Mary habría deseado hablar de aquello con alguien, escuchar la opinión de una persona ajena al asunto; pero estaba sola, rodeada de enemigos, y con la sombría perspectiva de quizá no iba a vivir mucho tiempo.
Solo unos días atrás se habría reído al oír las palabras de Sean. Pero después de la noche pasada, Mary ya no reía. El miedo ascendía desde las profundidades de su alma y le oprimía la garganta. Por más que buscara explicaciones racionales, había demasiadas contradicciones, demasiadas preguntas que no tenían respuesta. A no ser que aceptara que existían cosas entre el cielo y la tierra que no podían explicarse solo con la razón.
Seres espectrales y augurios. Almas que estaban unidas más allá de los límites del tiempo… ¿Existían realmente estas cosas? ¿O tal vez estaba perdiendo la cabeza? ¿La habrían vuelto loca la angustia y la soledad? ¿Trataba su mente de este modo de escapar a la triste realidad?
No.
Lo que había visto y vivido había sido real. No eran fantasías ni supersticiones, sino la realidad. Y tampoco había imaginado la furiosa persecución de Malcolm, aunque los acontecimientos de la noche anterior le parecieran ahora una pesadilla. Si Mary dejaba de lado todos sus escrúpulos de racionalidad, aquello solo podía significar una cosa: el destino le había hecho llegar una advertencia, un presagio de lo que sucedería si no modificaba su camino.
Gwynneth Ruthven había creído hasta el final en la bondad de su hermano, no había querido darse cuenta de lo mal que iban las cosas con Duncan, y de las consecuencias que aquello podía tener para ella. Mary no debía cometer el mismo error. Debía actuar antes de que fuera demasiado tarde. Solo por esta razón le había aconsejado la vieja sirvienta que abandonara Ruthven. De este modo todo encajaba, el sueño y la realidad.
Con una terrible certeza, Mary comprendió que se encontraba en un punto crucial de su vida. Si permanecía en Ruthven, posiblemente no viviría mucho tiempo. Al principio solo había pensado que su futuro esposo era un aristócrata estrecho de miras, con un horizonte tan limitado como lo eran sus conocimientos; pero ahora tenía la convicción de que en él acechaban abismos que nadie -probablemente ni siquiera su madre- sospechaba que existieran.
Mary estaba segura de que Malcolm intentaría de nuevo tomar lo que ella le negaba. Si no podía obtenerlo, utilizaría la violencia, y ¡ay! de quien se opusiera a sus deseos. La noche anterior el heredero de Ruthven había mostrado su auténtico rostro. Mary temía de hecho por su vida, y el sombrío augurio del aprendiz de herrero contribuía a aumentar su miedo. Pero tal vez no fuera aún demasiado tarde para escapar al destino que la amenazaba.
Como todas las jóvenes de la nobleza, Mary había sido educada para cumplir con sus deberes. Aunque no le había agradado que la enviaran a una tierra extraña, se habría casado con Malcolm de Ruthven para satisfacer los deseos de su familia y preservar el buen nombre de la casa de Egton. Pero nadie, ni su padre ni ninguna otra persona en este mundo, podía exigir que permaneciera allí cuando su vida estaba amenazada. Mary no sacrificaría su vida solo por complacer a su familia.
Una audaz decisión empezaba a madurar en su interior.
La traducción que hicieron sir Walter y Quentin de los signos que habían encontrado en el sarcófago de Robert Bruce se reveló mucho más complicada de lo esperado. No era solo que cada uno de los signos tuviera varios significados, sino que también su sucesión era totalmente confusa, de modo que ambos pasaron toda una tarde disponiendo las runas en distinto orden sin que llegara a desvelarse su significado. En más de una ocasión sir Walter deseó que su antiguo amigo y mentor Gainswick estuviera con ellos para ayudarles a descifrar el enigma.
Dentro de dos días, Gainswick sería enterrado en el viejo cementerio de Edimburgo, al lado de los artistas y eruditos que había admirado durante toda su vida. Sir Walter sabía que el profesor se habría alegrado de ello, pero aquello no podía consolarle. El vacío que la muerte de Gainswick había dejado era doloroso e imposible de llenar, y sus asesinos aún seguían libres. Aunque los agentes hacían todo lo posible por localizarlos, la confianza que sir Walter tenía en los guardianes de la ley había disminuido mucho en las últimas semanas.
¿No había asegurado el inspector Dellard que en Edimburgo estarían seguros? ¿Que los sectarios no se atrevían a actuar en las grandes ciudades? Una vez más se había equivocado, y en sir Walter había madurado la idea de que debería solucionar él solo el enigma. Había demasiado en juego, y aparte de él, nadie parecía querer ver las relaciones. Cuanto más descubrían Quentin y él mismo, más compleja se hacía la red de intrigas, superstición, engaño y crimen. Pero sir Walter tenía también la sensación de que les faltaba poco para desvelar el secreto.
– Empecemos de nuevo -propuso, mientras miraba pensativamente las hojas cubiertas de signos rúnicos que se encontraban extendidas ante él sobre la mesa-. Conocemos este signo con certeza: es la runa de la espada, que domina a los restantes signos. La runa que encontramos en la cara frontal del sarcófago significa «comunidad» o «hermandad», y con ella podría hacerse referencia a la secta.
– También de esos dos podemos estar seguros hasta cierto punto -dijo Quentin, señalando otros dos símbolos-. Este es el signo para «piedra». El otro designa la palabra gaélica cairn, lo que significa igualmente «roca» o «piedra».
– O una agrupación de piedras -observó sir Walter.
– ¡Tío! -exclamó Quentin de repente-. ¿No has dicho que aquella runa de allí significa «perfección» y «acabamiento»?
– ¿Adónde quieres ir a parar?
– Bien -murmuró Quentin entusiasmado-, quiero decir que en muchas antiguas culturas la forma geométrica del círculo se considera la encarnación de la perfección más elevada.
– ¿Y?
– Posiblemente -prosiguió Quentin triunfalmente- esta runa deba leerse junto con las otras dos y no designe sino el círculo de piedras sobre el que leímos en la biblioteca.
Sir Walter miró a su sobrino con tanta fijeza que la euforia de Quentin se desvaneció de golpe.
– Es solo una teoría, tío -añadió prudentemente, y se encogió de hombros-. Seguro que he pasado por alto algo que tú ya has visto hace tiempo.
– En absoluto -le contradijo sir Walter-, y no deberías malinterpretar mi mirada, muchacho. Realmente me admira tu agudeza.
– ¿De verdad?
– Desde luego. Tienes toda la razón; es la única combinación que tiene sentido: la Hermandad de la Runas en el círculo de piedras.
– Falta saber qué significan los otros ochos signos.
– Este de aquí representa un acontecimiento -resumió sir Walter-, y aquel de allí, un mal o una amenaza, como hemos descubierto.
– Tal vez también deban relacionarse estos signos -reflexionó Quentin-. Tal vez se refieran a un acontecimiento funesto. A una situación amenazadora.
– Veo, muchacho, que te muestras algo más hábil que yo descifrando este antiguo enigma. Sigue adelante, pues. Puedo sentir que estamos muy cerca de desvelar el secreto.
– Podría ser cualquier cosa -opinó Quentin-. Tal vez una advertencia. O posiblemente, también, alguna clase de maldición que pesara sobre la tumba del rey.
Sir Walter suspiró.
– ¿Cuántas veces tendré que decírtelo, muchacho? Por más que esta hermandad esté rodeada de enigmas, tenemos que habérnoslas con hombres de carne y hueso. Ni hubo, en ningún momento, magos capaces de realizar hechizos ni existió nunca un gobernante que fuera derribado por una maldición. La historia la construyen los hombres, Quentin. Simples mortales como tú y como yo.
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