Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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Elizabeth dormía. Michael se puso una cazadora de cuero y bajó del coche. Las olas rompían contra la proa del ferry, salpicando las regalas. Hacía un frío increíble, pero el capó del coche estaba caliente a causa del motor. Michael se encaramó a él y embutió las manos en los bolsillos. Shelter Island se alzaba ante él al otro lado del estrecho, sumida en total oscuridad a excepción de las luces blancas de una gran casa de veraneo situada en la boca del puerto. Cannon Point.

Cuando el transbordador amarró, Michael volvió a subir al coche y arrancó.

– Te estaba observando, Michael -musitó Elizabeth sin abrir los ojos-. Estabas pensando en ello, ¿verdad?

Carecía de sentido mentirle. Era cierto, estaba pensando en ello, en aquella noche del año anterior en que un antiguo asesino del KGB, cuyo nombre en clave era Octubre, había intentado matarlos a ambos en Cannon Point.

– No puedo evitarlo cuando miro la casa de tu padre desde el ferry.

– Yo pienso en ello constantemente -confesó Elizabeth con voz distante-. Cada mañana, cuando me despierto, me pregunto si éste será el día en que todo acabe, pero nunca sucede.

– Lleva tiempo…, mucho tiempo.

– ¿Crees que de verdad está muerto?

– ¿Octubre?

– Sí.

– Eso cree la Agencia.

– ¿Y tú?

– Dormiría mejor si apareciera el cadáver, pero no aparecerá.

Pasaron delante de las casitas victorianas y las tiendas de madera de Shelter Island Heights, y recorrieron a toda velocidad Winthrop Road. El puerto de Dering brillaba a la luz de la luna, desierto a excepción del balandro de Douglas Cannon, el Athena, aferrado a su amarre con la proa al viento. Michael siguió por Shore Road hasta el pueblo de Dering Harbor y al cabo de unos instantes detuvo el coche ante la verja de Cannon Point.

El vigilante nocturno salió de la caseta y alumbró el coche con una linterna. Douglas gastaba varios miles de dólares al mes en seguridad desde el intento de asesinato. La Agencia se había ofrecido a sufragar una parte de los gastos, pero Douglas, siempre cauteloso con la inteligencia, había declinado el ofrecimiento. Michael recorrió el sendero de grava que atravesaba la finca y paró delante de la puerta principal. El senador los esperaba en la escalinata ataviado con un viejísimo chubasquero amarillo de marino y con los perdigueros jugueteando a sus pies.

Fue el The New Yorker el que comparó por primera vez a Douglas Cannon con Pericles; si bien por lo general le daba cierta vergüenza el símil, no hizo nada por desmentirlo. Había heredado una inmensa fortuna y ya de muy joven decidió que la perspectiva de dedicarse exclusivamente a engrosarla lo deprimía sobremanera. Así pues, se consagró a su primer amor, la historia. Dio clases en la universidad de Columbia y escribió libros. Su enorme piso de la Quinta Avenida era un lugar de reunión de escritores, artistas, poetas y músicos. De pequeña, Elizabeth conoció a Jack Kerouac, Huey Newton y un extraño hombrecillo de cabello rubio y gafas de sol que se llamaba Andy. No averiguó hasta muchos años más tarde que se trataba de Andy Warhol.

Durante el escándalo de Watergate, Douglas se dio cuenta de que ya no podía permanecer más tiempo entre bastidores y ser el eterno espectador, de modo que se presentó como candidato al Congreso por un distrito de Manhattan central abrumadoramente demócrata y liberal. Ingresó en la cámara como reformista en el setenta y cuatro. Dos años más tarde fue elegido senador. A lo largo de sus cuatro mandatos había sido presidente del Comité de Servicios Armados, el Comité de Relaciones Internacionales y el Comité de Inteligencia.

Douglas siempre había sido un poco iconoclasta, pero desde que dejara el Senado, su atuendo y sus modales se habían tornado más peculiares que nunca. Siempre llevaba pantalones de pana andrajosos, zapatos de marino gastados y jerseys que, al igual que su portador, empezaban a dar muestras de envejecimiento. Estaba convencido de que el aire frío del mar era el secreto de la longevidad y no paraba de contraer bronquitis por salir a navegar en invierno y hacer excursiones maratonianas por los senderos helados del parque natural de Mashomack.

Elizabeth bajó del coche con el índice oprimido contra los labios y lo besó en la mejilla.

– No hagas ruido, papá -susurró-. Los niños están dormidos.

Michael y Elizabeth ocupaban una suite que daba al mar, con un dormitorio principal, un baño y una sala de estar con televisor. El otro dormitorio había sido transformado en habitación infantil. Supersticiosa ante la idea de hacer demasiados preparativos antes del nacimiento de los gemelos, Elizabeth había dispuesto que la estancia no contuviera más que dos cunas y un cambiador. Las paredes seguían pintadas de gris claro y los suelos aparecían desnudos. El senador había subido una vieja mecedora del porche para conferirle un poco de personalidad. Maggie ayudó a Elizabeth a acostar a los niños mientras Michael y Douglas tomaban una copa de Merlot junto al fuego. Elizabeth se reunió con ellos al cabo de unos minutos.

– ¿Cómo están? -inquirió Michael.

– Bien. Maggie va a quedarse un ratito con ellos para asegurarse de que siguen dormidos. -Se dejó caer en el sofá-. Sírveme una copa muy grande de vino, ¿quieres, Michael?

– ¿Y cómo estás tú, cariño? -preguntó Douglas a su hija.

– Nunca habría creído que sería tan duro.

Tomó un largo trago de Merlot y cerró los ojos mientras el vino le resbalaba garganta abajo.

– Me moriría sin Maggie.

– No tienes por qué avergonzarte. Tú tuviste aya y niñera, y eso que tu madre no trabajaba.

– ¡Sí trabajaba, papá! Cuidaba de mí y llevaba tres casas a la vez mientras tú estabas en Washington.

– La has fastidiado, Douglas -murmuró Michael.

– Ya sabes lo que quiero decir, Elizabeth. Tu madre trabajaba, pero no en un despacho. A decir verdad, no estoy seguro de que las madres deban trabajar. Los niños necesitan a sus madres.

– No doy crédito a mis oídos -exclamó Elizabeth-. Douglas Cannon, el gran estandarte liberal, cree que las madres deberían quedarse en casa para cuidar de sus hijos y no trabajar fuera. Espera a que se entere de esto la Organización Nacional de la Mujer. Dios mío, bajo la fachada irremisiblemente liberal late el corazón de un conservador que da absoluta prioridad a los valores familiares.

– ¿Y qué hay de Michael? -protestó Douglas-. Está jubilado, ¿no? ¿Es que no te ayuda?

– Me paso las tardes jugando a la petanca con los otros abueletes del pueblo.

– Michael es genial con los niños -aseguró Elizabeth-. Pero perdóname que te lo diga… Los padres no lo pueden hacer todo.

– ¿Y eso qué significa? -quiso saber Douglas. El teléfono sonó antes de que Elizabeth pudiera contestar.

– Salvado por la campana -suspiró Michael. Elizabeth descolgó el auricular.

– ¿Diga? Sí, está aquí -dijo tras escuchar unos instantes-. Un momento, por favor.

Cubrió el auricular con la mano y se volvió hacia su padre.

– Es para ti, papá. De la Casa Blanca.

– ¿Qué querrán los de la Casa Blanca un viernes a las diez de la noche?

– El presidente quiere hablar contigo.

Douglas se levantó con una expresión entre perpleja y molesta, y cruzó la estancia con la copa en la mano.

– Aquí Douglas Cannon… Sí, espero… Me van a pasar al hijo de puta -anunció tras cubrir el auricular con la mano.

Elizabeth y Michael lanzaron una risita. La animosidad existente entre ambos hombres era legendaria en Washington. Durante varios años, habían sido las personalidades más relevantes del Comité de Servicios Armados del Senado, Douglas como presidente y Beckwith como máximo representante republicano. Cuando los republicanos recuperaron el control del Senado, los papeles se invirtieron, y cuando Douglas se retiró, apenas si se dirigían la palabra.

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