Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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– ¡Milady! -susurró la doncella, sonrojándose.

Se habría defendido vigorosamente contra esta suposición si en aquel instante, al otro lado de la colina por la que ascendía el carruaje, no hubieran aparecido los muros del castillo de Ruthven.

– ¡Mire, milady! ¡Ya hemos llegado!

Mary miró a través de los cristales empañados. El ambiente era desagradablemente frío en el interior del carruaje; la humedad que ascendía del suelo y que se había posado como un vapor helado sobre la rala colina de color de tierra parecía deslizarse por todas las rendijas y hacía tiritar a las dos mujeres. Y ciertamente, la visión del castillo de Ruthven no contribuía a ahuyentar el frío.

Muros de piedra natural, gruesos y poderosos, como si estuvieran allí desde el principio de los tiempos, surgían de la espesa niebla. Por detrás sobresalía una imponente torre principal dotada de altas almenas, a la que se encontraba adosada una edificación de varios pisos en cuyas altas ventanas brillaba una luz pálida. En el lado derecho de la impresionante construcción sobresalían del muro torres de defensa que la aseguraban hacia el este, donde el terreno se extendía formando suaves ondulaciones y quedaba dividido por un estrecho curso de agua. Al otro lado, la elevación sobre la que se erguía el castillo de Ruthven caía bruscamente; un precipicio rocoso se abría al otro lado de la muralla, que al oeste estaba coronada por una alta torre de guardia. De la torre partía una maciza terraza, en la que Mary creyó reconocer una figura evanescente, oscura y encorvada. Un instante después la figura había desaparecido. Mary no habría sabido decir si había sido víctima de una alucinación.

El carruaje ascendió por la cresta de la elevación. La carretera llena de baches conducía hasta el gran portal que se abría en el muro exterior. Por encima de la puerta surgían de la pared de piedra los sólidos pescantes de un puente levadizo de madera, tendido sobre un amplio foso que rodeaba el castillo y terminaba al oeste en el precipicio.

Cuando el carruaje se acercó, las hojas de la puerta se abrieron como por arte de magia.

Mary y su doncella intercambiaron una mirada. Ninguna de las dos mujeres dijo nada, pero la primera impresión que ofrecía el castillo de Ruthven no tenía nada de acogedora. Por más que se esforzara en contemplar las cosas bajo un prisma positivo, Mary no podía dejar de ver, en las puertas del castillo que se abrían, unas enormes fauces que amenazaban con tragarlas a ella y a Kitty.

Cuanto más se acercaba el carruaje a los muros de la fortaleza, más altos y amenazadores se alzaban estos hacia el cielo. Acongojada, Mary trató de convencerse a sí misma de que el aura siniestra que emanaba de aquel lugar solo debía atribuirse al tiempo desapacible. Si el sol hubiera sonreído en el cielo y las colinas hubieran estado salpicadas de flores, sin duda la impresión habría sido distinta. Pero así todo parecía lúgubre, triste y muerto.

Mary no pudo dejar de pensar con añoranza en los jardines que le había mostrado lady Charlotte, en los verdes prados que se extendían a lo largo del Tweed. En su vida olvidaría las horas que había pasado en la casa de los Scott. El recuerdo de aquellos días la ayudó a ahuyentar un poco aquella impresión sombría.

El carruaje llegó a la puerta del castillo. Las dos mujeres escucharon el repiqueteo amortiguado y hueco de los cascos de los caballos mientras cruzaban el puente levadizo y pasaban a través del arco del portal. De golpe se hizo la oscuridad en el interior del carruaje. Mary se sintió asaltada por una repentina sensación de inquietud; también sobre el ánimo habitualmente despreocupado de Kitty cayó una sombra. Ni siquiera después de que el carruaje hubiera cruzado la puerta aumentó la claridad; el coche con las dos mujeres entró en un patio rodeado de muros, cuyo lado frontal estaba limitado por el macizo edificio principal. A ambos lados se distinguían algunas construcciones achaparradas con establos y alojamientos, pero no se veía un alma por ningún sitio.

Finalmente el carruaje se detuvo. Los caballos permanecieron inmóviles; a Mary le pareció que los animales resoplaban inquietos. El cochero que había enviado Walter Scott bajó del pescante y abatió el estribo. Luego abrió la puerta.

– Milady, hemos llegado a nuestro destino -dijo-. El castillo de Ruthven.

Mary aceptó la mano que el cochero le tendía y bajó del carruaje, recogiéndose la falda como correspondía a una dama, para no ensuciarse la orla del vestido.

Un aire frío y húmedo le golpeó en la cara. Amedrentada, miró alrededor, y solo vio muros de piedra grises y sombríos. En lo alto, junto a la torre oeste, se levantaba la terraza, pero la figura no estaba allí; probablemente Mary la había imaginado.

En ese momento el portal del edificio principal se abrió, y una mujer esbelta salió por él. Con pasos medidos bajó los peldaños que conducían al patio. Todos sus movimientos transmitían una sensación de dignidad y de gracia. Dos sirvientes la acompañaban con la mirada baja. Del establo se deslizaron también al exterior unas figuras encorvadas, que se ocuparon del carruaje y los caballos, pero evitaron cualquier contacto visual con las visitantes.

La mujer esbelta, que llevaba un vestido amplio con relucientes brocados plateados, se dirigió hacia Mary. Ya no era tan joven como podían hacer creer su figura y su porte. El cabello, severamente recogido en un peinado alto, había encanecido, y la piel, empolvada a la vieja usanza, estaba surcada de arrugas. En su rostro pálido y enjuto, de rasgos afilados, brillaban unos ojos juntos, de mirada despierta y escrutadora. Probablemente aquella mujer nunca había sido una belleza, pero en ella había algo que infundía respeto y que ya había impresionado a Mary en su último encuentro, cuando había ido a Egton para examinar a su futura nuera.

Mary conocía a esa mujer: era Eleonore de Ruthven, la madre de su futuro esposo.

Con pasos medidos, la señora de Ruthven se acercó a Mary. Su rostro no mostraba ninguna agitación, no revelaba alegría ni afecto. Lady Ruthven se limitó a tender la mano para recibir, al uso antiguo, el homenaje de la joven.

Mary sabía lo que se esperaba de ella. Desde pequeña la habían aleccionado para ello, y aunque no tenía en demasiada consideración las antiguas costumbres, se sometió a la etiqueta. Cogió la mano de lady Eleonore, hizo una profunda reverencia y mantuvo la cabeza baja hasta que la señora del castillo la autorizó a erguirse de nuevo.

– Levántate, hija mía -dijo. Para Mary y su doncella aquellas palabras sonaron como si de pronto la niebla hosca y fría hubiera adquirido voz-. Bienvenida al castillo de Ruthven.

– Gracias, milady -dijo Mary, y se incorporó obediente.

– De modo que volvemos a vernos. Te has hecho aún más hermosa desde nuestro último encuentro.

Mary se inclinó de nuevo.

– Milady es muy benévola conmigo, pues las tribulaciones del largo viaje que he dejado atrás sin duda habrán dejado sus huellas.

– Una lady siempre debe ser una lady, hija mía. ¿No te lo ha dicho nunca tu madre?

– Oh sí, milady. -Mary suspiró-. Muchas veces.

– Es nuestro origen lo que nos diferencia del pueblo, hija, no lo olvides nunca. En la gente sencilla, un viaje por las Highlands puede dejar huella, pero no en nosotras.

– No, milady.

– Disciplina, hija mía. Lo que hayas aprendido hasta ahora sobre esta virtud fundamental te será de gran utilidad en Ruthven. Y lo que hasta ahora hayas descuidado lo aprenderás aquí.

– Como desee, milady.

– ¿Dónde está tu equipaje?

– Lo lamento, milady, pero no traigo mucho equipaje. La mayoría se perdió en un accidente, que mi primer cochero pagó con la vida.

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