Steve sacó una lata con una película de un cajón que había en el mueble del proyector. Era como una mesa pequeña y muy alta sobre la que se situaba el aparato. Aquel imbécil se equivocó de cinta y eso le costó la vida a Ivonne.
La chica hizo una pausa. Parecía hacer esfuerzos por no llorar.
Alsina no supo qué decir. Le dejó que se tomara su tiempo. Miró hacia otro lugar, haciendo vagar su mirada por el local. Justo detrás de la chica había un cartel publicitario que decía: «¡Los campeones prefieren Kas!». En el cartel, un tipo dentudo llamado Jim Clark, al parecer campeón del mundo de automovilismo, bebía un refresco de naranja acompañado de una rubia despampanante.
Veronique tomó impulso y suspiró:
– Ese hombre conectó el proyector y entonces aparecieron esas imágenes… Richard dio un salto, apartó a Ivonne y vino hacia nosotros. Apenas habían transcurrido un par de segundos cuando Steve se dio cuenta de que se había equivocado de película, en seguida puso la mano sobre el objetivo y paró el proyector. Si se quemó los dedos y todo… El otro, acercándose, dijo a la vez que se le trababa la lengua: «¿Lo ha visto?». Se refería a mí, claro. Yo dije que no, y Steve, el muy cerdo, contestó que sí. No se lo pensaron, todo sucedió muy rápido. Richard sacó una navaja y se me acercó, pero yo lancé el proyector sobre él y cayó al suelo. Pesaba mucho. Grité: «¡Corre, Ivonne, que nos matan!». Steve daba alaridos porque al parecer el aparato le había caído en el pie. Yo salí por una puerta que había junto a la pantalla y rodeé la casa. Supongo que Ivonne saldría por la otra puerta, la que daba a un pasillo que llevaba al salón principal. Imagino que la matarían allí mismo. Ella no había visto nada.
– ¿Y qué hizo usted?
– Había un jeep con las llaves puestas. Lo arranqué y salí de allí a todo gas. Richard corrió tras de mí unos metros. A punto estuvo de alcanzarme, pero no pudo. Lo vi volver a la casa por el retrovisor. Tomé un camino lateral, de tierra, y llegué a una puerta metálica muy endeble. La embestí pisando el acelerador a fondo y atravesé una carretera asfaltada para meterme en mitad de un bancal. Sentí pánico, porque el coche se atascó en el barro. No tardarían en llegar. Entonces vi luces. Un camión de reparto de leche. Lo paré, subí y me llevó a Cartagena. Desde allí telefoneé a mi padre, que me envió un giro con el que pagué un billete de tren para Madrid. No sé qué le pasó a Ivonne.
Assumpta comenzó a llorar en aquel momento. Le tendió su pañuelo y dijo:
– Yo sí.
La joven levantó la mirada queriendo saber. Dejó de llorar al instante. Era una mujer fuerte.
– No sé muy bien cómo, pero su amiga llegó a un camino exterior que bordea la finca. Me lo contó el tonto del pueblo, el Alfonsito. Los americanos la perseguían, pero apareció un coche de la Brigada Político Social y se la llevaron.
– ¿Cómo?
– Sí, en Murcia son camisas viejas, andaban detrás de saber qué se llevaban los americanos entre manos y la interrogaron.
– Dios.
– No les dijo nada.
– No podía, no sabía nada. No vio la pantalla como yo.
– La torturaron en un piso franco y simularon su suicidio lanzándola desde la torre de la catedral el día de Nochebuena. Por eso comencé a investigar el caso.
Veronique volvió a sollozar con las manos en la cara. Lloraba desconsoladamente la muerte y los sufrimientos de su amiga, pero sobre todo sufría porque se sentía culpable. Ella, la que vio la película, había sobrevivido. Así de injusta era la vida. Y estaba allí, con Alsina.
Entonces le hizo la pregunta, necesitaba saber. Quizá la vida de Rosa dependiera de aquello:
– Veronique -dijo con tono paternal-, ¿qué había en esa película?
Ella volvió a rehacerse mirándole a los ojos y dijo:
– Pues verá…
Jonás estaba ocupado luchando con un cercado cuando vio llegar el automóvil del policía. Vio que del mismo se apeaban Alsina y Antonio, el mecánico.
– Buenas -saludó el policía, y otro tanto hizo el mecánico.
– Nas nos dé Dios -contestó él.
– Hace bueno, ¿eh? -comentó Julio.
– Sí. Pero mañana, lluvia.
– ¿Cómo lo sabe?
Jonás sonrió con la tranquilidad que da la experiencia dijo:
– ¿Ve usted esas nubes allá, por el Mar Menor?
– Sí, claro -contestó el policía-. Son pequeñas.
– No haga caso. Cuando hay nubes como esas y el viento viene de lebeche, en una jornada, lluvia segura.
El mecánico miró a Alsina y asintió como si aquel lugareño no fallara en sus predicciones.
– Me lo enseñó mi abuelo -explicó Jonás volviendo a su quehacer. Entonces, como quien no quiere la cosa, siguió diciendo-. Al final encontró usted los cuerpos…
– Sí, así fue.
– Todos los de por aquí tenemos que estarle agradecidos. Mi primo, el Bizco y el hermano y la novia de aquí, Antonio, descansan en paz gracias a usted. Ayer se les dio cristiana sepultura.
– ¿Hace un pito, don Jonás? -dijo el mecánico.
– Echaré uno, vale -aceptó el labriego dejando la valla.
Alsina, mirando hacia la sierra, esperó a que Antonio le diera lumbre y dijo:
– El pedáneo va a pagar por las muertes.
Jonás, aspirando el humo con fruición, contestó:
– Sí, se dice por ahí que fue él quién los mató. Cosas de un loco.
– ¿Y usted qué cree? -preguntó Antonio como si pidiera consejo a alguien de más edad.
El labriego se rascó la cabeza tras quitarse la gorra y después de pensárselo afirmó:
– Fue cosa de los americanos.
Hubo un silencio.
– Voy a ayudar a aquí, al señor Alsina -explicó Antonio-, quiero que paguen y le necesitamos. Usted conoce la sierra como nadie.
El viejo los miró con la cabeza ladeada, como sopesando los riesgos.
– ¿Qué hay que hacer?
– Debo colarme en Wilcox, en las instalaciones que tienen al sur de la Cresta del Gallo -expuso el policía.
– ¿Cuándo?
– Esta noche.
– ¿Podrá usted hacer que paguen por lo que hicieron?
– Al menos podré hacerles daño, mucho daño.
– Cuente conmigo.
– Será peligroso.
Jonás miró sonriente a los dos jóvenes y fue concluyente:
– Tengo sesenta y ocho, hice la guerra con el Campesino y nunca me he puesto de rodillas delante de nadie. ¿De verdad creen que me voy a asustar por cuatro yanquis pelirrojos?
– Pasaremos a recogerle a eso de las once.
– Dense prisa, no sea que me duerma.
– Descuide -dijo Alsina encaminándose hacia el coche.
Cuando subieron al vehículo, miraron atrás y comprobaron que el hombre seguía a lo suyo, con su valla. Como si nada. Alsina le envidió el temple.
Eran las doce de la noche cuando Antonio Quirós detuvo el vehículo de Alsina en el punto que les indicó Jonás. El policía y el labriego bajaron del coche y el mecánico quedó esperando por si había que salir huyendo. Jonás se puso en marcha sin tardanza, guiando al policía por una estrecha cañada. Caminaba a paso vivo en la oscuridad, trepando de roca en roca como si fuera una cabra. Al detective le sorprendía que el viejo se moviera así a su edad y que pudiera ver algo en aquella noche cerrada y lóbrega. De vez en cuando, Jonás, que se apoyaba en una especie de garrote, se giraba y aguardaba al policía, que caminaba con dificultad. Por último, y cuando caminaban entre pinos, comenzaron a escuchar un sonido ensordecedor que venía de lejos.
– Por aquí -dijo el campesino pasando bajo un pequeño puente que cruzaba un ramblizo.
Siguieron caminando, siempre hacia arriba. Alsina no veía el momento de llegar. ¿Conseguiría lo que buscaba? ¿Llegaría a tiempo? Había hablado con la madre de Rosa por teléfono y ésta se había mostrado inquieta porque los presos habían sido trasladados. No les decían adónde.
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