Huía de un novio que no la amaba y solo la había utilizado como un medio para satisfacer su codicia y su deseo. Huía de una suegra de corazón frío que había querido ahogar en ella cualquier chispa de vida y convertirla en una muñeca sin voluntad.
Huía de un mundo que le había cortado las alas y la había dejado sin aire para respirar.
No le había quedado mucho tiempo para reflexionar sobre su decisión. Aprovechó la oportunidad cuando se le presentó. Porque si Malcolm y su madre hubieran intuido que Mary abrigaba la intención de huir, habrían hecho cualquier cosa para impedírselo.
Mary solo dispuso de unas horas para preparar su plan. Al caer la noche, abandonó su alcoba y bajó a la cocina de la servidumbre, donde ya la esperaba Sean, el aprendiz de herrero, y sus amigos.
Uno de los mozos de cuadra había sustraído un caballo del establo para ella, una de las doncellas le proporcionó una capa de caza verde, que la protegería tanto de las inclemencias del tiempo como de las miradas curiosas, y, finalmente, una de las criadas le entregó una cesta con provisiones.
Sean la ayudó a ensillar y embridar al caballo. Y luego, eludiendo a los guardias y a los espías de los Ruthven, abandonó el castillo a través de la estrecha salida posterior que se abría en la maciza muralla, y dejó atrás la casa como una ladrona, protegida por la oscuridad.
Por primera vez desde que había llegado a Ruthven, Mary agradeció la persistente niebla que flotaba sobre las colinas y la protegía de las miradas indiscretas. La joven se volvió una vez más, vio desaparecer las torres y los muros en un velo lechoso, y por un momento le pareció que había una figura oscura en la terraza, igual que el día de su llegada. Mary creyó ver que la figura le hacía señas; pero un instante después había desaparecido en la niebla, y Mary no habría sabido decir si había sido real o solo fruto de su imaginación.
La joven sujetó con firmeza las riendas de su caballo y lo guió cuesta abajo por el sendero pedregoso. Quería evitar la carretera principal, porque aquel sería el lugar donde la buscarían primero. Sean le había descrito con precisión el camino a Darloe -el pueblo más cercano-, que la conduciría a lo largo del barranco hasta las estribaciones de la colina. Allí, donde cruzaba la carretera que subía de Cults, Mary debía seguir el curso del río. De este modo llegaría al pueblo. El herrero del lugar era hermano del maestro de Sean y le proporcionaría alojamiento para la noche.
El caballo se veía forzado a avanzar lentamente en medio de la niebla. Con precaución colocaba un casco ante el otro, mientras los velos de vapor se hacían cada vez más tupidos. El frío se colaba bajo el manto de Mary y la hacía tiritar. A través de la niebla, los pasos del caballo sonaban extrañamente sordos. Aparte de ellos, no se oía ningún ruido, ni el chillido de los pájaros ni el silbido del viento. Era como si el tiempo se hubiera detenido, y Mary sintió que la invadía una imprecisa sensación de miedo.
Una y otra vez miraba alrededor para asegurarse de que nadie la seguía. Se estremeció al ver aparecer varias figuras gigantescas, aunque enseguida constató que se trataba solo de árboles desnudos que bordeaban el camino y cuyos contornos se dibujaban, borrosos, en la niebla.
Aquello, sin embargo, no la tranquilizó. El corazón le latía desbocado y un sudor frío le humedecía la frente. Seguía temiendo que descubrieran su huida y la atraparan. Si la llevaban de vuelta a Ruthven, no volvería a estar segura en su vida. De todos modos tampoco podía volver con su familia a Egton. Sus padres la habían concedido en matrimonio a Malcolm, habían comprometido su palabra de que sería una fiel y obediente esposa para el señor de Ruthven. Por eso, para ellos ya no era posible admitirla de nuevo en su casa, ni aunque hubieran querido hacerlo.
Mary debería ver, pues, por sí misma dónde podía refugiarse. Con su huida lo había perdido todo: sus propiedades, su título, sus privilegios. Pero, en cambio, había ganado su libertad.
Febrilmente, Mary pensó adonde podría dirigirse en su desesperada huida. ¿Quién mostraría comprensión por su situación? ¿Quién sería bastante valiente para acoger a una joven que había renunciado a su posición social para poder vivir en libertad?
Solo se le había ocurrido una respuesta a esta pregunta: sir Walter Scott.
Mary ya había disfrutado en una ocasión de la bondad y la hospitalidad del señor de Abbotsford y de su esposa. Y estaba segura de que sir Walter le ofrecería refugio en su casa cuando le contara lo que había ocurrido, al menos mientras no decidiera qué iba a hacer con su vida.
El viaje a Abbotsford requería varios días. Mary llevaba suficiente dinero consigo para poder comer y dormir en las tabernas durante el camino. La pregunta era si era inteligente hacerlo, porque las posadas serían el primer lugar donde buscarían los Ruthven.
Sin duda sería mejor que se mantuviera alejada de las carreteras y pasara las noches en granjas apartadas. Solo así podía estar segura de escapar a su violento prometido. Le esperaban días duros, cargados de privaciones; pero, a pesar del miedo que sentía, Mary no se dejó amedrentar. El triste destino de Gwynneth Ruthven y los acontecimientos de la noche anterior la habían movido a adoptar una determinación, y no se volvería atrás.
La decisión estaba tomada.
Por primera vez en su vida, Mary de Egton se sintió realmente libre.
Hacía tiempo que había pasado la medianoche y sir Walter seguía sentado en su despacho ante el secreter, a la luz de las velas, inclinado sobre su última novela, que no acababa de avanzar. También Quentin estaba presente, aunque solo físicamente. Agotado por los esfuerzos del día, el joven se había dormido en el sillón. La manta que sir Walter había tendido paternalmente sobre él se elevaba y descendía regularmente siguiendo el ritmo de su respiración.
Sir Walter casi envidió a su sobrino por su beatífico sueño; él mismo, desde hacía semanas, solo había descansado tres o cuatro horas, e incluso cuando se dormía, le perseguían en sueños las mismas preguntas torturantes sobre el cómo y el porqué. ¿Por qué había tenido que morir Jonathan? ¿Quién se encontraba detrás de aquellos hechos espantosos? ¿Qué se proponían realmente esos criminales? ¿Y qué relación tenían con todo aquello los misteriosos signos rúnicos que Quentin y él habían descubierto?
Si sir Walter hubiera sabido que en aquel momento unas figuras oscuras se deslizaban en torno a la casa de Castel Street y espiaban el interior entre las cortinas, se habría sentido mucho más inquieto aún; pero, como lo ignoraba, solo recordó que tenía que acabar el trabajo y trató de volver a concentrarse en la novela que estaba escribiendo.
Incansablemente sumergía la pluma en el tintero y la deslizaba sobre el papel, pero una y otra vez tenía que dejarla para recapacitar sobre lo que acababa de escribir. No era solo que tuviera dificultades para concentrarse. A veces, sencillamente, no sabía cómo debían proseguir las aventuras del héroe. La novela se desarrollaba en la época de Luis XI, y si tenía que ser sincero, aún no había encontrado siquiera un nombre satisfactorio para el personaje principal, un joven noble escocés que iba a Francia para realizar allí hechos gloriosos.
A esas alturas, él mismo no creía ya que pudiera mantener los plazos acordados; tendría que escribir una carta a James Ballantyne para disculparse formalmente por el retraso. Si no conseguía resolver pronto el enigma de la secta de las runas, todo aquel asunto tendría además un efecto dañino en su carrera de novelista.
Sir Walter entornó los ojos. Su escritura se difuminaba ante su mirada, pero el autor lo achacó a la exigua luz que irradiaban las velas. ¿Por qué demonios nadie había pensado aún en instalar linternas de gas, como las que se utilizaban en las calles, también en las casas?
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