La joven lo miró con odio, como a punto de explotar. Negó con la cabeza.
– ¿Qué hostias pasa aquí? -bramó una voz varonil que hizo girarse a Alsina.
Era el padre de la chica, que volvía de vigilar la obra.
Ella se interpuso, conciliadora:
– Tranquilo, papá. No es nada.
El detective respiró aliviado. Observó que la chica vestía de manera sencilla, como una joven de barrio, sin maquillaje. Era hermosa.
– Si se acerca a mi hija le parto la crisma -barbotó el hombre mientras sacaba una porra plegable del bolsillo trasero de su pantalón.
– Un momento, un momento -pidió Alsina intentando calmar los ánimos-. Sólo quiero ayudar. Estoy investigando la muerte de Ivonne. Sé que no se suicidó. Necesito tu ayuda, Assumpta -concluyó sin dejar de mirar a la chica para resultar convincente, sincero.
Ella tomó al padre por el brazo y miró al detective con desprecio.
– No -respondió-. Váyase y llame a quien quiera.
– ¡Vale, vale, lo siento! No voy a entregarte a nadie. Hemos empezado con mal pie. Sólo quiero hablar contigo, estoy intentando aclarar qué pasó. Ivonne merece que sus asesinos paguen.
– Usted no tiene ni idea, ¿verdad?
– Sé más de lo que piensas. Si no quieres hablar conmigo, lo entenderé. Toma, éstas son las señas y el teléfono de mi hotel. Estaré aquí veinticuatro horas por si quieres hablar.
– Esa gente lo puede todo.
– Conmigo, no.
Quedaron mirándose en mitad de la acera. En silencio.
– Venga, papá, vamos -dijo Assumpta Cárceles a su padre. Los miró alejarse. Su órdago no había resultado.
Pasó el día en la habitación de su hotel, en la calle de Hortaleza. Durante la mañana salió sólo un par de veces, una a comprar la prensa y otra a tomar un café. A mediodía bajó a comer a un restaurante coqueto y de aspecto modesto que había nada más cruzar la calle. Pidió el menú y comió con desgana. Volvió en seguida a su cuarto, pues temía que Assumpta le llamara al hotel en cualquier momento. La llamada no se produjo. La tarde se le hizo larga, interminable. A las nueve decidió regresar a Murcia. Tendría que pagar otro día más de estancia en el hotel, pero le daba igual. Estaba cansado de aquel asunto. Era probable que la chica estuviera ya a cientos de kilómetros de Madrid. Si era lista, sabría que tras ser descubierta por él tenía que poner tierra de por medio. Él no pensaba traicionarla, pero siempre cabía la posibilidad de que lo hubieran! seguido o de que él o sus amigos cometieran alguna pequeña indiscreción.
En el momento en que cerraba la maleta y echaba un último vistazo a su alrededor para asegurarse de que no se dejaba nada, sonó el teléfono. Notó que le daba un vuelco el corazón. Se acercó a la mesilla de noche y descolgó el auricular.
– ¿Diga?
– ¿Está viva? -preguntó Ruiz Funes.
– No debemos hablar por teléfono, Joaquín, pero te diré que me vuelvo con las manos vacías.
– Vaya, qué mala pata.
– Esto empieza a cansarme. Abandono, me voy a París.
– No, hombre, no. Estás muy cerca del final.
– Es peligroso.
– ¿Ahora te importa el peligro?
Alsina hizo una pausa:
– Pues… sí. Está Rosa.
– Rosa.
– Sí, Rosa. Dime, ¿por qué has cambiado de opinión? me decías que no corriera riesgos…
Ruiz Funes suspiró y rebatió:
– No me seas suspicaz, no he cambiado de opinión. Es sólo que estamos muy cerca y podríamos trincar por los cojones a Guarinós y a su gente.
– Ya -dijo Julio con retintín.
– ¿Vas a empezar otra vez con esa historia de que soy comunista?
– No, Joaquín, no. Me voy a París. Vuelvo a Murcia a por Rosa y me largo -espetó, y colgó.
Se giró, cogió la maleta y cuando iba a salir sonó el teléfono de nuevo.
– ¿Qué quieres ahora?
– ¿Oiga?
Era una voz femenina.
– ¿Alsina?
– Sí, el mismo.
– Soy Assumpta. Me voy de Madrid.
– Claro…
– Sólo quiero decirle que he pensado en lo que usted dijo, ya sabe, eso de que quería detener a los asesinos de Ivonne. No merece la pena, es una guerra perdida de antemano. Déjelo.
El inconfundible sonido del teléfono que comunicaba le hizo saber que la joven había colgado. No pudo decir ni hacer nada. Aquella sempiterna e insoportable sensación de fracaso que le acompañaba desde niño volvió a manifestarse.
Pensó en Rosa Gil y en el futuro y tomó la maleta para volver a casa.
Condujo casi toda la noche, parando de vez en cuando para tomar un café y combatir así el sueño. A las ocho de la mañana se detuvo en la venta del Olivo, a unos ochenta kilómetros de su destino, y tomó un par de tostadas y un café. Cuando iba a pagar quedó petrificado al ver los titulares de La Verdad en un expositor de prensa y revistas: «Detenido en Murcia un grupo de peligrosos comunistas». Rápidamente tomó un ejemplar y devoró la noticia. Venían tres fotografías de los jóvenes fugados de Cataluña tras atacar al rector de la universidad. Uno de ellos era el chico al que había visto hablando con Ruiz Funes en la calle. Seguro que Joaquín los había cobijado en su casa hasta encontrarles acomodo. Qué desastre. Y aún decía que no era comunista.
Ahora estaban detenidos y cantarían. Joaquín debía irse de Murcia. Y a toda prisa.
Llamó a casa de Ruiz Funes desde el teléfono público que había en la venta, pero no hubo respuesta. Mala señal. ¿Lo habrían detenido ya? Pensó que a lo mejor estaba durmiendo.
Se le pasó por la cabeza llamar a Rosa. No, era muy temprano, no debía.
Decidió darse toda la prisa posible y salió a la calle subiéndose el cuello de la gabardina para protegerse del frío que le traspasaba como si le clavaran mil cuchillas. Subió al coche, arrancó y pisó a fondo el acelerador. Temía por Joaquín, pues, dijera lo que dijese, era comunista y corría peligro.
Tuvo la suerte de hallar poco tráfico en la carretera. Apenas se atascó al adelantar a un par de camiones, pero una vez rebasada Cieza pudo pisar a fondo y llegar a la pensión a eso de las nueve y cuarto de la mañana. Cuando llegó al portal, comprobó sorprendido que la calle estaba cortada. Había muchos curiosos, policías e incluso fotógrafos de prensa. Delante de la entrada del edificio yacía un cuerpo cubierto por una manta. Reconoció las zapatillas caseras de Práxedes, el loco comunista de las palomas. Preguntó a unos y a otros y le dijeron que había saltado desde la azotea. Comenzó a invadirle una desagradable sensación de irrealidad.
Cuando intentó entrar en el portal, dos agentes uniformados se lo impidieron, pero alegó que vivía en la pensión y le dejaron pasar, pues lo conocían de comisaría. Subió las escaleras y tras comprobar que había agentes de paisano que venían de arriba, llegó hasta la azotea movido por la curiosidad… Allí comprobó cómo algunos de los hombres de Guarinós registraban a fondo el cuartucho del viejo comunista destrozando sus aparatos de radio y espantando a las palomas.
¿Por qué registraban la pequeña habitación, si aquello había sido un suicidio?
Decidió bajar a la pensión, estaba cansado. Inés le abrió muy alterada y, según le dijo, el viejo se había arrojado por la azotea al ver que los de la Político Social iban a detenerle. Se decía que lo iban a apresar por comunista.
– ¡Hombre, don Julio! -exclamó la dueña de la pensión al verle entrar.
Alsina la saludó con una inclinación de cabeza, cortésmente, pero con cierta frialdad.
– Tengo un recado para usted. Le ha llamado su amigo Ruiz Funes, dice que le telefonee usted a su casa, es muy urgente.
El policía dejó la maleta en el mismo pasillo, junto a la pared, y marcó el número de Joaquín. Él mismo se puso al aparato.
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