa es una pregunta muy injusta.
– A mí me parece justa -dijo Jack-. Aquí se está hablando de dos mil libras. El sargento tiene derecho a cubrirse las espaldas. Dale una respuesta.
Sarah se encogió de hombros.
– De acuerdo. Si me lo pregunta: ¿cogerá su dinero y huirá? No, no hará eso. Le pintará el cuadro y lo hará bien.
– ¿Pero? -la animó Jack.
– Tú no eres un hombre de honor. Eres demasiado irreflexivo y desconsiderado. No respetas la opinión de nadie que no sea tú mismo, eres desleal, y eres insensible. De hecho -le dedicó una sonrisa torcida-, eres una mierda en casi todo menos en tu arte.
Jack señaló con un dedo al sargento.
– Y bien, ¿tengo el encargo, sargento, o estaba sólo trabajando las susceptibilidades de mi esposa para que dijera lo que pensaba de mí?
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