– Que bajen.
– ¿Qué quieres? ¿Qué he de hacer?
– Un momento, sin prisas.
No habían pasado ni tres minutos cuando el comisario y el gobernador civil hicieron su entrada en el despacho de Guarinós. El jefe de la Político Social les invitó a sentarse en un sofá de tres plazas que tenía para las visitas y les sirvió sendas copas de coñac:
– ¿Un Licor 43? -le ofreció el comisario con cierto retintín.
– No, gracias -rechazó Alsina mirándole con cara de pocos amigos.
Guarinós se sentó en una silla frente a él, junto a sus jefes, como un perro fiel. Era obvio que disfrutaba con todo aquello. Ni siquiera le invitaron a sentarse.
– Bueno -comenzó diciendo el gobernador, don Faustino Aguinaga-, la cosa ha hecho crisis.
– ¿Y?
– Ha hecho crisis por tu culpa -añadió Guarinós.
– ¿Cómo?
– Sí, sabemos que lo sabes.
– Que yo sé, ¿qué?
– Lo que hacen los de Wilcox. Queremos las pelotas de don Raúl.
– Yo no sé nada.
El comisario, don Jerónimo, dijo entonces con una amplia sonrisa en los labios:
– Tú dijiste antes de ir a Madrid que habías aclarado el misterio.
Sabían que había estado en Madrid. ¿Sabrían que Veronique estaba viva?
Entonces reparó en algo peor, algo que le hizo sentir un escalofrío. Él sólo había dicho saber lo que estaba ocurriendo delante de Blas, Joaquín y Rosa. Su rostro debió de reflejar que sentía como si, de repente, le hubieran sacado toda la sangre del cuerpo.
Aquellos tres hijos de puta estallaron en una violenta carcajada:
– Sí, hijo mío, sí, uno de sus amigos le traicionaba -dijo el gobernador.
– Das pena, créeme. Deberías verte -apuntó Guarinós.
Intentó pensar. Rápido.
Blas.
Eso era. Blas le había traicionado y se pegó un tiro por ello, o le habían matado. Claro, era evidente, Blas.
– ¿Qué quieren de mí?
– Cuéntanos lo que sabes -concretó Guarinós.
– ¿Y los soltarán?
– ¿Todavía te preocupa esa puta que te ha traicionado? -dijo el comisario.
Julio sintió que se le doblaban las piernas.
– ¿Cómo? -acertó a decir-. ¿Rosa?
Los otros tres volvieron a reír a carcajada limpia. Se daban codazos e incluso el gobernador sacó un pañuelo para secarse las lágrimas.
– Ay, ay -suspiró el comisario-. Este Alsina me mata. Tan listo para unas cosas y tan rematadamente tonto para otras. A ver, amigo, ¿se te ha escapado que la joven es falangista?
El gobernador se partía de risa y Guarinós llegó a mirarlo incluso con pena. Se sintió morir.
– Rosa trabajaba para ustedes.
– En efecto-asintió sonriente el gobernador.
– Entonces, ¿qué hace detenida?
– Se pasó de lista. Os ibais a Francia, ¿no?
Intentó pensar. A ver. Ella le había traicionado, sí. Rosa. Quizá por eso había sido tan amable desde el principio. Por eso habían conectado de aquella manera desde el primer momento Le extrañaba que una joven de la Sección Femenina hubiera sido tan comprensiva, tan abierta.
Era obvio.
No.
Ella le quería.
Recordó Barcelona.
Además, ellos lo habían dicho. Se había pasado de lista. Pretendía ir a Francia con él. Eso habían dicho. Sí, le quería. Le. quería.
Rosa trabajaba para ellos.
Suspiró.
– Si os cuento lo que sé, ¿los soltaréis?
– ¿Al maricón? -preguntó Guarinós.
– A los dos.
Los tres se miraron y asintieron complacidos.
– Sí -aceptó Adolfo Guarinós.
– Veronique está viva.
Sonrieron. Esta vez no parecían tan divertidos.
– Lo sabemos. Ha volado. Dime algo nuevo. Sabemos que antes de irte dijiste que habías identificado al novio de Antonia García.
– No, no. Dije que creía saberlo. Pensé que era un tipo de la CIA, pero me equivoqué -mintió.
Guarinós lo miró con cara de pocos amigos:
– ¿Me tomas por tonto?
– La verdad, no.
– ¿Por qué coño te crees que están detenidos tu amigo y la putita? Por ti. Tuvimos la excusa perfecta con el asunto ése de los estudiantes llegados de Barcelona, los huidos.
– Ella es inocente. ¡Es falangista!
– Dame un par de horas y confesará ser comunista -afirmó Adolfo Guarinós sonriendo como una hiena.
– Si le tocas un pelo, te mato, hijo de puta -amenazó Alsina mirándole a los ojos.
– Un momento, un momento -terció el gobernador civil a la vez que se servía otra copa de coñac-. No nos pongamos nerviosos. Aquí todos podemos salir ganando. Mire, Alsina, usted se ha mostrado muy reservado con nosotros desde el principio y todo este malentendido podría aclararse con un poco de buena voluntad.
– ¿Qué quiere de mí?
– La cabeza de don Raúl. Tiene la finca llena de fiambres y podríamos agarrarlo por los huevos, es la forma de saber qué negocio se llevan esas ratas de sacristía con los americanos.
– No sé dónde los esconden.
– Me da igual lo que sepa o lo que crea saber. Tiene cuarenta y ocho horas, ni un minuto más. Si no me soluciona antes la papeleta, dejaré que Guarinós se haga cargo de los dos detenidos. Ya sabe, para interrogarlos.
Sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
– Bien -respondió muy serio sin levantar la vista del suelo-. Tendrá lo que quiere, pero si esa rata les toca un pelo, juro que le mato.
– Me parece razonable -dijo el comisario sonriendo.
– Pero ustedes no me facilitan toda la información, y así no podré resolver el rompecabezas. Por ejemplo, ¿qué les contó Ivonne? Estuvo detenida.
Los ojos de Adolfo Guarinós, inyectados en sangre, lo miraban como si fuera una presa.
– Deje ese asunto, ya se lo dije -apuntó el gobernador.
– ¿Qué les dijo?
– No sé de qué habla.
– Así no iremos a ninguna parte.
El gobernador lo miró con cara de pocos amigos y añadió:
– Eso que dice no es cierto. Esa joven nunca estuvo detenida, consulte usted los registros que quiera, pero suponiendo, que es mucho suponer, que lo hubiera estado, ¿de verdad cree usted que si hubiese dicho algo estaríamos aquí perdiendo el tiempo con un borracho como usted?
– Supondré entonces que no les dijo nada -resumió Alsina.
Entonces el gobernador civil lo miró con cara de malas pulgas y sentenció señalándole con el dedo:
– Cuarenta y ocho horas. Si no me lo resuelve antes, entregaré a sus amigos a Guarinós, y luego, de propina, a usted mismo. Así sabremos qué nos oculta.
El comisario y don Faustino Aguinaga se levantaron como indicando, que la reunión había terminado. Salió de allí a toda prisa y se quedó mirando el movimiento de las ramas del ficus centenario de la plaza de Santo Domingo. Había algo hipnótico en ello. Quizá era que se sentía fuera de la realidad, como en un sueño.
Comenzó a andar como si otro guiara sus pasos. De camino a la pensión tuvo tiempo de pensar en lo que había ocurrido. Se sentía traicionado por Joaquín: era comunista y se lo había ocultado, pero lo que de verdad le molestaba era sentirse utilizado como un muñeco. No le importaba que su amigo hubiera mantenido en secreto su filiación, eso era comprensible, era lógico que fuera muy discreto al respecto. Lo que le hacía sentirse como un tonto era que Ruiz Funes lo había enviado a dar un recado a Práxedes, el loco de las palomas, y le había hecho visitar a un posible espía del Partido en Barcelona. Le hizo correr un gran riesgo sin avisarle. La gestión con Juárez resultó útil, pero ahora sabía que Joaquín estaba interesado en el asunto de La Tercia por otro tipo de motivaciones. No le preocupaba que desaparecieran lugareños, no, ni el suicidio de Ivonne o el asesinato de Antonia García; sino qué podía sacar de aquello el Partido Comunista y qué información sensible podría pasar a Rusia.
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