Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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Gwynneth lo reconoció inmediatamente, y se llevó la mano a la boca para ahogar un grito. Era una sencilla cruz de madera, la cruz que el padre Dougal llevaba colgada al cuello.

– ¿Qué ha ocurrido? -dijo en un susurro, mientras miraba horrorizada a su hermano.

– Nada especial. -Duncan se encogió de hombros-. Simplemente he decidido que ya no necesitaremos la ayuda espiritual del padre Dougal.

– Lo… lo has asesinado -dijo Gwynneth dando expresión a lo inimaginable-. A un hombre de Iglesia.

– No he hecho nada parecido -replicó Duncan con sorna-; pero según he oído, la flecha de un arquero se ha desviado y ha alcanzado al pobre padre en la espalda justo cuando se disponía a abandonar el castillo. No sabrás adonde quería ir ¿verdad?

– No -dijo Gwynneth con un hilo de voz. Asaltada por sombríos presagios, se dejó caer en un taburete. Las piernas ya no la sostenían y se sentía enferma.

– Entonces, si os parece, os refrescaré un poco la memoria -le espetó Millencourt. El conde se plantó ante ella y la miró de arriba abajo, con las manos en la cintura, como un señor feudal que se dispusiera a juzgar a un siervo-. Os escucharon, Gwynneth Ruthven, en el momento en que confiabais al padre Dougal secretos que deberían haber permanecido ocultos. Cosas que nunca deberías haber conocido y que nunca deberías haber visto. Cosas que no estaban destinadas a vuestros ojos y oídos. Supongo que vuestra femenina curiosidad os indujo a ello, pero habría sido mejor que no cedieseis a la tentación, porque ahora tendréis que pagar por vuestra conducta. Igual que Dougal.

– Habéis sido vos, ¿no es cierto? -preguntó Gwynn-. Vos estáis tras todo esto. Habéis envenenado el entendimiento de mi hermano y lo habéis convertido en una sombra de sí mismo, en un siervo sin voluntad que os obedece incondicionalmente.

– ¡Controla tu lengua, hermana! -gritó Duncan-. El conde Millencourt es mi amigo y mentor. Bajo su guía, Escocia volverá a ser lo que fue en otros tiempos: fuerte y poderosa. Y él quiere que Ruthven se convierta en la más poderosa de las casas de Escocia, tal como nuestro padre ansiaba.

– ¿Estás ciego? -preguntó Gwynn, sacudiendo la cabeza-. ¿También a ti te ha lanzado un hechizo que no te permite ver su verdadero rostro? A él no le importas, Duncan, y tampoco le importa Ruthven. Solo le importan sus propios objetivos, y para alcanzarlos, cualquier medio le parece válido.

– No la escuches, hermano -susurró el conde a Duncan-. Está confusa y no sabe de qué habla.

– Sé muy bien de qué hablo -le contradijo Gwynn. Sus delicados rasgos habían enrojecido de ira, y el miedo había dado paso a la indignación-. Sé que este hombre no es lo que pretende ser -dijo señalando al conde-. No es noble, ni tampoco procede de Francia. Posiblemente ni siquiera es un hombre.

– Pero, querida -preguntó Millencourt con una amplia sonrisa cargada de ironía-, ¿que podría ser, pues, en vuestra opinión?

– No lo sé. Pero me han dicho que sois más viejo que cualquier hombre y que vagáis por estas tierras desde hace cientos de años. Tal vez seáis un enviado del mal. Un demonio. Un mensajero de las tinieblas.

Durante un instante, Millencourt no dijo nada. Luego echó la cabeza hacia atrás y lanzó una sonora carcajada, que resonó en el bajo techo de la cámara. Duncan, que por un segundo se había estremecido ante las palabras de su hermana, se unió a las risas del conde, y Gwynneth supo que no tenía ninguna posibilidad de romper el hechizo que le dominaba.

– ¿Y qué sabes tú de eso, hermana? -se burló Duncan sonriendo-. Solo eres una pobre mujer que no tiene ni idea de las oportunidades que se nos ofrecen. Nos encontramos en los inicios de una nueva y gran era, en la que volveremos a ser fuertes y a gobernar.

– Deberías oírte hablar -replicó Gwynn-. Padre nunca habría permitido algo así. Siempre fue fiel a su país y a su fe. Tú, en cambio, lo has traicionado todo.

– Padre era un loco -siseó Duncan lleno de odio-. Le dije que Braveheart era un traidor que nos conduciría a todos a la ruina, pero no quiso escucharme. Él tomó sus propias decisiones, igual que yo tomo ahora las mías. Yo no le pedí que fuera a la batalla y que me legara Ruthven. Hizo cargar este peso sobre mis espaldas sin preguntar; me dejó solo sin su consejo y sin ningún plan.

– Te sientes herido -constató Gwynneth, y en los rasgos de Duncan se agitó algo que por un breve instante le recordó al muchacho inocente que una vez había conocido como su hermano y al que tanto había amado.

Cautelosamente tendió la mano hacia él.

– Hermano -dijo con suavidad-, sé que tienes que cargar con una gran responsabilidad. Es duro depender solo de uno mismo y tener que tomar decisiones, ¿no es verdad? Pero no estás solo, Duncan. Padre siempre estará contigo, igual que yo. Juntos podemos hacer muchas cosas. Aún no es demasiado tarde. Todo puede volver al buen camino, ¿me oyes?

Por un momento, en los ojos de Duncan Ruthven pudo leerse la duda, una vaga nostalgia por un tiempo en que las cosas eran menos confusas y en el que aún sabía a quién debía lealtad y adonde pertenecía.

Probablemente el conde se dio cuenta, porque de pronto pareció inquietarle la idea de que su devoto alumno pudiera apartarse de él.

– ¡No la escuches, Duncan! -le dijo en tono enérgico-. ¿No ves qué se propone? Quiere quebrar tu determinación y envenenar tu entendimiento.

– No -dijo Gwynn con firmeza-, no es eso lo que quiero. Solo quiero que mi hermano vuelva a ser el que fue en otro tiempo.

– No le prestes atención, Duncan. Sus palabras están llenas de falsedad y despecho. Solo quiere desposeerte de tu merecida herencia, de lo que te corresponde por derecho. ¿No te das cuenta del veneno que escupe con sus palabras? Es una bruja.

– Una bruja -repitió Duncan monótonamente, como un eco. El fuego siniestro que había brillado en sus ojos apareció de nuevo, y la inseguridad se desvaneció. Entonces Gwynn supo que había perdido. La influencia del conde era mayor que la suya, tal como había profetizado Kala.

– ¡Desaparece de mi vista! -la increpó Duncan-. Digas lo que digas, hermana, no me apartarás de mi decisión. He decidido de qué parte estoy, y no cambiaré de opinión, ni ahora ni más tarde. La casa de Ruthven estará eternamente unida a la Hermandad de las Runas. ¡Lo juro por mi sangre!

– ¡Oh, Duncan! -Gwynn sacudió la cabeza, horrorizada-. No sabes lo que dices.

– Al contrario. La historia es un eterno círculo, hermana. Todo se repite. William Wallace nos mintió a todos. Traicionó a nuestro padre, y ahora será él el traicionado. ¿Creías de verdad que podrías detenernos? ¿Enviando a un simple monje para prevenir a Wallace? Una sola flecha ha bastado para acabar con sus ansias de acción. Nadie puede detenernos, Gwynneth. Nadie, ¿me oyes?

De nuevo resonó su risa burlona, a la que se unió el conde.

Gwynn no pudo sino sentir una profunda repugnancia al oírlo.

– ¿Qué ha sido de ti, hermano? -susurró estremeciéndose.

– Yo, Gwynneth, he reconocido la verdadera esencia de las cosas. Y no vuelvas a llamarme hermano, porque desde este momento el lazo que existía entre nosotros ha quedado roto. Has actuado contra mí y querías entregarme al enemigo. A partir de ahora dejarás de ser un miembro de nuestra familia para convertirte en una repudiada sin tierra y sin nombre. Recibirás lo que mereces por traidora.

– No -susurró Gwynn, pero el rostro de su hermano permaneció duro e inflexible.

Duncan llamó a gritos a los guardias y les indicó que la encerraran en la cámara más alta de la torre oeste, hasta que hubiera decidido qué iban a hacer con ella.

– Hermano -exclamó Gwynn con lágrimas en los ojos-. ¿Qué se ha hecho de ti? ¿Qué demonio se ha adueñado de tu persona?

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