Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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Así se quedó, agachada en el suelo, durante un tiempo que le pareció eterno, sintiéndose miserable y desesperada. Hasta que en algún momento recordó las anotaciones de Gwynneth Ruthven. ¿No le había ocurrido a la joven algo parecido? ¿No había sido ella también una prisionera, una extraña entre personas que deberían haberle sido próximas?

La idea le proporcionó nuevos ánimos. Enérgicamente se secó las lágrimas, apartó la piedra suelta del muro y sacó la aljaba con los rollos de escritura.

Puesto que era lo único que podía distraerla de su desesperanzada situación, empezó de nuevo a leer y se sumergió en el legado de Gwynneth Ruthven, que había vivido hacía quinientos años.

Aquí, en este lugar…

4

La abadía de Dunfermline había sido fundada en torno al año 1070. Por encargo de la reina Margarita, monjes benedictinos habían erigido un priorato, que en 1128 había alcanzado el estatus de abadía y que había sido hasta entrada la Alta Edad Media un lugar de fe, educación y cultura.

La parte oeste de la gran iglesia, construida en clara piedra arenisca, se había conservado hasta los días de Walter Scott, mientras que el ala este había sido destruida en el curso de las turbulencias guerreras del Medioevo. Hacía solo unos pocos años que habían empezado a reconstruirla. El arquitecto William Burns, a quien sir Walter conocía personalmente, había recibido el encargo de llevar a cabo la construcción del edificio eclesiástico conforme al antiguo proyecto, un trabajo que en total había requerido tres años y que había llegado a su conclusión hacía solo unos pocos meses. En el curso de estos trabajos se había descubierto, en una cámara hacía tiempo cegada, la tumba del rey Robert I de Escocia, que había entrado en la historia bajo el nombre de Robert I Bruce.

– Realmente impresionante -dijo Quentin, mientras alzaba la mirada para contemplar el recién erigido campanario, una construcción maciza, de planta rectangular, coronada por una balaustrada de piedra. La inscripción «King Robert I Bruce» aparecía grabada en ella, de modo que el nombre del personaje cuyos restos albergaba la abadía de Dunfermline podía divisarse desde lejos.

– Sí, ¿verdad? -Sir Walter asintió con la cabeza-. En lugares como este el pasado está vivo, muchacho. Y tal vez esté también dispuesto a entregarnos alguno de sus secretos.

Entraron en la iglesia, no por la puerta frontal, sino por la nave lateral, cuyos muros estaban sostenidos por poderosos pilares. Desde su restauración, el templo aparecía de nuevo ante los ojos de los visitantes en todo su antiguo esplendor, y Quentin quedó muy impresionado por la habilidad de los antiguos maestros constructores y artesanos. El recinto eclesiástico, el corazón de los lugares sagrados, bordeado por una arcada de seis arcos soportados por lisas columnas cilíndricas, había sido erigido en otro tiempo por los maestros de Durham y era único en su estilo.

Quentin se encontraba a gusto en las iglesias. A sus ojos irradiaban una dignidad y una paz que difícilmente podía encontrarse en ningún otro lugar, como si la presencia de un poder superior velara para que entre estos muros no pudiera ocurrir nunca nada malo. En Dunfermline esta sensación era particularmente intensa; tal vez porque Margarita, la fundadora del monasterio, había sido una santa, pero tal vez también a causa del significado que aquel lugar tenía para todos los escoceses.

– Allá al fondo -susurró sir Walter, tirándole de la manga.

Con la cabeza humildemente inclinada, Quentin y su tío atravesaron la nave principal y se dirigieron hacia la estrecha escalera que conducía a la cripta. Sir Walter pasó primero, y los dos hombres llegaron a un espacio largo y estrecho, en cuya parte frontal se levantaba un pequeño altar consagrado a san Andrés, el santo protector de la nación escocesa. Ante el altar, flanqueado por docenas de velas encendidas, se encontraba el sarcófago del rey, un imponente sepulcro de madera, de más de un metro de altura y anchura, y el doble de longitud.

A pesar de su considerable antigüedad, el sarcófago estaba bien conservado; las imágenes y decoraciones talladas con que estaba adornado aún podían reconocerse. La cubierta incorporaba un relieve que mostraba al rey con su armadura completa, con la espada y el escudo de armas del león. A la luz vacilante de las velas, parecía que Bruce estuviera solo dormido y pudiera despertar en cualquier momento.

– De modo que aquí yace el rey -dijo Quentin, con la voz trémula de emoción-. Desde hace medio milenio.

– Al principio no estaban seguros de haber encontrado realmente la tumba del rey Robert -explicó sir Walter-. Pero luego se constató que el pecho del cadáver se había abierto, y recordaron que, según la tradición, el último deseo de Bruce fue que llevaran su corazón a Tierra Santa. Las fuentes afirman que el rey cargaba con una culpa de la que quería purificarse. Originalmente, él mismo había querido realizar el viaje a la Tierra Prometida, pero cuando vio que su salud no se lo permitiría, pidió a sus fieles que cumplieran por él este último deseo, para que su alma encontrara la paz.

– ¿Y qué culpa era esa, tío?

– No sabemos nada sobre el carácter concreto de la culpa, pero debió de ser algo grave, porque parece que el rey soportó esa carga hasta su muerte.

Aunque por su expresión podía adivinarse que las palabras de sir Walter le habían impresionado profundamente, Quentin -en parte también porque no quería permanecer en la cripta más tiempo del necesario- sacó enseguida el pedazo de papel que habían encontrado en la mano del profesor Gainswick y comparó el dibujo del erudito con la representación de la placa sepulcral.

– Las imágenes son idénticas -constató-. Con una excepción.

– En la cubierta del sarcófago no aparece la runa -constató sir Walter, sin necesidad de dirigir una sola mirada al dibujo-. Ya lo imaginaba, porque en otro caso me habría llamado la atención en algún momento. Por otro lado…

Se adelantó y se inclinó sobre la cubierta para observarla mejor.

– Una vela, rápido -susurró a Quentin, que corrió a obedecerle.

A la luz de la llama, Quentin vio lo que su tío había descubierto: en el lugar donde debería encontrarse el signo rúnico, la madera de roble estaba rebajada.

– ¿Estás pensando lo mismo que yo, muchacho? -preguntó sir Walter.

– Eso creo, tío. Alguien ha hecho desaparecer el signo. Falta saber por qué motivo.

– Para no atraer la atención sobre sí mismo -dijo sir Walter convencido.

– ¿Quieres decir que pudieron ser los propios hermanos de las runas quienes borraron el signo?

– ¿Y quién, si no? Han hecho ya cosas mucho peores para borrar sus huellas.

– Bien, también podría ser alguien que quisiera borrar el recuerdo de los sectarios.

– Es una posibilidad que también hay que considerar -concedió sir Walter-. Por desgracia, ni una ni otra variante explican de qué modo están relacionados el rey Robert y los sectarios. ¿Cuál es la conexión? El incendio de la biblioteca de Kelso, el asalto a Abbotsford, el asesinato del profesor Gainswick, la próxima visita del rey, y ahora también el sarcófago de Robert I Bruce; ¿cómo está relacionado todo esto? Tengo que confesar, muchacho, que este enigma supera mi modesta capacidad de comprensión.

– Tiene que haber una respuesta -dijo Quentin, convencido-. Parece que el profesor Gainswick la encontró, y por eso murió.

– Este es el siguiente enigma: ¿de dónde sacó el profesor que la espada había estado marcada en otro tiempo con la runa? Por lo que sé, no existen representaciones contemporáneas del sarcófago. Pero el signo parece haber sido borrado hace mucho tiempo. ¿Cómo podía tener, pues, el profesor, conocimiento de ello?

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