– ¿Quiénes? -preguntó Gwynn, aunque temía la respuesta.
– Fergus. John. Braen. Nuestro primo Malcolm. Y nuestro padre.
– No -dijo Gwynn en voz baja.
– Según ha informado el mensajero, luchó hasta el último momento y venció a diez caballeros ingleses. Entonces le alcanzó una flecha lanzada desde las filas enemigas. Una flecha que iba dirigida a William Wallace. Pero padre se lanzó, cruzándose en su vuelo, y la detuvo con su corazón. Parece que murió inmediatamente; Wallace ni siquiera se dio cuenta.
Los ojos de Gwynn se llenaron de lágrimas. Durante todo el día había esperado noticias del campo de batalla. En el fondo de su corazón temía que algo terrible pudiera haber ocurrido, pero hasta el final había confiado en que no fuera así. Las palabras de su hermano, sin embargo, habían destruido todas sus esperanzas.
Duncan abrió los brazos en un gesto de impotencia, y Gwynn se precipitó hacia él. Los hermanos se abrazaron en su duelo; se aferraron el uno al otro como niños en busca de consuelo.
– Habría debido ir con él -dijo Duncan en voz baja, luchando contra las lágrimas. Su padre le había enseñado que un hombre de las tierras altas nunca derramaba lágrimas en presencia de una mujer, y ahora, más que nunca, no quería ceder a ellas-. Habría debido luchar a su lado, como Braen y Malcolm.
– Entonces también tú estarías muerto ahora -sollozó Gwynn-, y yo estaría sola.
– Habría podido salvarle. Habría podido impedir que diera su vida por ese William Wallace, que cree que podrá liberarnos de los ingleses.
Su hermana se deshizo del abrazo y le miró inquisitivamente.
– Padre creía en la victoria, Duncan. En la victoria y en una Escocia libre.
– Una Escocia libre -se burló su hermano-. Otra vez estamos a vueltas con eso. Cientos de guerreros han perdido la vida en Stirling. ¿Y para qué? Para seguir a la batalla a un fanático que sueña con hacerse con la corona. ¿Has oído cómo lo llaman últimamente? Braveheart lo apodan, porque ha derrotado a los ingleses. Creían que hacía todo eso por ellos, pero él solo piensa en sí mismo.
– Padre confiaba en él, Duncan. Decía que si alguien podía conseguir unir a los clanes y vencer a los ingleses, ese era William Wallace.
– Esta confianza le ha costado la vida, como a tantos otros. Todos se han dejado engañar por las promesas de Wallace.
– Pero él no prometió nada a los clanes, Duncan. Nada aparte de la libertad.
– Esto es cierto, Gwynn. Pero ¿quiere dársela realmente? ¿O es solo otro más que quiere utilizar a nuestro pueblo y erigirse en su caudillo? Los jefes de los clanes son fáciles de impresionar cuando se les habla de libertad y del odio a los ingleses. Y eso justamente le sucedió a nuestro padre. Sacrificó su vida en vano. Para salvar a un mentiroso que nos traicionará a todos.
– No debes decir esto, Duncan. Padre no lo habría querido.
– ¿Y qué importa eso? La carga que me ha dejado en herencia ya es bastante pesada sin la guerra contra Inglaterra. Ahora que padre ya no está con nosotros, yo soy el jefe del clan. Este castillo y sus tierras me pertenecen.
– Pero solo mientras te inclines ante la Corona inglesa -le recordó Gwynn-. Padre lo sabía, y estaba harto de plegarse a la voluntad de los ingleses y tener que adularles. Por eso siguió a Wallace. Lo hizo por nosotros, Duncan. Por ti y por mí. Por todos nosotros.
– Entonces era un loco -dijo Duncan con dureza.
– ¡Hermano! ¡No hables así!
– ¡Calla, mujer! Soy el nuevo señor del castillo de Ruthven y digo lo que me place. En el encuentro de los clanes manifestaré abiertamente que desconfío de Wallace. Utiliza a los clanes para hacerse con la corona; con nuestra sangre quiere conseguir el poder para sí mismo. Pero yo no le seguiré ciegamente como hizo nuestro padre. Solo Robert Bruce puede convertirse en rey. Es el único por cuyas venas fluye la sangre de los poderosos. Solo a él seguiré.
– Pero Wallace no reclama la corona para sí.
– Aún no. Pero con cada victoria que consigue, se hace más poderoso. Ya se dice que quiere avanzar hacia el sur, para atacar a los ingleses en su propia tierra. ¿Crees que un hombre que osa hacer algo así se contentará con el papel de un vasallo? No, Gwynn. Wallace aún hace como si quisiera ayudar a Robert en la defensa de sus derechos; pero pronto se quitará la piel de cordero, y aparecerá el lobo que se esconde debajo.
– ¿Por qué sientes tanto rencor contra Wallace, Duncan? ¿Porque padre confiaba en él? ¿Porque sacrificó su vida por ese hombre? ¿O porque en lo más profundo de tu ser no estás seguro de que se habría sacrificado también por ti, como hizo por él?
– ¡Calla! -bramó Duncan, y se apartó de ella como una fiera herida ante su cazador. Las lágrimas que había contenido con esfuerzo se desbordaron y cayeron incontenibles por sus mejillas-. No sé de qué hablas -afirmó-. Padre tomó su decisión, y yo tomo la mía. Y digo que William Wallace es un traidor ante el que debemos mantenernos en guardia. Me pondré del lado de Robert y haré todo lo que esté en mi mano para protegerle de Wallace.
– Pero si no existe ninguna enemistad entre ambos. Wallace está de parte de Robert.
– La cuestión es por cuánto tiempo, Gwynn -replicó su hermano, y un fulgor extraño brilló en sus ojos-. El mundo tal como lo conocíamos se está desvaneciendo. Se acerca una nueva era, Gwynn, ¿no lo sientes? Los aliados se convierten en traidores; los traidores, en aliados. Que Wallace alcance la victoria si puede, pero al final no será él quien lleve la corona, sino Robert Bruce. Empeñaré todas mis fuerzas en ello. Lo juro por la muerte de mi padre…
Medianoche.
La luna creciente brillaba alta en el cielo entre las peladas colinas, bañándolas con su luz pálida y fría. Ni un soplo de viento agitaba el aire, y los velos de niebla yacían como petrificados en las hondonadas.
La tierra estaba desolada y vacía. Ningún árbol elevaba sus ramas hacia el cielo oscuro, y solo una maleza rala crecía en las grises laderas. El suelo estaba surcado de grietas profundas, que cortaban la superficie del páramo y hacían que las colinas parecieran marcadas por llagas ulcerosas.
No parecía haber nada vivo en aquel lugar remoto. Y sin embargo, ellos se reunían allí desde hacía siglos, en ese lugar que albergaba fuerzas siniestras.
Las piedras estaban dispuestas en semicírculo, grandes sillares en otra época cuidadosamente tallados y ahora cubiertos de musgo. Mucho tiempo atrás habían formado un círculo completo: trece grandes piedras, cada una de cinco toneladas de peso. El recuerdo de cómo habían llegado allí y habían podido levantarse en aquel lugar se había perdido; pero el conocimiento de su poder se había preservado. Muchas de las piedras se habían derrumbado, y los grandes y macizos cairns yacían dispersos en torno al círculo mágico.
El lugar, sin embargo, había conservado su significado. Los tres siglos transcurridos desde la erección del círculo de piedras no habían podido minar los poderes que lo habitaban, y los adeptos que se entregaban a su culto aún seguían acudiendo allí.
La procesión que se aproximaba al círculo de piedras constituía una visión espeluznante. Figuras encapuchadas que caminaban de dos en dos, con las cabezas inclinadas, envueltas en largos mantos de tela oscura que parecían absorber la luz de la luna y flotaban en torno a ellos, amplios y ondulantes, mientras se acercaban al círculo murmurando para sí palabras en una lengua que el mundo había olvidado hacía mucho tiempo, sonidos de una época oscura y pagana. La luz del cambio de los tiempos las había barrido, y sin embargo, no habían sido totalmente olvidadas; corazones sombríos las habían conservado en la memoria y las habían preservado hasta el presente. Así, transmitiéndose de generación en generación, habían sobrevivido a los siglos; y con ellas, la antigua fe.
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