Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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Quentin miró a su tío, admirado.

Desde hacía semanas sir Walter apenas había dormido, cargaba con un peso bajo el cual muchos ya se habrían derrumbado hacía tiempo, y sin embargo, parecía tan animoso y decidido que su sobrino no pudo dejar de admirarle. Quentin solo esperaba que un poco de su energía se le hubiera transmitido también a él.

– Dentro de cinco días, los sectarios se encontrarán en un antiguo círculo de piedras -resumió sir Walter-. Para entonces tenemos que haber descubierto de qué círculo se trata y haber localizado el escondrijo de los sectarios. Al alba iniciaremos la búsqueda. El tiempo apremia…

7

– ¿Y bien?

Malcolm de Ruthven temblaba de impaciencia. Sus pálidos rasgos se habían teñido de púrpura y tenía la cara hinchada, como si fuera a explotar en cualquier momento.

– Lo siento, mylord -informó el sirviente a quien había correspondido la triste suerte de comunicar al laird la mala noticia-. Lady de Egton no aparece por ningún sitio.

– ¿Que no aparece? ¿Qué significa que no aparece?

– Hemos registrado toda la propiedad buscándola, pero no hemos encontrado ni rastro de milady -respondió en voz baja el sirviente. Las comisuras de sus labios se contraían nerviosamente. La cólera del laird era tristemente célebre.

– No es posible -gruñó Malcolm, y miró al sirviente con los ojos encendidos de ira-. Nadie puede desvanecerse así en el aire. Alguien tiene que haberla visto.

– Las doncellas afirman que vieron por última vez a lady de Egton hacia el mediodía. Cuando fueron a preparar sus aposentos para la noche, los encontraron vacíos. Además faltaban algunos vestidos y otros objetos personales.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Malcolm con irritación.

El sirviente se retorcía como una anguila. Había intentado dar vueltas sobre el asunto, esperando que su señor dedujera por sí mismo lo que había sucedido. Pero Malcolm de Ruthven hizo honor, una vez más, a su fama de hombre obstinado e inflexible, y -aunque solo fuera para tener una excusa para dar rienda suelta a su furia- le forzó a declarar aquel hecho inconcebible.

– Lady de Egton se ha marchado -reconoció el sirviente en voz baja, y durante unos segundos, en la sala de audiencias del laird se hizo un silencio tan profundo que el criado pudo oír los latidos de su propio corazón.

Por un momento pareció que Malcolm de Ruthven lograría dominar por una vez su famosa ira; pero luego esta surgió sin freno, en un estallido de furia incontrolada.

– ¡Esto es imposible! -bramó, y golpeó la mesa con el puño haciendo estremecer al sirviente-. ¡Es completamente imposible! ¡Mi prometida no puede haberme dejado! ¡Nadie abandona a un Ruthven!

– Mylord, si me lo permite -replicó el sirviente en voz baja, casi en un susurro-, puedo asegurarle, con todo respeto, que queda excluido cualquier error. Lady de Egton abandonó el castillo de Ruthven a media tarde.

El paroxismo en que cayó el laird a continuación apenas parecía humano. Era la expresión de una cólera salvaje y descontrolada. Malcolm de Ruthven apretaba los puños con tal fuerza que los nudillos se volvieron blancos, y su mirada inflamada de ira dejó al sirviente petrificado de espanto.

– ¿Por qué no la detuvieron? -gritó con voz ronca-. ¿No había ordenado que no la dejaran abandonar el castillo sin mi permiso?

– Mylord debe perdonarnos. Ninguno de los sirvientes vio a milady en el momento en que abandonaba el castillo. Pero falta uno de sus caballos del establo.

– ¿Uno de mis caballos? ¿De modo que, además, me han robado?

– ¿Desea mylord denunciar a su prometida ante el sheriff? -preguntó el sirviente de forma muy poco diplomática.

– ¿Y convertirme en objeto de burla de todo el mundo? ¿No basta con que esa serpiente traidora haya roto la promesa que me había hecho? ¿Quieres, además, humillarme públicamente, maldito idiota?

– Perdone, mylord. Naturalmente no era esa mi intención. Solo pensaba que cuando uno padece tamaña injusticia…

– No es tarea de un lacayo pensar -manifestó el laird con rudeza. Las aletas de la nariz le temblaban y bufaba como un toro. En su furia impotente, se levantó de un salto, se acercó a la alta ventana y miró hacia las almenas y las torres del castillo de Ruthven, que durante todo el día habían estado envueltas en niebla. Incluso el tiempo, pensó Malcolm, se había conjurado contra él y facilitaba la huida de la traidora.

Mary de Egton solo le había traído problemas. Esa mujer no había tratado en ningún momento de ganarse su afecto; sino que había aprovechado, al contrario, la menor oportunidad para atacarle y ofenderle. Le había puesto en ridículo ante sus amigos, lo había convertido en objeto de burla al preferir la compañía de unos estúpidos mozos de cuadra a la suya, y por último, le había negado incluso aquello a que tenía derecho como prometido suyo.

Su orgullo estaba herido porque ella le había abandonado, y no podía consentir aquella deshonra. Pero, por otro lado, ¿no le había hecho un favor? De todos modos, él nunca había aprobado la relación que su madre había arreglado; tenía planes más importantes que ser un hijo obediente de Eleonore. Para defender su propiedad, había dado su consentimiento a la boda con Mary de Egton. Pero ¿qué podía hacer si ella no le quería y había preferido esfumarse? A pesar de su testarudez, incluso su madre tendría que reconocer que sus planes habían fracasado, y Malcolm quedaría por fin libre para perseguir sus propios objetivos.

Sintió que su rabia se desvanecía y se transformaba en alegría ante el fracaso de Eleonore. De su garganta surgió una carcajada amarga que dejó al criado perplejo.

– ¿No se siente bien, mylord? -preguntó preocupado-. ¿Quiere que haga llamar a un médico?

– No necesito ningún médico -le aseguró Malcolm, y se volvió hacia su subordinado. El rojo de la ira había desaparecido de sus rasgos, que mostraban de nuevo esa rígida palidez que hacía imposible adivinar qué pasaba por su mente-. Aunque mi madre recibirá con pesar la noticia de que la boda debe anularse. Por lo que sé, los convidados ya habían sido invitados.

– Así que… ¿quiere dejar marchar a milady?

– Naturalmente. ¿Crees que me casaría con una mujer que no sabe apreciarme? ¿Una mujer a la que debo dar caza para arrastrarla como un trofeo hasta el altar? Soy demasiado bueno para eso.

– Cuánta razón tiene, mylord -dijo el sirviente, y se inclinó profundamente, visiblemente aliviado al ver que la ira de su señor no le había alcanzado. Los bastonazos para el portador de una mala noticia eran moneda corriente en el castillo de Ruthven.

– Ahora déjame solo -dijo Malcolm, y esperó a que el sirviente hubiera salido y hubiera cerrado la puerta tras de sí. Luego volvió a su escritorio, se sentó y cogió papel y pluma.

Que ya no quisiera casarse con Mary de Egton no significaba que fuera a aceptar la afrenta de que había sido víctima. Su infiel prometida debía ser castigada. La cuestión era saber adónde se dirigiría en su huida, pero el enigma era de fácil solución.

Naturalmente trataría de poner la máxima distancia entre ella y Ruthven. No podía volver a Egton, porque la familia de una mujer que había roto su compromiso de matrimonio se vería amenazada por la vergüenza y el escándalo; de modo que solo le quedaba buscar refugio en casa de una tercera persona. Y por lo que Malcolm había podido deducir de sus insoportablemente aburridas conversaciones, no era difícil adivinar quién sería ese tercero.

El lord de Ruthven rió suavemente. La ironía del destino era realmente notable.

De este modo, todo encajaba.

Mary de Egton huía.

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