Jerónimo Tristante - 1969

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Nochebuena de 1968, una prostituta se tira del campanario de la catedral de Murcia y evapora la tranquilidad etílica en la que vivía el policía alcohólico Julio Alsina. Por alguna extraña razón, el agente decide ir hasta el final de un caso en el que a nadie le interesa la verdad…
Este es punto de partida de 1969 la nueva y excelente novela (quizá su mejor obra) de Jerónimo Tristante. Este autor, habitual de la novela de género negro con su serie de Víctor Ros, ha logrado crear una novela original y clásica a la vez con un resultado alentador, propio de un buen artesano del género.
La nueva novela de este autor murciano consigue con gracia acoplar una, en principio, clásica trama del hard boiled americano en la Murcia de los últimos coletazos del franquismo, haciendo que los elementos de una se adapten con una facilidad pasmosa a la ambientación de la época. La trama ágil, llena de giros, incluso buenos momentos de acción nos adentra en las luchas intestinas del régimen, los cambios sociales y los adelantos técnicos (como la irrupción de la televisión en los hogares españoles), la Guerra Fría…
Los personajes principales están bien tratados y recreados con mimo y detalle, y junto con la historia muestran, eso sí, con el habitual artificio del thriller, el choque de una sociedad anclada en el pasado con la modernidad que se adentra irreversiblemente en ella.
Poco se puede decir de la originalidad y lo bien elegidos que están los elementos del suspense de la obra sin destriparla, por lo que me abstendré. Lo que sí haré, es recomendar esta novela original, bien construida y rematadamente entretenida que es la enésima muestra del excelente momento de la novela de género negro y thriller en España.

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– Gracias -dijo el terrateniente.

El depósito.

Richard había mirado al enorme depósito de agua que se veía desde cualquier punto de la propiedad. No había otra cosa que se percibiera en aquel punto.

El detective se levanto para repetir la experiencia. Haciendo como que paseaba arriba y abajo y asegurándose de que veía el rostro del espía y el depósito de agua a la vez, añadió:

– Tienen ustedes razón. Lo tengo todo perdido. Además, no creo que hayan sido ustedes tan estúpidos como para colocar todos los fiambres juntos. Son profesionales.

Otra vez.

No había duda.

Richard había movido los ojos, no la cabeza, hacia el lugar en que se encontraba el depósito. Se creía protegido por las gafas de sol y había cometido un error de principiante. Sintió que le temblaban las piernas. Intentó no parecer nervioso, así que se acercó a la mesa y apuró el vermú.

– Exquisito -alabó-. Ustedes ganan, me rindo. Total, mi amigo Joaquín es comunista y la chica trabajaba para ellos. Al menos me la beneficié varias veces. Sólo les diré una cosa. La fotografía y la identidad de Robert se harán públicas en caso de que me suceda algo; de lo contrario, no tienen ustedes nada que temer. Espero que sean inteligentes y me dejen en paz, yo me voy a vivir lejos de aquí.

– ¿Y no va usted a pedir nada a cambio? -preguntó míster Thomas.

– ¿Acaso mi vida le parece poca cosa? Para mí no hay nada más valioso.

– Es razonable. Que traigan el coche -ordenó don Raúl a Richard, mientras sonreían complacidos, lo mismo que míster Thomas.

Cadáveres

Eran las cinco de la madrugada y hacía un frío de mil demonios. Jerónimo Gambín, el comisario, terminó de dar instrucciones a sus hombres con un plano desplegado sobre el capó de un 124 camuflado y se acercó a Alsina para decirle:

– Como te cueles otra vez, te capo. Si esto no sale bien, esta misma tarde estarás en manos de Guarinós. Me ha costado Dios y ayuda conseguir una orden de registro.

– No fallaré -aseguró Julio.

Dos agentes de uniforme cortaron la cadena del candado que cerraba una puerta metálica del camino lateral mientras todos subían a los coches. Cinco vehículos. Unos veinticinco hombres, todos armados, de confianza y preparados por si las cosas se ponían feas.

Aún era de noche cuando entraron en los terrenos de don Raúl.

– Es aquel depósito -dijo Alsina señalando la construcción que se recortaba con las primeras luces del alba.

Llegaron al lugar en unos minutos y bajaron de los vehículos. Los guardias hicieron un círculo guardando el perímetro. Iban armados con fusiles de asalto Cetme L, del 5,56.

El comisario, Guarinós y sus perros llegaron al depósito y lo miraron desde abajo. Estaba a unos siete metros de altura y se podía subir a él por una escalerilla situada en una de las cuatro patas que lo sostenían.

– Martínez -ordenó el comisario a un agente uniformado, que subió presto y pertrechado con una linterna.

El viento resonaba, gélido, helándoles el alma, y Alsina se sintió invadido por la expectación y quizá el pánico a haberse equivocado.

– No veo bien -informó el guardia desde arriba-. El agua está muy negra.

– Habría que conseguir abrirlo por debajo -apuntó el comisario-. ¡El soldador!

Los guardias dejaron pasar a un tipo vestido con un mono que se cuadró como si don Jerónimo fuera un almirante. Dispusieron una escalera y el operario se subió tras ponerse una máscara. Al instante encendió un soplete y comenzó a hurgar en la tripa del enorme depósito que más bien parecía una araña gigantesca o un monstruo antediluviano. En cuanto traspasó la hojalata el agua comenzó a rezumar, pastosa, negra y hedionda. Varias veces se le apagó el soplete, aunque, en previsión, el hombre llevaba otro de repuesto. Amanecía y la luz permitía ya ver algo. El operario había hecho un corte siguiendo el diámetro de la base porque las dos zonas de la chapa cortada comenzaron a doblarse sobre sí mismas haciendo que el agua saliera a raudales.

– ¡Joder, qué pestazo! -gritó Guarinós.

Alsina sacó su pañuelo y se lo puso sobre la nariz.

El operario practicó otro corte, esta vez perpendicular al anterior. Cuando iba a llegar al centro de la base, se escuchó ruido de vehículos acercándose.

Eran los hombres de Wilcox. Tres jeeps, con unos doce hombres bien armados al mando de Richard. Bajaron y apuntaron con sus armas a los policías, que hicieron otro tanto. El sonido de los seguros de las armas que se soltaban, los chasquidos de los cargadores entrando en los rifles de asalto y las imprecaciones de los hombres se adueñaron de aquel solitario lugar. Había luz suficiente y todos se veían las caras.

– ¡Tenemos una orden de registro! -gritó el comisario levantando un papel.

– ¡Usted será el primero en caer! -respondió Richard.

Alsina sintió que la tensión se podía cortar: unos cuarenta hombres, con armas automáticas y divididos en dos bandos, se iban a liar a tiros de un momento a otro, se apuntaban, inquietos, y él no tenía ni un triste cortauñas para defenderse. Pensó en que debía tirarse al suelo en cuanto sonara el primer disparo.

– ¡Tranquilos, tranquilos! -calmaba el comisario a sus propios hombres-. No disparéis, tenemos una orden, calma.

Un nuevo coche apareció en el camino. Del mismo bajaron don Raúl y míster Thomas.

– ¡Esto es zona militar! -gritó el americano.

– Tenemos una orden -repitió el comisario por tercera vez.

Entonces, en el momento más crítico, se oyó un ruido muy extraño, fuerte, metálico. Como si un enorme monstruo herido se quejara tras años de haber permanecido inmóvil. Era un chirrido extraño, oxidado y lento que terminó por hacer reventar el fondo del depósito, cuyo contenido cayó sobre los dos o tres guardias que había debajo en aquel momento. Una lluvia de barro, agua, porquería y cadáveres inundó aquel bancal y dejó paralizados a los integrantes de ambos bandos. En cuanto pudo reponerse del susto, Alsina se dirigió al lugar en cuestión, pues se había apartado de allí de un salto, exactamente como los demás. Policías y americanos habían quedado juntos, paralizados, mirando aquel espectáculo dantesco y atroz. El hedor era insoportable.

Alsina acertó a ver varios cuerpos descompuestos de la manera en que sólo sabe hacer el agua. Sin ojos, sin cara, puro mucílago, pelos y restos de carne putrefacta y huesos quebrados.

Distinguió en uno de ellos el chaleco del pobre Cercedilla, el ufólogo, así como un mono azul de trabajo sobre un trágico muñeco que debía de ser Paco Quirós, el mecánico, medio entrelazado con otro horrible cadáver con falda y sin rostro, su novia Pascuala.

Había dos muertos más, vestidos con colores ocres y verdes, los furtivos, Sebastián y Pepe «el Bizco».

Algunos hombres vomitaban y otros apartaban su mirada de aquel lugar.

– Los tenemos -dijo Guarinós.

Richard gritó algo en inglés y sus hombres apuntaron las armas. Los policías hicieron otro tanto.

– ¡Don Raúl! -gritó don Jerónimo, el comisario-. Se viene usted con nosotros.

– ¡Y una mierda! -gritó el dueño de la finca sacando una pistola.

Entonces se escuchó una sirena, y otra, y otra más.

Por el camino de tierra aparecieron dos motoristas de la Guardia Civil. Y luego, un coche negro con la bandera de España y tres estrellas. Y otro, y otro, y más motoristas. Y un camión del ejército. Y otro, y otro. Y un cuarto. Y una tanqueta.

Todos quedaron paralizados. En un momento se vieron rodeados por los hombres que acababan de llegar, que bien podían ser más de un centenar. Eran legionarios.

Un tipo con uniforme de teniente general descendió del vehículo negro y de inmediato fue protegido por media docena de soldados que lo rodearon formando un cordón.

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