Christopher Isherwood - Adiós A Berlín

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Adiós a Berlín combina la realidad con la ficción, y el Christopher Isherwood de la novela, aun siendo el narrador, no es necesariamente el autor. Personajes marginales, a menudo cómicos, viven vidas desordenadas, hasta torpes, como exiliados en Berlín, bajo la amenaza del horror que se avecina.La novela perdura como un documento acerca de una ciudad harapienta y corrupta -como lo eran en los años treinta el estado y el pueblo alemanes-, y la claudicación ante el nazismo en ciernes y el egoísmo de un generalizado sálvese quien pueda. El consumado oficio de Isherwood convierte el documento en literatura.

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»Y ahí, en el papel de la pared, es donde siempre tiraba su taza de café Herr Rittmeister. Se sentaba en el confidente, con su prometida. «Herr Rittmeister», le decía yo, «haga el favor de beberse su café en la mesa. Usted perdonará que se lo diga, pero ya tendrá tiempo después para lo otro». Pero no, tenía que sentarse en el confidente. Y entonces, ya se sabía, en cuanto empezaba a excitarse, allá iban las tazas de café… ¡Un caballero tan arrogante! Su señora mamá y su hermana venían a visitarnos. Les gustaba venir a Berlín. «Fräulein Schroeder», me decían, «usted no sabe lo feliz que es, viviendo aquí en el centro de todo. Nosotras no somos más que unos parientes de provincias: ¡la envidiamos! Y ahora cuéntenos los últimos escándalos de la Corte». Claro que lo decían en broma. Tenían la casita más linda, cerca de Halberstadt, en el Harz. Solían enseñarme fotos. ¡Un verdadero sueño!

»¿Ve usted esas manchas de tinta en la alfombra? Ahí es donde Herr Professor Koch solía sacudir su estilográfica. Cien veces se lo dije. Al final acabé por ponerle papel secante alrededor de la silla. Era tan distraído… ¡Y qué viejecito más simpático! Tan sencillo. Yo le quería muchísimo. Cada vez que le remendaba una camisa o le zurcía unos calcetines venía a darme las gracias, con lágrimas en los ojos. Y bien que le gustaba divertirse. A veces, cuando me oía venir, apagaba la luz y se escondía detrás de la puerta, y cuando yo entraba se ponía a rugir como un león, para asustarme. Igual que un niño…

Fräulein Schroeder puede seguir durante horas, sin repetirse nunca. Después de haberla escuchado un rato me siento caer en un curioso estado de depresión, que es casi como un éxtasis. Empiezo a sentirme profundamente infeliz. ¿Dónde están ahora todos esos huéspedes? Dentro de otros diez años, ¿dónde estaré yo? Aquí no, desde luego. ¿Qué mares y fronteras habré de trasponer para alcanzar esa fecha distante?¿Hasta dónde habré de desplazarme, a pie, a caballo, en coches, bicicletas, aeroplanos, barcos, trenes, ascensores, escaleras automáticas y tranvías?¿Cuánto dinero necesitaré para ese viaje inmenso?¿Cuánta comida habré de ingerir gradualmente, fatigosamente, a lo largo del camino?¿Cuántos pares de zapatos gastaré?¿Cuántos miles de cigarrillos?¿Cuántas tazas de té habré de beber, cuántas cervezas?¡Qué espantosa incolora perspectiva! Y sin embargo morir… Un vago espasmo de aprensión me sacude repentinamente los intestinos y he de excusarme y marchar al lavabo.

Le he dicho que estudié Medicina y ella me ha confiado que le preocupan mucho las dimensiones de su busto. Sufre de palpitaciones y está convencida de que se deben al excesivo peso sobre el corazón; no sabe si debiera operarse. Algunas amigas se lo aconsejan, otras no.

– ¡Demasiado peso para cargar con él todo el día! Imagínese usted, Herr Issyvoo: yo que era tan esbelta como usted…

– Estoy seguro de que ha tenido usted muchos admiradores, Fräulein Schroeder.

Los ha tenido a docenas. Pero sólo un amigo: un hombre casado, separado de su mujer, que no quería darle el divorcio.

– Estuvimos juntos once años, hasta que murió de una pulmonía. A veces, en invierno, me despierto por la noche y todavía le echo de menos en la cama. Una no acaba nunca de entrar en calor, durmiendo sola.

Viven cuatro huéspedes más en el piso. En el cuarto grande de delante, junto al mío, está Fräulein Kost. En el de enfrente, que da al patio, Fräulein Mayr. Al otro lado del cuarto de estar, en la parte trasera de la casa, está Bobby. Y detrás de la habitación de Bobby, en lo alto de una escalerilla, encima del cuarto de baño, hay un altillo diminuto -Fräulein Schroeder lo llama, no se sabe por qué secretas razones, «el pabellón sueco»-, alquilado por veinte marcos al mes a un viajante de comercio que se pasa fuera todo el día y gran parte de la noche. Los domingos por la mañana me lo encuentro algunas veces, deambulando por la cocina, mientras con aire de pedir excusas busca una caja de cerillas.

Bobby trabaja de barman en un local del distrito oeste llamado Troika. No sé su verdadero nombre -los nombres ingleses están ahora de moda entre el demi-monde de Berlín-. Es un hombre joven y pálido, de expresión preocupada, el pelo negro y lacio, elegantemente vestido. A primera hora de la tarde, cuando acaba de levantarse, se le ve por el piso en mangas de camisa y con una redecilla en la cabeza.

Fräulein Schroeder y Bobby se tratan con mucha familiaridad. Él le da azotes en el trasero y la cosquillea; ella se defiende golpeándole con la sartén o con el estropajo. La primera vez que los sorprendí en una de sus escaramuzas se azararon un tanto; ahora ya no les importa.

Fräulein Kost es una muchacha sonrosada y rubia, de ojos azules, cándidos y grandes. Cuando nos cruzamos en bata, a la puerta del cuarto de baño, los baja modestamente. Es rolliza, pero tiene un buen cuerpo.

Un día se me ocurrió preguntarle a Fräulein Schroeder que cuál era la profesión de Fräulein Kost.

– ¿Su profesión? ¡Ja, ja, muy bueno! ¡Ésa es la palabra justa! ¡Buena profesión la que tiene! Así…

Con la expresión de quien hace algo muy cómico, Fräulein Schroeder se contoneó por la cocina como un pato, mientras sostenía el plumero estudiadamente entre el pulgar y el índice. Al llegar a la puerta giró en redondo, triunfante, y tras una ondulación del plumero me envió coquetamente un beso con los dedos.

– ¡Ja, ja, Herr Issyvoo! ¡Así es como se hace!

– No acabo de entenderla, Fräulein Schroeder. ¿Quiere usted decir que es equilibrista?

– ¡Je, je, je! ¡Muy bueno, Herr Issyvoo! ¡Es eso! ¡Es eso justamente! Se gana la vida en la cuerda floja. ¡Eso es lo que hace!

Una tarde, a los pocos días, me encontré en la escalera con Fräulein Kost, acompañada de un japonés. Fräulein Schroeder me explicó luego que era uno de los mejores clientes de Fräulein Kost. Le había preguntado cómo se las arreglaban para pasar el tiempo, cuando no estaban en la cama, porque el japonés apenas habla alemán.

– Pues -dijo Fräulein Kost- ponemos el gramófono, ya sabe, y comemos bombones, y además nos reímos mucho. Le gusta mucho reírse…

Fräulein Schroeder simpatiza con Fräulein Kost y no ve nada inconveniente en su género de comercio, pero cuando se enfada porque Fräulein Kost ha roto el pitorro de la tetera, o porque se ha olvidado de marcar sus llamadas telefónicas en el pizarrín del cuarto de estar, invariablemente exclama:

– ¡Pero qué se puede esperar de una mujer de su clase, de una vulgar prostituta! ¡Si empezó de criada, Herr Issyvoo! ¿No lo sabe? Hasta que se lió con el amo y un buen día, claro, quedó embarazada… Después de suprimir ese pequeño obstáculo tuvo que ponerse a hacer la carrera…

Fräulein Mayr es artista de variedades -una de las mejores cantantes tirolesas de toda Alemania, según asegura reverentemente Fräulein Schroeder, que no simpatiza con ella pero que la respeta mucho. Y con razón. Fräulein Mayr tiene morros de bulldog, brazos enormes, y su pelo es áspero y de color de cáñamo… Habla, con énfasis particularmente agresivo, en dialecto bávaro. Cuando está en casa se instala ante la mesa del cuarto de estar como un caballo de regimiento, y ayuda a Fräulein Schroeder a echar las cartas. Las dos son consumadas echadoras de cartas, incapaces de empezar el día sin consultarlas. Lo que ahora quieren sobre todo averiguar es la fecha del próximo contrato de Fräulein Mayr. A Fräulein Schroeder le interesa tanto como a ella, porque Fräulein Mayr está atrasada en el pago.

En la esquina de la Motzstrasse, cuando el tiempo es bueno, suele estar un hombrecillo desastrado, de ojos saltones, junto a una garita de lona de cuyos costados cuelgan cartas de clientes agradecidos y mapas astrológicos. Es un personaje importante en la vida de Fräulein Schroeder, que le consulta siempre que puede. En su trato con él hay, a la vez, zalamería y amenaza. Si las profecías se cumplen le comprará un reloj de oro, le invitará a cenar, le dará un beso; si no, ya puede contar con un tirón de orejas, o la denuncia a la policía, o la estrangulación. Entre otras cosas, el astrólogo le ha prometido un premio de la lotería prusiana. Hasta ahora no ha tenido suerte, pero el día se le pasa discutiendo lo que hará con el dinero. Naturalmente, todos tendremos nuestro regalo. Yo un sombrero, porque a Fräulein Schroeder no le parece bien que una persona de mi clase salga a la calle con la cabeza descubierta.

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