– Tal vez solo sacó sus conclusiones -supuso Quentin.
A la luz oscilante de la vela, examinó las restantes caras del sarcófago, que, como la cubierta, estaban decoradas con relieves. Aunque los estragos del tiempo eran visibles en ellos y la madera estaba deteriorada en algunas zonas, aún podían reconocerse las imágenes, que mostraban escenas importantes en la vida del rey.
En el lado derecho estaba representada la batalla de Bannockburn, en la que Robert había alcanzado su legendaria victoria sobre los ingleses. La cara opuesta mostraba su aclamación y coronación por la nobleza escocesa en el palacio de Scone, y la representación de la cara delantera, el reconocimiento de su regencia por el enviado del Papa. La cara posterior, finalmente, representaba a un caballero que cabalgaba hacia un castillo de aspecto extraño, con tejados altos y abovedados. Por otras ilustraciones que había visto, Quentin sabía que muchos artistas de la Alta Edad Media habían representado así Tierra Santa. El caballero llevaba consigo un cofrecillo en el que estaban inscritas las palabras: «Cor regis».
– El corazón del rey -tradujo Quentin en tono respetuoso-. Así pues, lo que nos ha transmitido la tradición es correcto. El corazón del rey Robert fue llevado por sus fieles a Tierra Santa.
– Fuera cual fuese la razón -añadió sir Walter con expresión alterada.
A estas alturas, Quentin conocía suficientemente a su tío para interpretar correctamente sus expresiones, y sabía cuándo estaba rumiando una idea que no le gustaba.
– Tío -preguntó con cautela-, ¿crees posible que este enigma que tratamos de resolver tenga algo que ver con el voto del rey? ¿Que esta culpa de la que has hablado tenga relación con la runa de la espada? ¿O incluso con la hermandad secreta?
– Tengo que reconocer que he pensado en esa posibilidad, aunque solo la idea me parece un sacrilegio. La cuestión es saber qué relación existe entre todo esto…
– ¡Tío! -exclamó Quentin en voz alta, porque de pronto había descubierto algo en el panel de la batalla de Bannockburn.
Sir Walter corrió enseguida a su lado, y con mano temblorosa, Quentin señaló excitado un lugar del relieve donde aparecían representadas filas de ballesteros ingleses. En medio de la filigrana de figuras talladas, de modo que a primera vista resultaba imposible distinguirlo, había un signo extraño.
Una runa.
– Dios Todopoderoso -exclamó sir Walter, mientras dirigía a su sobrino una mirada admirativa-. Me inclino ante ti, muchacho, realmente tienes ojos de lince. Este signo fue incluido en la escena con tanta discreción que apenas puede distinguirse.
– Es extraño -dijo Quentin, que era incapaz de recibir esa clase de alabanzas entusiastas sin que le subieran los colores-. A primera vista, el signo no se puede reconocer; pero cuando lo has descubierto, ya no puedes dejar de verlo siempre que contemplas la imagen.
– Un mensaje secreto -susurró sir Walter-. Hábilmente oculto a las miradas.
– ¿Y qué puede significar el signo?
– No soy un experto en escritura rúnica -reconoció sir Walter, y alargó a su sobrino papel y carboncillo-. Haz una copia de esto; luego iremos a casa a consultar los libros.
Quentin asintió, colocó el papel sobre el lugar, y lo rayó suavemente por encima con el carboncillo hasta que los contornos de la runa empezaron a dibujarse en él. Luego, animado por su descubrimiento, buscó también signos ocultos en las otras caras del sarcófago, y encontró montones de ellos.
Una y otra vez, de la maraña de la representación salían a la luz símbolos entrelazados que aparentemente hacia un instante no estaban allí. A la luz de la vela, sir Walter y Quentin examinaron el sarcófago, y cuanto más rato miraban, más signos se destacaban de la confusión y se hacían visibles. Al cabo de unas dos horas habían localizado doce signos distintos, que Quentin copió diligentemente.
– Creo que ya están todos -opinó sir Walter.
– ¿Cómo has llegado a esta conclusión, tío?
– Porque hay trece signos, y este número tiene una especial significación en las artes rúnicas.
– ¿Trece? Solo hemos encontrado doce runas.
– Olvidas la runa de la espada en la cubierta. Tal vez el profesor Gainswick dedujera su existencia a partir de la presencia de las otras doce runas. Por lo visto, también él descubrió los signos.
– Claro -asintió Quentin-. Así se explica también la referencia a Abbotsford. Con ello el profesor quería indicarnos que la runa del entablado de la pared no era la firma de un artesano, sino la obra de esos sectarios.
– Tal vez. Aunque eso significaría también que la hermandad poseía en aquellos tiempos una gran influencia, si tenía agentes en la corte del rey. En cualquier caso, las suposiciones no nos harán avanzar. Volveremos a Edimburgo e intentaremos traducir estos signos. Si efectivamente constituyen un mensaje oculto, haremos todo lo posible por descifrarlo. Tal vez el secreto se nos revele pronto.
– Eso es lo que temo -murmuró Quentin, aunque habló tan bajo que su tío no le oyó.
– ¿Y estáis completamente segura de que habéis vivido todo esto, de que no ha sido solo una pesadilla?
– Era real -aseguró Gwynneth Ruthven. Solo el recuerdo de los acontecimientos que se habían desarrollado en los sombríos calabozos del castillo la hizo estremecer-. Tan real como vos y como yo, padre.
El padre Dougal, un joven monje premonstratense que había sido enviado a Ruthven por su monasterio para asistir espiritualmente al señor del castillo y a los suyos, le dirigió una mirada inquisitiva. Por su expresión podía verse que el relato de la joven le había impresionado profundamente. ¿Era posible que Duncan Ruthven fuera miembro de una hermandad pagana? ¿Y además de una que se había planteado como objetivo la eliminación de la religión cristiana y la reintroducción de los antiguos dioses?
Dougal no era un estúpido. Sabía perfectamente que con la implantación de la doctrina cristiana el paganismo no había sido, ni con mucho, vencido. Aunque la mayoría de los príncipes de los clanes se habían convertido con sus familias, la superstición que creía en los espíritus de la naturaleza, en la magia negra y blanca, y también en los signos rúnicos, a los que se atribuía una significación secreta, se mantenía tenazmente en muchas comarcas. También Dougal había creído en ella en otro tiempo, y aunque luego había encontrado la verdadera fe, una parte en él todavía temía su poder. Druidas, sociedades secretas y signos retorcidos: todas esas cosas le inspiraban miedo, y ahora se enteraba de que estaban actuando muy cerca.
– Si estáis en lo cierto, lady Gwynneth, entonces…
– ¿Qué razón podría tener para mentiros? Soy la hermana del príncipe. ¿No podéis dar crédito a mis palabras?
– Me gustaría hacerlo -aseguró el monje, bajando la cabeza avergonzado-; pero quiero ser franco con vos. Fuisteis vista en compañía de una persona que hace que vuestras palabras parezcan, al menos, dudosas. No quiero decir que no os crea, pero el hecho de que vos misma estéis mezclada en las actividades de que acusáis a Duncan Ruthven no contribuye a disminuir mis dudas.
– ¿De qué estáis hablando? -preguntó Gwynn, y entonces lo comprendió: la vieja Kala. Debían de haberlas visto juntas, y al parecer rápidamente había corrido la voz de que se encontraba con ella fuera de los muros del castillo.
– Ya sé lo que se dice sobre esa mujer, padre -explicó Gwynn-, pero puedo aseguraros que nada de ello es cierto. También ella está versada en los secretos de las runas y sabe cosas cuyo conocimiento se ha perdido hace tiempo para los demás; pero Kala no está del lado de la hermandad, y tampoco está en absoluto interesada en invocar de nuevo la era oscura. Sabe que su tiempo está llegando al final, y os considera a vos y a vuestros hermanos los continuadores de la tradición de los magos blancos.
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