Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– Bueno -dijo por fin-, tiene usted mucha razón. Nunca habría adivinado que éste era el retrato de la señora Gillespie, más de lo que habría adivinado que ése era el retrato de usted. Puedo entender por qué nadie más lo considera un genio.

A Sarah, su propia decepción la sorprendió. ¿Pero qué había esperado? Era un policía rural, no un hombre culto. Forzó a sus labios a sonreír con cortesía, lo cual era su reacción de costumbre ante los comentarios, a menudo groseros, que otras personas hacían sobre la obra de Jack, y se preguntó, no por primera vez, por qué ella era la única persona que parecía capaz de apreciarla. No era que estuviera cegada por el amor; de hecho, más bien al contrario, y sin embargo, el retrato de Mathilda le parecía extraordinario y brillante. Jack había trabajado capa sobre capa para conseguir una transparencia dorada oscura que dejara ver el corazón del cuadro: el ingenio de Mathilda, pensó, destellando a través de los complejos azules y verdes de crueldad y cinismo. Y en torno a todo ello los marrones de la desesperación y la represión, y el rojo herrumbroso de hierro, signo taquigráfico de firmeza y carácter en la obra de Jack, pero aquí moldeado en la forma de la mordaza de la importuna.

Se encogió de hombros. Después de todo, tal vez era una merced que el sargento no pudiera verlo.

– Como ya he dicho, él pinta personalidades y no caras.

– ¿Cuándo pintó el de usted?

– Hace seis años.

– ¿Y su personalidad ha cambiado en seis años?

– Yo diría que no. Las personalidades cambian muy poco, sargento, motivo por el cual a Jack le gusta pintarlas. Uno es lo que es. Una persona generosa permanece generosa. Un prepotente continúa siendo un prepotente. Se pueden suavizar los bordes ásperos, pero no se puede cambiar el núcleo. Una vez pintada, la personalidad debería de ser reconocible para siempre.

Él se frotó las manos con expectación ante un desafío.

– En ese caso, veamos si puedo desentrañar su sistema. Hay mucho verde en el suyo y sus características más obvias son la compasión… no -se contradijo de inmediato-, la empatía, porque entra en los sentimientos de las otras personas, y no las juzga. Así pues, empatía, honor… porque usted es una mujer honorable o no se sentiría tan llena de culpabilidad por el legado… la sinceridad… porque la mayoría de las personas habrían mentido con respecto a este cuadro… simpática. -Se volvió a mirarla-. ¿Cuenta la simpatía como rasgo de la personalidad o es demasiado débil?

Ella rió.

– Débil en exceso, y está pasando por alto los aspectos desagradables. Jack ve dos caras en todo el mundo.

– De acuerdo. -Contempló el retrato-. Es usted una mujer muy porfiada y lo bastante segura de sí misma como para oponerse abiertamente a los hechos establecidos, ya que de otra forma no le habría gustado la señora Gillespie. Como corolario de eso, también es ingenua o sus puntos de vista no serían tan divergentes respecto a los de todo el resto de la gente. Tiene inclinación a ser precipitada o no estaría lamentando la partida de su esposo, cosa que sugiere una profundidad de afecto por las causas perdidas, lo cual es el motivo probable de que se haya hecho médico y también la razón por la cual le tenía tanto cariño a la vieja zorra de este asombroso cuadro que está junto al suyo. ¿Qué tal lo hago para ser un proletario?

Ella profirió una sorprendida risa entre dientes.

– Bueno, no creo que sea usted un proletario -dijo-. Jack lo adoraría. El hombre culto en toda su gloria. Son buenos, ¿verdad?

– ¿Cuánto cobra por ellos?

– Sólo ha vendido uno en toda su vida. Era el retrato de una de sus amantes. Obtuvo diez mil libras por él. El hombre que lo compró era un marchante de Bond Street que le dijo a Jack que era el artista más emocionante con el que jamás se hubiese encontrado. Pensábamos que había llegado nuestra buena suerte, pero tres meses después el pobre murió y nadie ha manifestado interés ninguno desde entonces.

– Eso no es cierto. El reverendo Matthews me dijo que él compraría una tela de inmediato si fueran más baratas. De ser así, también yo lo haría. ¿Ha hecho alguna vez a un hombre y su esposa? Yo llegaría hasta dos mil si nos hiciera uno a mí y a la vieja muchacha para ponerlo sobre la chimenea. -Estudió de cerca a Mathilda-. Calculo que el dorado es el único rasgo redimidor del humor que tenía ella. Mi señora tiene una risa por minuto. Sería dorado y más dorado. Me encantaría verlo.

Detrás de ellos se produjo un sonido.

– ¿Y qué color sería usted? -preguntó la divertida voz de Jack.

El corazón de Sarah dio un salto, pero el sargento Cooper se limitó a contemplarlo durante un momento.

– Suponiendo que yo haya interpretado correctamente estos cuadros, señor, diría que una mezcla de azules y púrpuras, por una combinación de cinismo y realismo prácticos, rasgo que tengo en común con su esposa y la señora Gillespie, algunos verdes que creo que tienen que representar la decencia y el honor de la doctora Blakeney porque están notoriamente ausentes en el retrato de la señora Gillespie -sonrió-, y una gran cantidad de negro.

– ¿Por qué negro?

– Porque estoy a oscuras -replicó con humor pesado, al tiempo que sacaba su documento de identificación del bolsillo interior-. Sargento detective Cooper, señor, de la policía de Learmouth. Estoy investigando la muerte de la señora Mathilda Gillespie de Cedar House, Fontwell. Tal vez le gustaría explicarme por qué ella posó para usted con la mordaza de la chismosa en la cabeza. A la vista de la forma en que murió, eso me resulta fascinante.

La artritis es una bestia. Me convierte en alguien demasiado vulnerable. Si fuese una mujer menos cínica, diría que Sarah tiene don de curación aunque, francamente, me inclino a pensar que cualquiera habría sido mejor que ese estúpido de Hendry. Era haragán, por supuesto, y no se molestaba en leer para estar al día. Sarah me ha contado que se han producido grandes avances en medicina, de los cuales es obvio que él no sabía nada. Me siento bastante inclinada a demandarlo, si no por mí, sí por Joanna. Está claro que fue él quien la puso en el camino de la adicción.

Hoy Sarah me ha preguntado cómo estaba, y yo le he respondido con una frase del Rey Lear: «Crezco, prospero. Ahora, dioses, alzaos por los bastardos». Ella, como es muy natural, pensó que estaba refiriéndome a mí misma, rió con bondad y dijo: «Una loba, Mathilda, puede, pero nunca una bastarda. Hay un solo bastardo que yo conozca, y ése es Jack». Le pregunté qué había hecho para merecer semejante apelativo. «Ha dado mi amor por seguro -dijo-, y le ofrece el suyo a cualquiera que sea lo bastante estúpida como para halagarlo.»

¡Cuan imperfectas son las relaciones humanas! Este no es un Jack que yo pueda reconocer. Guarda su amor tan celosamente como guarda su arte. La verdad, según pienso, es que Sarah se percibe a sí misma y lo percibe a él «a través de un cristal oscuro». Ella cree que se descarría, pero sólo, según sospecho, porque insiste en usar el efecto que produce en las mujeres como criterio por el cual juzgarlo. Las pasiones de él la asustan porque existen fuera del control de ella, y es menos diestra de lo que cree ser para ver hacia dónde las dirige.

Yo adoro a ese hombre. Me alienta a «desafiar la condenación», porque ¿qué es la vida sino una rebelión contra la muerte…?

Capítulo 6

Violet Orloff permaneció inmóvil, de pie en la cocina de Wing Cottage, escuchando la pelea que había estallado en el corredor de Cedar House. Tenía el aspecto culpable de una fisgona, desgarrada entre el impulso de marcharse y el de quedarse donde estaba pero, a diferencia de la mayoría de los fisgones, estaba libre del temor a ser descubierta, y venció la curiosidad. Cogió un vaso del lavavajillas, apoyó el borde contra la pared, y aplicó el oído sobre el fondo. Las voces se hicieron de inmediato más próximas. Quizá fue una suerte que no pudiera verse a sí misma. Había algo indecente y furtivo en la forma en que se inclinó para escuchar, y su cara tenía la misma expresión que tendría la de un mirón que espía por una ventana para ver a una mujer desnuda. Excitada. Impúdica. Expectante.

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