– Me parece -decía Sally- que debe ser maravilloso ser novelista. Uno es soñador, y poco práctico, y no entiende nada de negocios, y la gente piensa que le pueden engañar como les dé la gana, y un buen día va y escribe un libro diciéndoles lo cerdos que son todos y tiene un gran éxito y gana montones de dinero.
– Lo malo es que yo no soy lo bastante soñador.
– … y si yo encontrase un amigo verdaderamente rico. Mira… No quiero más que tres mil marcos al año, un piso y un coche decente. Haría cualquier cosa, ahora mismo, para ser rica. Si eres rica puedes esperar a que se te presente un contrato verdaderamente bueno, en vez de tener que conformarte con lo primero que te ofrecen… Por supuesto, que sería absolutamente fiel a mi protector.
Sally decía todo eso muy seriamente y además se lo creía. Se encontraba en un estado de ánimo curioso, enervada e inquieta. A menudo se ponía furiosa sin motivo. Hablaba todo el tiempo de encontrar trabajo, pero no lo buscaba. Su familia no le había suprimido aún la asignación, sin embargo, y vivíamos con muy poco gasto, puesto que Sally no quería ver gente ni salir por las noches. Una vez vino Fritz a tomar el té. Los dejé luego solos y me fui a mi cuarto a escribir una carta. Cuando volví, Fritz se había marchado y Sally lloraba.
– ¡Me aburre tanto! -sollozó-. ¡Le odio! ¡Me gustaría matarle!
A los pocos minutos se había calmado. Empecé a preparar las inevitables criadillas. Sally, enroscada en el sofá, fumaba pensativamente.
– No sé si voy a tener un crío -dijo de repente.
– ¡Dios mío! -Por poco dejo caer el vaso.- ¿De verdad?
– No lo sé. Conmigo es muy difícil saber: soy muy irregular… Es que a veces me siento mareada. Debe ser algo que he comido…
– ¿No sería mejor que fueses a ver a un médico?
– Sí. Me figuro que sí -Sally bostezó nerviosamente-. Pero no corre prisa.
– ¡Claro que corre! ¡Mañana mismo te vas a ver a un médico!
– Oye, Chris, ¿quién te has creído que eres para dar órdenes? ¡Me gustaría no haberte dicho nada!
Estaba a punto de romper a llorar otra vez.
– ¡Bueno, de acuerdo! ¡De acuerdo! -me apresuré a calmarla-. Haz lo que te parezca. No es asunto mío.
– Lo siento, Chris. No quería ser tan antipática. Ya veremos cómo me siento mañana. Puede que vaya al médico, después de todo.
No fue, claro. Y la verdad es que al día siguiente estaba mucho más alegre.
– Salgamos esta noche, Chris. Estoy harta de este cuarto. ¡Vamos a ver gente!
– Estupendo, Sally. ¿Dónde te gustaría ir?
– Vamos al Troika a darle conversación a ese idiota de Bobby. A lo mejor nos invita a una copa. ¡Nunca se sabe!
Bobby no nos invitó, pero Sally había tenido una buena idea. Porque fue en la barra del Troika donde conocimos a Clive y le hablamos por primera vez.
A partir de aquella tarde estuvimos con él constantemente, juntos o por separado. Y jamás le vi sereno. Nos contó -y no hay razón para no creerle- que se bebía media botella de whisky antes del desayuno. A menudo intentaba explicarnos por qué bebía tanto. Era muy desgraciado. Pero nunca conseguí averiguar por qué era tan desgraciado, porque Sally interrumpía siempre para decir que era hora de marcharse, o de ir a otro sitio, o de fumar un cigarrillo, o de tomar otra copa. Bebía casi tanto whisky como Clive y nunca parecía estar del todo borracha, aunque a veces sus ojos tenían un aspecto horrible, como si se los hubiesen hervido. La capa de maquillaje en su cara era cada día más gruesa.
Clive era un hombre muy alto, con un tipo un poco pesado de hermosura romana, y empezaba a engordar. Tenía ese aire de triste vaguedad tan norteamericano que siempre resulta atractivo, especialmente cuando se tiene mucho dinero. Indeciso, impaciente, un poco despistado, con el ansia confusa de pasarlo bien y la incertidumbre acerca de cómo conseguirlo, nunca estaba por completo seguro de que se divertía, de que lo que estábamos haciendo en aquel momento fuese de verdad divertido, y había que tranquilizarle constantemente. «¿Os parece animado este sitio?¿Creéis que realmente lo estamos pasando bien?¿De verdad?» «¡Sí, sí, claro: maravilloso! ¡Estupendo!» Y prorrumpía en una resonante risotada de colegial que se prolongaba hasta resultar forzada, para luego apagarse abruptamente en el mismo tono de desconcertada interrogación. No daba un paso sin asistencia nuestra. Y, sin embargo, en los momentos en que recurría a nosotros, me pareció a veces adivinar en él ciertos raros destellos de ironía. ¿Qué pensaría en el fondo de Sally y de mí?
Cada mañana enviaba un coche alquilado para recogernos y llevarnos al hotel. El chófer subía siempre con un ramo de flores espléndido, encargado en la floristería más cara del Linden. Un día que tenía que dar una clase, quedé con Sally en reunirme con ellos después. Al llegar al hotel me encontré con que Sally y él habían salido para Dresde, en avión. Clive había dejado una esquela en la que se excusaba profusamente y me invitaba a quedarme a almorzar en el restaurante del hotel, como huésped suyo. No lo hice. Las miradas del maître me azaraban. Volvieron por la noche y Clive me traía un regalo: media docena de camisas de seda.
– Quería comprarte una petaca de oro -me susurró Sally-, pero yo le dije que las camisas te vendrían mejor. Las tuyas están muy mal… Además, tenemos que ir despacio. No quiero que se crea que somos unos gorrones…
Las acepté agradecido. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Clive nos había corrompido completamente. Se daba por supuesto que iba a financiar la carrera artística de Sally y a menudo hablaba de ello, muy gentilmente, como si se tratase de un asunto trivial que se arregla entre amigos, sin necesidad de discutir. Pero apenas acababa de aludir a ello ya sus ideas habían tomado otra dirección: su conversación era tan inconsecuente como la de un chiquillo. A veces Sally tenía que hacer esfuerzos para disimular su impaciencia.
– Déjanos un ratito solos, mi vida -cuchicheaba-. Clive y yo tenemos que hablar de negocios.
Pero por mucho tacto que pusiese Sally en plantear la cuestión, nunca lo conseguía del todo. Al volver, al cabo de media hora, me encontraba a Clive bebiendo whisky, sonriente, y a Sally sonriendo también para ocultar su irritación.
– Le adoro -me repetía Sally solemnemente cada vez que nos quedábamos solos.
En creerlo ponía una intensa seriedad. Era como el dogma de una religión a la cual acabara de convertirse: Sally adora a Clive. Adorar a un millonario es suscribir un solemne compromiso. Cada vez con mayor frecuencia, el rostro de Sally empezó a reflejar la expresión estática de una monja de teatro. Y es verdad que cuando Clive, con su vaguedad encantadora, le soltaba un billete de veinte marcos a cualquier descarado profesional de la mendicidad, ella y yo nos sorprendíamos mirándole con verdadera reverencia. El despilfarro de tanto dinero contante y sonante nos sobrecogía como un signo inspirado, como una especie de milagro.
Una tarde en que parecía un poco más sereno que de costumbre, Clive empezó a hacer planes. Dentro de pocos días los tres nos marcharíamos de Berlín. El Oriente Express nos llevaría a Atenas. De allí volaríamos a Egipto. De Egipto iríamos a Marsella. De Marsella, en barco, a Sudamérica. Luego a Tahití, a Singapur, al Japón. Clive decía esos nombres como si fuesen los de las estaciones del ferrocarril de Wannsee: había estado ya en esos sitios. Lo conocía todo. Y su experimentada displicencia gradualmente infundía realidad a aquella conversación absurda. Después de todo, podía llevarnos con él, así que empecé a pensar seriamente que había decidido hacerlo. Con lo que para su fortuna era un mero capricho, podía alterar el curso entero de nuestras vidas.
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