Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– La persona que me lo dijo no es siquiera paciente mía.

– Entonces no tienes ningún problema.

– Pero podría arruinar vidas si hablara a destiempo -dijo ella con tono dubitativo-. En este caso estamos hablando de ética, Keith.

– No, no hablamos de ética. La ética no sale fuera de las iglesias ni de las torres de marfil. Estamos hablando del gran mundo malo donde incluso los médicos van a la cárcel por obstruir las investigaciones de la policía. No tendrías nada a lo que agarrarte, muchacha, si resultara que has ocultado información que podría haber resultado en una condena por asesinato.

– Pero es que no estoy segura de que se trate de un asesinato. Parece un suicidio.

– Entonces, ¿por qué la voz te tiembla un par de puntos por encima de lo normal? Pareces María Callas en una noche mala. No es más que un juicio parcial, por supuesto, pero yo diría que estás un ciento por ciento segura de que te encuentras ante un asesinato, y un noventa y nueve por ciento segura de que sabes quién lo hizo. Habla con la policía.

Ella guardó silencio durante tanto tiempo que él comenzó a preguntarse si la línea no se habría cortado.

– Estás equivocado respecto al noventa y nueve por ciento -dijo al fin-. En realidad, no tengo ni idea de quién puede haberlo hecho. -Con una despedida muda, colgó.

El teléfono comenzó a sonar antes de que hubiera retirado la mano del receptor, pero tenía los nervios tan destrozados que pasaron varios momentos antes de que pudiera reunir el valor suficiente como para cogerlo.

A la mañana siguiente, el sábado, un abogado acudió desde Poole a Fontwell, con el testamento de Mathilda en un maletín. Había telefoneado a Cedar House la noche anterior para presentarse y lanzar una granada, a saber, que todos los anteriores testamentos de Mathilda quedaban anulados y sin efecto por el que había firmado en la oficina de él dos días antes de morir. La señora Gillespie le había ordenado que les diera la noticia en persona a su hija y su nieta en el plazo más breve que resultara conveniente después del funeral, y que lo hiciera en presencia de la doctora Sarah Blakeney, de Mill House, Long Upton. La doctora Blakeney estaba libre al día siguiente. ¿Las once en punto sería una hora conveniente para la señora y la señorita Lascelles?

La atmósfera del salón de Mathilda era glacial. Joanna se hallaba de pie junto a la puerta ventana, mirando hacia el jardín, dándoles la espalda tanto a Sarah como a su hija. Ruth fumaba constantemente, lanzando miradas maliciosas entre la espalda rígida de una mujer y la obvia incomodidad de la otra. Nadie hablaba. Para Sarah, que siempre había adorado esta habitación con su batiburrillo de hermosas antigüedades (armarios esquineros georgianos, cubiertas de zaraza viejas y descoloridas sobre el sofá y los sillones Victorianos, acuarelas flamencas del siglo xix y el reloj-lira Luis XVI sobre la repisa de la chimenea), este regreso mal acogido y no deseado resultaba deprimente.

El sonido de neumáticos de coche en la grava del exterior, rompió la tensión.

– Yo iré -dijo Ruth, poniéndose en pie de un salto.

– Ni siquiera puedo recordar cómo me dijo que se llamaba -declaró Joanna al tiempo que regresaba al interior de la habitación-. ¿Dougall, Douglas?

– Duggan -dijo Sarah.

Joanna frunció el entrecejo.

– Entonces, usted lo conoce.

– No. Escribí su nombre cuando llamó anoche. -Sacó un papel del bolsillo-. Paul Duggan, de Duggan, Smith and Drew, Hills Road, Poole.

Joanna escuchó a su hija que saludaba a alguien en la entrada.

– Mi madre parece haber tenido una considerable fe en usted, doctora Blakeney. ¿Por qué supone que se la tenía? Sólo pudo haberla conocido durante… ¿cuánto?… ¿un año? -Su rostro estaba impasible, enseñado así, pensó Sarah, para preservar su juventud, pero sus ojos manifestaban una profunda suspicacia.

Sarah sonrió sin hostilidad. La habían colocado en una posición muy odiosa, y no estaba disfrutando de la experiencia. Sentía una compasión considerable por Joanna, en uno y otro sentido, y se sentía cada vez más apenada por el recuerdo de Mathilda. La relación entre ellas, poco seria en el mejor de los casos, estaba volviéndose opresiva retrospectivamente y se sentía molesta por la suposición de la anciana de que podría manipular a su médico después de la muerte sin autorización previa. No era asunto de Sarah, ni su deseo, actuar como mediadora en una áspera batalla legal entre Joanna y su hija.

– Yo estoy tan a oscuras como usted, señora Lascelles, y probablemente igual de molesta -replicó con franqueza-. Tengo que hacer la compra de la semana, una casa que limpiar y un jardín que cuidar. Estoy aquí sólo porque el señor Duggan dijo que si yo no acudía tendría que posponer esta reunión hasta que yo pudiese asistir. Pensé que eso sería aún más molesto para usted y Ruth -se encogió de hombros-, así que accedí.

Joanna estaba a punto de responder cuando se abrió la puerta y entró Ruth seguida de un sonriente hombre de mediana edad que llevaba un magnetoscopio con un maletín encima.

– El señor Duggan -dijo con aspereza, y volvió a dejarse caer en la silla-. Quiere que usemos el televisor. ¿Puedes creer que la abuela ha hecho un jodido testamento en vídeo?

– Eso no es estrictamente cierto, señorita Lascelles -corrigió el hombre mientras se inclinaba para dejar el magnetoscopio en el suelo junto al televisor. Se enderezó y le tendió la mano a Joanna, adivinando con acierto que se trataba de la hija de Mathilda-. Encantado, señora Lascelles. -Avanzó hacia Sarah, que también se había puesto de pie, y también le estrechó la mano-. Doctora Blakeney. -Indicó los asientos con un gesto-. Siéntense, por favor. Soy consciente de que el tiempo de todos es precioso, así que no tengo intención de hacer en todo esto más que lo necesario. Estoy aquí como uno de los ejecutores testamentarios adjuntos del último testamento escrito de la señora Mathilda Berly Gillespie, las copias del cual les serán entregadas a ustedes dentro de unos minutos, y mediante las cuales podrán quedar convencidas de que, en efecto, éste sustituye a cualquier testamento o testamentos anteriores hechos por la señora Gillespie. El otro ejecutor adjunto es el señor Hapgood, en la actualidad director del Barclays Bank de Hills Road, Poole. En ambos casos, por supuesto, tenemos la responsabilidad como ejecutores testamentarios en nombre de las firmas para las que trabajamos por lo cual, si alguno de nosotros dejara su empleo dentro de dichas firmas, se nombraría otro ejecutor para reemplazarle. -Hizo una breve pausa-. ¿Ha quedado todo bien claro? -Miró de una a otra-. Bien. Ahora, si tienen un momento de paciencia, conectaré el magnetoscopio al televisor. -Sacó del bolsillo, como un mago, un cable coaxial, y conectó un extremo al televisor y el otro al magnetoscopio-. Y ahora necesito un enchufe -murmuró, al tiempo que desenrollaba un cable con enchufe de la parte trasera del aparato-. Si mi recuerdo es correcto, está por encima del zócalo a la derecha de la chimenea. Ah, sí, aquí lo tenemos. Espléndido. Y por si acaso están preguntándose cómo lo sabía, permítanme explicarles que la señora Gillespie me invitó a venir para hacer inventario de sus pertenencias. -Les sonrió-. Con el solo fin de evitar ásperas discusiones entre las partes implicadas después de que haya sido leído el testamento.

Sarah se dio cuenta de que había tenido la boca abierta desde que el hombre entró en la habitación. La cerró con un esfuerzo consciente y observó mientras él encendía con destreza el televisor para recibir la señal del magnetoscopio, abría el maletín y sacaba una cinta de vídeo que insertó en el aparato antes de apartarse para dejar que Mathilda hablara por sí misma. Podría haberse oído caer un alfiler, pensó, mientras la cara de Mathilda se materializaba en la pantalla. Incluso Ruth, sentada, parecía una estatua tallada en piedra, con el cigarrillo de momento olvidado entre los dedos.

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