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Christopher Isherwood: Adiós A Berlín

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Christopher Isherwood Adiós A Berlín

Adiós A Berlín: краткое содержание, описание и аннотация

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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Cuando no está echando las cartas, Fräulein Mayr toma el té y alecciona a Fräulein Schroeder con la historia de sus pasados triunfos artísticos:

– Y el empresario me dijo: «¡Fritzi, el cielo te envía! Mi primera estrella está enferma. Tienes que salir para Copenhague esta misma noche». Y no aceptaba excusas: «Fritzi», dijo (siempre me llamaba así), «Fritzi, ¿no vas a abandonar a un viejo amigo?» Así es que fui.

Fräulein Mayr bebe un sorbo de té, nostálgicamente.

– Un hombre encantador. Y tan fino -después sonríe-. Atrevido…, pero un señor.

Fräulein Schroeder, que la está gozando, asiente ansiosamente, pendiente de la historia.

– ¿Algunos de esos empresarios deben ser muy descarados?¿Un poco más de salchicha, Fräulein Mayr?

– Muchas gracias, Fräulein Schroeder: sólo una pizca. Sí, algunos… ¡usted no se imagina! Pero siempre he sabido defenderle. Cuando era una muchachita…

Por los brazos desnudos y carnosos de Fräulein Mayr repta una ondulación de bíceps, muy poco apetitosa. Y su barbilla avanza.

– Soy de Baviera, y en Baviera jamás olvidamos una ofensa.

Ayer tarde, al entrar en el cuarto de estar, encontré a Fräulein Schroeder y a Fräulein Mayr tumbadas en el suelo boca abajo, con la oreja pegada a la alfombra. De vez en cuando se sonreían la una a la otra con delicia, o se pellizcaban, pidiéndose silencio mutuamente.

– ¡Atención! -susurró Fräulein Schroeder-. Le está destrozando los muebles.

– ¡La está poniendo morada! -exclamaba Fräulein Mayr, en éxtasis.

– ¡Escuche eso!

– ¡Sss! ¡Sss!

– ¡Sss!

Fräulein Schroeder estaba fuera de sí de excitación. Cuando pregunté qué pasaba se incorporó trabajosamente, vino hacia mí contoneándose, me cogió por la cintura y empezó a dar vueltas.

– ¡Herr Issyvoo! ¡Herr Issyvoo! ¡Herr Issyvoo! -hasta quedarse sin aliento.

– ¿Pero qué es lo que pasa?

– ¡Sss! -exigió Fräulein Mayr desde el suelo-, ¡han empezado otra vez!

En el piso de abajo vive una tal Frau Glanterneck, una judía de Galitzia, y por tanto enemiga de Fräulein Mayr. Fräulein Mayr, no hace falta decirlo, es una nazi fervorosa. Aparte de eso, parece que una vez tuvieron ciertas palabras en la escalera a propósito de los gorgoritos tiroleses de Fräulein Mayr. Frau Glanterneck, quizá porque no es aria, dijo que prefería el maullido de los gatos, insultando así no sólo a Fräulein Mayr sino a todas las mujeres de Baviera, a todas las mujeres alemanas, y poniendo a Fräulein Mayr en el agradable compromiso de vengarlas.

Hace dos semanas se supo en la vecindad que Frau Glanterneck, que tiene sesenta años y es fea como un demonio, había publicado un anuncio en los periódicos buscando marido y ya tenía un pretendiente, un carnicero viudo de Halle que, a pesar de haber visto a Frau Glanterneck, estaba dispuesto a casarse con ella. Fräulein Mayr vio el cielo abierto. No se sabe por qué medios indirectos averiguó el nombre y las señas del carnicero y le envió un anónimo informándole de que Frau Glanterneck: a) tenía chinches en el piso, b) había sido procesada por fraude y absuelta por enfermedad mental, c) alquilaba su propia habitación para fines inmorales, y d) dormía después en la cama sin cambiar las sábanas. Ayer vino el carnicero, blandiendo la carta, a encararse con Frau Glanterneck. Uno distinguía las dos voces: el gruñido del prusiano furioso, y luego el falsete agudo de la judía. Y el redoble de puños sobre las mesas, y el ruido de cristales. La pelea duró más de una hora.

Esta mañana los vecinos se han quejado a la portera. Frau

Glanterneck ha aparecido con un ojo morado. La boda se ha roto.

La gente de esta calle ya me conoce de vista y en la tienda los parroquianos no vuelven la cabeza al oír mi acento inglés, pidiendo medio kilo de manteca. Después de oscurecido, hace tiempo que las tres prostitutas de la esquina no me sisean con voz ronca: « Komm, Süsser! », al pasar.

Las tres tienen más de cincuenta años y no intentan ocultarlo. No se empolvan ni se pintan. Llevan faldas largas, sombreros matroniles, viejos abrigos de pieles ya sin forma. Bobby, con quien se me ocurrió hablar de ellas, dice que hay una cierta demanda de este tipo de mujer. Muchos hombres maduros las prefieren a las jóvenes, y también algunos chicos de menos de veinte. Los chicos, según Bobby, se sienten cortados ante una chica de su misma edad, pero no con una mujer lo bastante mayor para ser su madre. Como la mayoría de los barmen , Bobby es un experto en cuestiones sexuales.

La otra noche fui a verle durante sus horas de trabajo. Era aún muy temprano, alrededor de las nueve, y el local resultó ser más grande y más lujoso de lo que yo imaginaba. Al conserje, galoneado como un archiduque, le pareció sospechosa mi falta de sombrero hasta que le hablé en inglés. La chica del guardarropa insistió en quedarse con mi abrigo, con el que cubro las peores manchas de los pantalones, y el botones, sentado junto al mostrador, no se tomó el trabajo de abrirme la puerta. Para tranquilidad mía, Bobby estaba en su puesto detrás de la barra azul y plateada y me dirigí hacia él como hacia un viejo amigo. Estuvo muy amable.

– Buenas noches, señor Isherwood. Me alegra verle por aquí.

Pedí una cerveza y me instalé en un taburete del rincón. Apoyándome contra la pared podía ver el local entero.

– ¿Cómo va el negocio?

Su rostro exangüe y empolvado de noctámbulo tomó una expresión grave. Luego se inclinó sobre la barra, con oficiosidad confidencial.

– Bastante mal, señor Isherwood. La clase de público que tenemos ahora… ¡no lo creería! Si hace un año no habrían pasado de la puerta… Piden una cerveza y se creen con derecho a estarse aquí toda la noche.

El tono de Bobby era amargo. Me sentí incómodo.

– Quiere tomar algo?

Me bebí la cerveza de un golpe, atragantándome, y para evitar confusiones añadí:

– Yo tomaré un whisky con soda.

Bobby se sirvió también uno.

El local estaba casi vacío. Miré a los escasos clientes intentando verlos con los ojos desilusionados de Bobby. Tres chicas atractivas y bien vestidas estaban en la barra. La de más cerca, muy elegante, tenía un cierto aire extranjero. En una pausa en nuestra conversación oí algunas palabras de la suya con el otro barman : hablaba en vulgar dialecto berlinés y estaba cansada y aburrida. El labio inferior le colgaba. Un hombre joven, un chico guapo y bien vestido de smoking que podría haber pasado por un estudiante inglés en vacaciones, vino a mezclarse en la conversación.

Nee, nee -le oí decir-. Bei mir nicht! -y sonrió al hacer un gesto callejero, seco y brutal.

En el rincón, el botones vestido de chaquetilla blanca hablaba con la vieja encargada de los lavabos. El chico dijo algo, se rió y rompió de repente en un bostezo. Los tres músicos del estrado charlaban entre ellos, dispuestos a no empezar hasta que tuviesen un público que valiera la pena. En una de las mesas un hombretón con bigote me pareció un cliente auténtico; al cabo de un momento, sin embargo, cruzamos una mirada y me hizo una ligera inclinación. Era el encargado.

Se abrió la puerta y entraron dos parejas. Las mujeres, ya de edad, vestidas con trajes de noche caros, llevaban el pelo corto y tenían las piernas gruesas. Los dos hombres, probablemente holandeses, eran pálidos y parecían adormilados. Indiscutiblemente, aquí estaba el dinero: en un instante el Troika se transformó. El encargado, el chico de los cigarrillos y la mujer de los lavabos se levantaron a la vez. La mujer de los lavabos desapareció. El encargado, en voz baja y furiosa, le dijo algo al chico de los cigarrillos, que desapareció también. Se adelantó entonces hasta la mesa, todo él sonrisa y reverencias, y dio la mano a los dos hombres. El chico volvió a aparecer, con su bandeja, seguido por un camarero con la lista de bebidas. La orquesta rompió a tocar. En la barra, las tres chicas se volvieron hacia la sala con una sonrisa discretamente invitadora. Los gigolós se acercaron como si no las conocieran, se cuadraron cortésmente y con voz educada las sacaron a bailar: Sonriente, peripuesto, cimbreante como una flor, el botones cruzó la sala con su bandeja de cigarrillos:

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