Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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Los labios de ella se fruncieron con un gesto feo.

– ¿Qué tiene que ver nuestro futuro con nada, en cualquier caso? Pensaba que habíamos dejado de existir. -Tiró deliberadamente el cigarrillo sobre la alfombra persa y lo aplastó con el tacón.

– Según tengo entendido, señorita Lascelles, le quedan aún dos trimestres de internado antes de obtener su bachillerato. Hasta la fecha, su abuela pagaba los honorarios del colegio, pero no hay ninguna previsión hecha en el testamento para futuros gastos en su educación así que, dadas las circunstancias, el que permanezca o no en Southcliffe podría muy bien depender de la doctora Blakeney.

Joanna levantó la cabeza.

– O de mí -dijo con frialdad-. Yo soy su madre, al fin y al cabo.

Se produjo un corto silencio antes de que Ruth profiriera una ronca carcajada.

– Dios, eres una estúpida. No es de extrañar que la abuela no quisiera dejarte el dinero. ¿Con qué piensas pagar, querida madre? Nadie va a pasarte una pensión nunca más, ¿sabes?, y no supondrás que tus arreglos florales van a darte un beneficio de cuatro mil por trimestre, ¿verdad?

Joanna esbozó una leve sonrisa.

– Si yo impugno este testamento, entonces es de suponer que las cosas continuarán con normalidad hasta la resolución. -Le dirigió una mirada interrogativa a Paul Duggan-. ¿Tiene autoridad para darle el dinero a la doctora Blakeney si también lo reclamo yo?

– No -admitió él-, pero, por lo mismo, tampoco usted recibirá nada. Está poniéndome en una posición difícil, señora Lascelles. Yo era el abogado de su madre, no el suyo. Lo único que diré es que hay límites de tiempo estipulados, y la insto a que busque asesoramiento legal independiente sin demora. Las cosas, como usted dice, no continuarán con normalidad.

– Así que, a corto plazo, Ruth y yo perdemos de cualquiera de las dos formas.

– No necesariamente.

Ella frunció el entrecejo.

– Me temo que no le entiendo.

Ruth se levantó con brusquedad del sofá y cruzó como una tromba hasta la ventana.

– Dios, ¿por qué eres tan obtusa? Si te portas bien, madre, puede que la doctora Blakeney se sienta lo bastante culpable por heredar una fortuna, como para continuar manteniéndonos. Se trata de eso, ¿verdad? -Le echó una mirada feroz a Duggan-. La abuela le pasó a su doctora el muerto de intentar hacer algo decente de las Cavendish. -Su boca se torció-. ¡Qué jodido chiste horrible! Y también me advirtió de ello. Habla con la doctora Blakeney. Ella sabrá qué hacer para mejor. Es muy injusto. -Dio una patada en el piso-. ¡Es tan jodidamente injusto!

El rostro de Joanna tenía una expresión pensativa.

– ¿Es verdad eso, señor Duggan?

– No, estrictamente no. Reconozco que la lectura que la señora Gillespie hizo del carácter de la doctora Blakeney era que cumpliría algunas de las promesas que ella les había hecho a usted y su hija, pero debo hacer hincapié en que la doctora Blakeney no está obligada a ello. En el testamento no hay nada que lo especifique. Tiene libertad de interpretar de la forma que le plazca los deseos de su madre, y si cree que puede promover algo que valga la pena en memoria de la señora Gillespie haciendo caso omiso de ustedes y construyendo una clínica en este pueblo, tiene derecho de hacerlo.

Se produjo otro silencio. Sarah alzó la mirada de un prolongado estudio de la carpeta, y descubrió que los ojos de todos estaban fijos en ella. Se encontró repitiendo las palabras de Ruth. «¡Qué jodido chiste horrible!»

– El jueves -dijo con un suspiro-. Iré a su oficina y es probable que lleve conmigo a mi propio abogado. No estoy contenta con esto, señor Duggan.

– Pobre doctora Blakeney -dijo Joanna con una tensa sonrisa-. De verdad creo que por fin está dándose cuenta de la perra despiadada que era mi madre. Desde el momento en que sedujo a Gerald, tuvo el control de la fortuna Cavendish en sus manos, y lo conservó en ellas, mediante amenazas y chantajes, durante cincuenta años. -Una expresión compasiva cruzó su curiosamente impasible rostro-. Y ahora la ha designado a usted para continuar su tiranía. El dictador ha muerto. -Hizo una pequeña reverencia irónica-. Larga vida al dictador.

Sarah se hallaba de pie junto al coche de Paul Duggan, mientras él metía el magnetoscopio en el portaequipajes.

– ¿Ha visto la policía la grabación? -le preguntó cuando él se enderezaba.

– Todavía no. Tengo una cita con el sargento Cooper dentro de media hora, más o menos. Le daré una copia.

– ¿No debería de habérsela enseñado de inmediato? A mí no me ha parecido que Mathilda hablara como una persona que está a punto de suicidarse. «Tengo que haber muerto sin cambiar de parecer…» No habría dicho eso si hubiese planeado quitarse la vida dos días después.

– Estoy de acuerdo.

El rostro de luna le sonrió, y ella frunció el entrecejo, irritada.

– Está muy tranquilo al respecto -dijo con acritud-. Espero, por su bien, que el sargento detective Cooper entienda por qué ha retrasado la entrega de la cinta. Yo, desde luego, no lo entiendo. Hace dos semanas que Mathilda está muerta y la policía ha estado volviéndose loca tratando de encontrar pruebas de asesinato.

– No es culpa mía, doctora Blakeney -replicó él con tono afable-. Durante las últimas dos semanas ha estado en manos de la productora que la realizó, esperando para que le pusieran los títulos de crédito y la música. La señora Gillespie quería que sonara Verdi como música de fondo. -Rió entre dientes-. Escogió Dies Irae, el día de la ira. Bastante apropiado, ¿no le parece? -Hizo una breve pausa, esperando un comentario, pero Sarah no estaba de humor para complacerlo-. En cualquier caso, ella quería examinarlo una vez terminado, y le dijeron que regresara al cabo de un mes para visionario. Estas cosas no pueden hacerse con prisas, supongo. Se sintieron muy desilusionados al saber por mí que ya estaba muerta. Todo lo cual le confiere peso al argumento de usted de que ella no estaba planeando quitarse la vida. -Se encogió de hombros-. Yo no estaba presente cuando hizo la grabación, así que no sabía qué decía. Por lo que a mí respectaba, era un mensaje para su familia. Lo vi por primera vez la pasada noche, momento en el cual llamé para pedir una cita con los muchachos de azul. -Miró su reloj-. Y ya voy a llegar tarde. Hasta el jueves, entonces.

Sarah lo observó alejarse en el coche con una horrible sensación de inseguridad carcomiéndole el fondo del estómago. Tendría que haberlo imaginado, haberse preparado un poco.

«Habla con la doctora Blakeney. Ella sabrá qué hacer para mejor.» ¿Y qué pasaba con Jack? ¿Lo había sabido él? Se sintió repentinamente muy sola.

Sarah estaba recogiendo hojas caídas con el rastrillo cuando el sargento detective Cooper llegó aquella tarde. Anduvo con cuidado por el césped y se quedó de pie, observándola.

– Duro trabajo -murmuró, compasivo.

– Sí. -Ella apoyó el rastrillo contra un árbol y metió las manos enguantadas en los bolsillos de su gabán-. Será mejor que entremos. Hace más calor en la casa.

– No se preocupe por mí -dijo él-. Casi prefiero quedarme fuera y fumarme un cigarrillo. -Del interior del abrigo sacó un arrugado paquete de Silk Cut y encendió uno con obvio deleite-. Repugnante hábito -murmuró mientras la contemplaba con mirada cautelosa-. Un día de éstos lo dejaré.

Sarah alzó una ceja divertida.

– ¿Por qué los fumadores están siempre consumidos por la culpabilidad?

– Porque el tabaco ponen de manifiesto la debilidad de nuestro carácter -replicó él, malhumorado-. Otras personas lo dejan, nosotros no podemos. Si quiere que le diga la verdad, nunca he comprendido por qué la sociedad nos trata como parias. Todavía no he conocido al fumador que haya golpeado a su esposa después de un cigarrillo de más, ni matado a un niño mientras conducía un coche, pero puedo señalarle a un centenar de borrachos que lo han hecho. Yo diría que la bebida es mucho más peligrosa que la nicotina.

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