Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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El jefe de los sectarios cabalgaba al frente de su gente, montado en un caballo blanco como la nieve. Como sus partidarios, vestía un amplio manto que ocultaba su figura, pero sus ropas eran de un blanco pálido, que brillaba a la luz de la luna y le proporcionaba el aspecto de un enviado de un mundo distinto, místico.

Cuando el cortejo alcanzó el círculo de piedras, el canto aumentó de intensidad, cambió de ritmo y de entonación. Hacía un momento aún sonaba sumiso y quejoso, mientras que ahora había adquirido un tono apremiante y desafiador. El tiempo de la espera se acercaba a su fin. Las figuras, que habían bajado las capuchas de sus mantos sobre la cara, se distribuyeron por el espacio que enmarcaban las piedras. Lo hicieron moviéndose lentamente, con una extraña falta de animación, como en trance. Cada uno sabía qué puesto debía ocupar, conocía cuál era su importancia en el círculo. El jefe condujo a su caballo hasta el centro del círculo de piedras, hacia un sencillo bloque pétreo que en tiempos antiguos había servido como mesa de sacrificios. Las oscuras manchas de sangre dejaban ver que aún seguía cumpliendo esta función.

El hombre bajó de su caballo, cuyo blanco pelaje relucía, a la luz de la luna, con un brillo apagado que le confería un aura ultraterrena. Con pasos medidos se acercó a la mesa de piedra y levantó los brazos. Instantáneamente el canto enmudeció. Con un gesto acompasado, casi teatral, el hombre sujetó la capucha de su manto blanco y la echó hacia atrás.

Aparecieron unos rasgos inmóviles, rígidos, de metal resplandeciente: una máscara de plata que le cubría todo el rostro menos los ojos, en la que estaban grabados signos de un significado antiguo y siniestro. Sus partidarios le imitaron, y también bajo sus capuchas oscuras aparecieron máscaras, caras grotescas talladas en madera y ennegrecidas con hollín.

– Hermanos -elevó la voz el jefe, que se destacaba, diáfano, en la noche-. Conocéis el motivo de nuestra reunión. El tiempo del cumplimiento ya no está lejos, y aún no hemos encontrado lo que buscamos. Tenemos pistas, que seguimos, pero se han alzado frente a nosotros fuerzas enemigas que se interponen en nuestro camino.

– ¡Muerte! -bramó uno de los enmascarados, alzando el puño-. ¡Muerte y ruina para nuestros enemigos!

– Así lo exigen las runas -exclamó la figura erguida junto a la mesa de sacrificios-. Pero también dicen que los hermanos de la espada deben estar sobre aviso. Porque si son descubiertos antes de haber tomado posesión de la herencia que les corresponde por derecho, pueden ser derrotados. No somos invencibles, hermanos, aún no; debemos ser precavidos en todo lo que hacemos. El incidente del puente nunca habría debido producirse. He pedido cuentas a los responsables y me he encargado de que nunca más puedan volver a poner en peligro a nuestra hermandad. Sin embargo, debemos tomar precauciones. Hasta que no se haya cumplido la profecía, seremos vulnerables.

Un silencio turbado se instaló en el círculo de los sectarios. El jefe, que conocía bien el poder de sus palabras, dejó que hicieran su efecto durante un rato. Luego dijo:

– Ha aparecido otro partido, hermanos, que trata de descifrar el enigma de la runa de la espada; y aunque hace muchos años que nosotros vamos en su busca, no podemos excluir que nuestros enemigos alcancen el éxito antes que nosotros.

– ¡Muerte y ruina! -tronaron ahora muchas docenas de gargantas-. ¡Muerte y ruina para nuestros enemigos!

– Naturalmente podríamos hacerlo -objetó su jefe-. Naturalmente podríamos deshacernos de nuestros enemigos. Pero he reflexionado, hermanos, y he llegado a la conclusión de que no sería un paso inteligente. Por un lado, otro asesinato atraería la atención hacia nuestra hermandad, lo que no sería aconsejable después de los recientes sucesos. Y por otro, ¿por qué no podríamos utilizar la curiosidad de nuestros enemigos en nuestro provecho? ¿Por qué no servirnos de ellos para resolver el enigma y encontrar lo que durante tanto tiempo nos ha permanecido oculto?

El coro de los enmascarados había enmudecido. Los sectarios miraban a su jefe expectantes; acobardados y, al mismo tiempo, llenos de admiración por su agudeza y su astucia.

– Me encargaré de que nuestros enemigos trabajen para nosotros -proclamó su plan con voz potente-. Creerán que triunfan, pero en realidad la victoria será nuestra. Pensarán que son más astutos que nosotros, pero siempre iremos un paso por delante de ellos. Hermanos, ya está próximo el día en que el poder volverá a manos de los que desde el principio lo poseyeron. Esta vez nadie podrá detenernos.

Sus partidarios, que le rodeaban formando un amplio círculo, manifestaron su acuerdo dejando escapar unos sonidos roncos, paganos.

– Pero ¿cómo lograréis, sublime maestro -objetó finalmente uno de ellos-, que nuestros enemigos trabajen para nosotros?

De la máscara plateada del jefe surgió una risa apagada, que recordaba el retumbar de una tormenta lejana.

– Es sencillo, hermanos. Solo hace falta conocer bien la naturaleza humana. A veces hay que prohibir cosas a la gente para estar seguro de que las harán de todos modos. La vanidad y la curiosidad son poderosos aliados de los que podemos servirnos en la mayoría de los casos, y Walter Scott no está libre de ellas…

11

– Dentro de unos días habrá luna llena.

Quentin se encontraba junto a la ventana del despacho y observaba el pálido disco lunar, cuyo reflejo centelleaba en el río cercano.

Hacía rato que había pasado la medianoche y que lady Charlotte y la criada se habían ido a la cama, pero sir Walter todavía estaba sentado trabajando. Los apremiantes plazos de entrega y los sucesos de los últimos días, que le habían impedido escribir, le obligaban a pasar casi todas las noches ante el escritorio.

Scott había encargado al fiel Mortimer que apostara en torno a la propiedad a algunos vigilantes, que debían dar la voz de alarma en cuanto sucediera algo inusual. Si el inspector Dellard no tomaba ninguna medida para proteger Abbotsford, lo haría Scott. Quentin, que en medio de toda aquella agitación, de todos modos no habría podido conciliar el sueño, hacía compañía a su tío en el despacho.

– No me gusta la luna llena -dijo el joven, mientras miraba pensativamente por la ventana-. Me parece siniestra.

– ¿Qué me dices? -exclamó sir Walter, que, sentado ante el gran escritorio, trabajaba en su nueva novela a la luz de una lámpara-. ¿A mi sobrino le asusta la luna llena?

– No es la luna en sí misma -replicó Quentin-, sino lo que puede hacer.

– ¿Y eso? -Sir Walter, que no parecía tener inconveniente en interrumpir su trabajo por unos instantes, dejó caer la pluma-. ¿Qué crees que puede hacer la luna llena?

– Cosas terribles. -Quentin se estremeció visiblemente mientras seguía mirando fijamente hacia fuera. El calor de la chimenea no parecía llegar hasta él-. En Edimburgo había un anciano. Se llamaba Maximilian McGregor, pero los niños lo llamábamos siempre Max el Fantasma. Nos contaba muchas historias sobre casas embrujadas, espectros y aparecidos. Y en esas historias siempre había luna llena.

Sir Walter rió benévolamente.

– Estas historias de fantasmas son tan viejas como el propio Edimburgo. También a mí me las contaron de niño. No irás a asustarte por eso, muchacho.

– No de las historias en sí, pero algunas de las figuras que aparecían en ellas aún me visitan en mis sueños. Una vez el viejo Max nos habló de un joven de un clan de las Highlands que había traicionado a su familia. De resultas de ello fue víctima de la maldición de un viejo druida. Y a partir de entonces, las noches de luna llena, el guerrero se transformaba en una bestia, mitad hombre mitad lobo.

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