Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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Ella lo condujo a un banco que había junto al sendero.

– La mayoría moral llegará a condenar también a los bebedores, antes o después -dijo-. Y entonces todo el mundo irá por ahí corriendo con camiseta y pantalones cortos, rebosante de buena salud, comiendo verduras, bebiendo zumo de zanahorias y no haciendo nunca nada ni remotamente perjudicial para su salud.

Él rió entre dientes.

– ¿No debería de aplaudir usted eso, como médico?

– Me quedaría sin trabajo. -Descansó la cabeza contra el respaldo del banco-. De todas maneras, tengo una problema con la mayoría moral. No me gusta. Prefiero tener personas que piensen con libertad, que muchedumbres políticamente correctas que se comporten como les mandan porque alguna otra persona ha decidido lo que es socialmente aceptable.

– ¿Por eso le gustaba la señora Gillespie?

– Probablemente.

– Hábleme de ella.

– La verdad es que no puedo agregar nada a lo que ya le he contado. Era casi la persona más extraordinaria que jamás haya conocido. Una cínica absoluta. No tenía ningún respeto por nadie ni por nada. No creía en Dios ni en el justo castigo. Aborrecía a la humanidad en general y a la gente de Fontwell en particular, y consideraba a todo el mundo, pasado y presente, inferior a sí misma. La única excepción era Shakespeare. Pensaba que Shakespeare era un genio monumental. -Guardó silencio.

– ¿Y a usted le gustaba?

Sarah se echó a reír.

– Supongo que disfrutaba de la anarquía de todo eso. Ella expresaba en palabras lo que la mayoría de nosotros sólo pensamos. No puedo explicarlo mejor. Yo siempre deseaba el momento de verla.

– Tiene que haber sido mutuo, o ella no le habría dejado su dinero.

Sarah no respondió de inmediato.

– No tenía ni idea de lo que ella planeaba -comentó ella tras un momento. Se metió una mano entre el pelo, agitándolo hacia lo alto-. Eso me produjo una horrible conmoción. Siento que se me está manipulando, y no me gusta.

Él asintió con la cabeza.

– Según el señor Duggan, la señora Gillespie les dio instrucciones a los dos ejecutores de mantener todo el asunto en secreto. -Examinó la relumbrante punta del cigarrillo-. El problema es que no podemos estar seguros de que ella misma no se lo dijese a alguien.

– Si lo hubiera hecho -replicó Sarah-, es probable que todavía viviera. Suponiendo que haya sido asesinada, por supuesto.

– ¿Lo que significa que quienquiera que la mató no sabía que la beneficiaría era usted, sino que pensaba que era él?

Ella asintió.

– Algo así.

– En ese caso, tienen que haber sido la hija o la nieta.

– Eso depende de lo que dijera el testamento anterior. Podría haber hecho otro legado. Se ha asesinado a personas por cantidades mucho más pequeñas de las que Joanna o Ruth esperaban recibir.

– Pero eso sería lo mismo que suponer que la asesinaron por dinero. Es también suponer que ni usted ni nadie que dependa de usted la asesinó.

– Es verdad -replicó ella, impasible.

– ¿La asesinó usted, doctora Blakeney?

– Yo no lo habría hecho de esa forma, sargento. Me habría tomado mi tiempo. -Profirió una risilla ligera. Algo forzada, pensó él-. No había ninguna prisa, después de todo. No tengo ninguna deuda de importancia y, desde luego, no habría querido relacionar su muerte de una forma tan inmediata con un testamento hecho a mi favor. -Se inclinó hacia delante y entrelazó las manos entre las rodillas-. Y, además, habría tenido un aspecto muy natural. Los médicos tenemos una ventaja cuando se trata de perpetrar el asesinato perfecto. Un período de enfermedad, seguido de una muerte dulce. Nada tan espectacular ni traumático como cortar las muñecas mientras la persona lleva puesto un instrumento de tortura.

– Podría ser un magnífico engaño -dijo él con suavidad-. Como usted dice, ¿quién iba a sospechar que un médico haría algo tan descarado pocas horas después de que una anciana le legara tres cuartos de millón de libras?

Sarah lo contempló con horror no disimulado.

– ¿Tres cuartos de millón? -repitió con lentitud-. ¿Era eso lo que tenía?

– Más o menos. Probablemente más. Es una estimación conservadora. Duggan ha valorado la casa y su contenido en unas cuatrocientas mil libras, pero sólo los relojes estaban asegurados en bastante más de cien mil y eso se basó en una valoración realizada hace diez años. Prefiero no pensar en lo que valen ahora. Luego están los muebles antiguos, las joyas y, por supuesto, el apartamento que ocupa la señora Lascelles en Londres, además de innumerables acciones y bonos. Es usted una mujer rica, doctora Blakeney.

Sarah apoyó la cabeza en las manos.

– ¡Oh, Dios! -gimió-. ¿Quiere usted decir que Joanna no es siquiera propietaria de su propio apartamento?

– No. Es parte de las propiedades de la señora Gillespie. Si la vieja hubiera tenido algo de sensatez se lo habría dado a su hija en porciones anuales para evitar que nadie tuviera que pagar el impuesto de herencia por él. Como están las cosas, el Tesoro va a tener un golpe de suerte casi tan grande como usted misma. -Sonaba compasivo-. Y será suyo el trabajo de decidir qué debe venderse para pagar la cuenta. Sospecho que no va a ser muy popular entre las mujeres Lascelles.

– Lo que acaba de decir debe ser la subestimación del año -dijo Sarah con tono severo-. ¿En qué demonios estaba pensando Mathilda?

– La mayoría de la gente lo consideraría como maná del cielo.

– ¿Incluido usted?

– Por supuesto, pero es que yo vivo en una casa corriente, tengo tres hijos mayores que me piden dinero siempre que pueden, y sueño con jubilarme antes de tiempo y llevarme a la mujer a un largo crucero alrededor del mundo. -Recorrió el jardín con los ojos-. Si estuviera en su lugar, es probable que reaccionara igual que lo hace usted. No le faltan precisamente uno o dos duros, y su conciencia no permitirá que gaste el dinero para sí misma. Ella tenía razón cuando dijo que estaba echándole una carga sobre los hombros.

Sarah digirió esto en silencio durante un momento.

– ¿Significa eso que usted no cree que yo la haya asesinado?

Él pareció divertido.

– Es probable.

– Bueno, demos gracias a Dios por las pequeñas mercedes -replicó ella con tono seco-. Eso ha estado preocupándome.

– Las personas que dependen de usted, sin embargo, son una cuestión diferente. Tienen tantas probabilidades como usted de beneficiarse de la muerte de la señora Gillespie.

Ella pareció sorprendida.

– Yo no tengo a nadie que dependa de mí.

– Tiene un esposo, doctora Blakeney. Me han dicho que depende de usted.

Ella removió algunas hojas con la punta de su bota de lluvia.

– Ya no. Nos hemos separado. Ni siquiera sé dónde está en este momento.

Él sacó su libreta de notas y la consultó.

– Eso tiene que haber sido muy reciente, entonces. Según la señora Lascelles, asistió al funeral hace dos días, fue después a Cedar House para tomar el té, y luego le pidió que lo trajera en coche de vuelta aquí a eso de las seis de la tarde, cosa que hizo. -Se interrumpió para mirarla-. Así que, ¿cuándo comenzó su separación, con exactitud?

– Se marchó en un momento de aquella misma noche. Encontré una nota suya por la mañana.

– ¿Fue idea de él, o suya?

– Mía. Le dije que quería el divorcio.

– Ya veo. -La contempló con aire pensativo-. ¿Hubo alguna razón para que escogiese esa noche para hacerlo?

Ella suspiró.

– Estaba deprimida por el funeral de Mathilda. Me encontré explorando ese viejo problema, el significado de la vida, y me pregunté cuál era el significado de la vida de ella. De pronto me di cuenta de que mi vida era casi tan carente de sentido como la de Mathilda. -Volvió la cabeza para mirarlo-. Es probable que usted piense que eso es absurdo. Al fin y al cabo soy médico, y uno no entra en la medicina sin algún tipo de vocación. Es como el trabajo de policía. Estamos en ello porque creemos que podemos cambiar en algo las cosas. -Profirió una carcajada hueca-. Hay una arrogancia espantosa en una declaración así. La presunción de que sabemos lo que estamos haciendo cuando, con franqueza, no estoy segura de que lo estemos. Oficialmente, los médicos luchan para mantener a las personas con vida, porque la ley dice que debemos hacerlo, y hablamos con grandilocuencia de la calidad de vida. Pero ¿qué es la calidad de vida? Yo mantenía el dolor de Mathilda bajo control con medicamentos sofisticados, pero su calidad de vida era espantosa, no por el dolor, sino porque se sentía sola, amargada, intensamente frustrada y muy infeliz. -Se encogió de hombros-. Durante el funeral me eché a mí misma, y le eché a mi esposo, una larga y dura mirada, y me di cuenta de que los mismos adjetivos podían aplicársenos a nosotros dos. Los dos nos sentíamos solos, amargados, frustrados e infelices. Así que sugerí el divorcio, y él se marchó. -Sonrió con cinismo-. Fue así de sencillo.

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