Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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Fuera reinaba la oscuridad, de donde irrumpieron inesperadamente las espantosas figuras montadas. Los cascos de sus poderosos corceles, con el pálido pelaje brillante de sudor y lanzando vapor por los hollares, atronaron mientras se lanzaban hacia los dos hombres. Los jinetes llevaban largas capas, que ondeaban en torno a ellos y les conferían un aspecto imponente y aterrador. En sus manos sostenían antorchas, y las llamas siseaban en la noche proyectando un trémulo resplandor sobre los rostros de sus portadores.

Quentin lanzó un grito estridente al observar sus caras negras, horriblemente deformadas, tras las que le miraban fijamente unos ojos fríos.

– ¡Máscaras! -le gritó su tío-. Solo son máscaras, Quentin. -Y como si quisiera confirmar sus palabras, el señor de Abbotsford accionó su mosquete.

El pedernal golpeó contra la cazoleta, y un destello deslumbrante llameó al extremo del cañón mientras resonaba un estampido. Casi al mismo tiempo uno de los jinetes levantó los brazos, dejó caer la antorcha y se sujetó el hombro con la mano. No cayó de la silla, pero era evidente que había sido alcanzado.

– Razona -murmuró Quentin para sí con voz temblorosa-. Utiliza la razón. Si es posible herir a los jinetes, eso significa que son seres de carne y hueso…

– ¡Fuera de aquí! -aulló sir Walter con todas sus fuerzas, mientras volvía a cargar el fusil prusiano-. ¡Largaos y dejad de envilecer mi país, malditos cobardes!

Los jinetes se precipitaron hacia ellos dando voces y agitando sus antorchas. Uno de ellos lanzó la llama por encima del muro del jardín, y dentro se elevó un vivo resplandor.

– ¡Muerte! -aulló con voz estentórea-. ¡Muerte y ruina para nuestros enemigos!

Quentin sintió que el corazón le saltaba en el pecho. Reconocía aquellos mantos y aquellos semblantes negros y sin contornos. Una figura como esas había estado frente a él en la biblioteca. No se había equivocado, ahora lo sabía. Estos enmascarados eran los responsables del incendio en la biblioteca, y eran también los que habían asesinado al pobre Jonathan y casi habían matado a lady Mary.

El joven enrojeció de ira, y con un valor y una determinación que nunca antes había experimentado, colocó el fusil en posición. Con la mano derecha apartó a un lado el capuchón protector, y acto seguido la metió en la bolsa de la munición y sacó uno de los delgados cartuchos de papel.

Quentin mordió el extremo con los dientes y lo escupió. Podía sentir en los labios el sabor amargo de la pólvora. Nerviosamente, vertió una pequeña porción de la carga en la cazoleta y abatió la placa. Luego introdujo en el interior del cañón el resto de la carga junto con la bala fijada a ella y las presionó con la baqueta.

Cuando el siguiente escuadrón de jinetes -Quentin contó a cinco bandidos enmascarados- salió de los matorrales, el sobrino de sir Walter estaba preparado. Apoyó la culata del arma contra su hombro, mientras los jinetes, lanzando gritos salvajes y agitando las antorchas, se lanzaban hacia él y su tío.

Sir Walter disparó de nuevo, pero esta vez su bala erró el blanco. Los jinetes rieron, y Quentin vio brillar en la mano de uno de los enmascarados un sable mellado, con el que se abalanzó contra su tío. En unos instantes lo alcanzaría, y el señor de Abbotsford no tenía tiempo para volver a cargar su arma.

Quentin cerró el ojo izquierdo, apuntó y apretó el gatillo.

La lluvia de chispas de la cazoleta inflamó la carga y envió la bala con un fuerte estampido. El retroceso del arma le hizo saltar hacia atrás y lo derribó. Mientras caía, Quentin pudo oír un grito estridente y el relincho aterrorizado de un caballo.

– ¡Tío! -gritó.

Se incorporó de un salto y miró hacia sir Walter.

Su tío estaba indemne. Se encontraba solo a unos pasos de Quentin y se apoyaba en su fusil. A sus pies yacía tendido uno de los enmascarados negros en una posición grotesca; el sable estaba clavado en el suelo a su lado.

– ¿Yo he…?-preguntó Quentin jadeando.

Sir Walter se limitó a asentir con la cabeza.

– Tú solo los has ahuyentado, muchacho. Al parecer se han ido, y eso es algo que debemos agradecer exclusivamente a tu magistral tiro.

– ¿Está…?

Quentin miró hacia la figura enmascarada que yacía inmóvil en el suelo.

– Tan muerto como un hombre pueda estarlo -confirmó sir Walter-. Que el Señor tenga compasión de su pobre alma. Pero tú, muchacho, has demostrado que…

De pronto, desde el bosque cercano, un rumor de hojas llegó hasta ellos. Entre crujidos de ramas rotas, una sombra oscura surgió precipitadamente de entre la maleza. Con un movimiento rápido, sir Walter se llevó al hombro el mosquete, que no había vuelto a disparar después del tiro maestro de Quentin.

– ¡Alto! -gritó con voz potente-. ¿Quién eres? ¡No te muevas si no quieres tener el mismo funesto final que tu compañero!

– ¡Por piedad, señor! ¡Por favor, no me dispare! -suplicó una voz familiar.

La voz pertenecía a Mortimer, el veterano mayordomo de Abbotsford.

– ¡Mortimer!

Estupefacto, sir Walter bajó el arma.

Jadeando, el mayordomo salió precipitadamente del bosque. Respiraba tan deprisa que apenas podía hablar.

– Por favor, sir -consiguió pronunciar con voz entrecortada-. No me castigue por mi incuria… Aposté a los criados tal como me indicó… les dije que se mantuvieran alerta… Pero eran demasiados atacantes y… los criados huyeron al ver esas caras horribles. -Los rasgos del viejo mayordomo reflejaban desesperación-. Eran demonios, sir -susurró-, se lo juro.

– Mi pobre Mortimer. -Sir Walter tendió su mosquete a Quentin y estrechó entre sus brazos al mayordomo, que aún llevaba escrito el horror en la cara-. Estoy seguro de que hiciste cuanto pudiste, pero puedes creerme si te digo que estos asesinos no eran demonios. Si así fuera, nuestro arrojado Quentin difícilmente habría podido alcanzarles con una bala de plomo.

Sir Walter señaló al bandido que yacía sin vida en el suelo, y el buen Mortimer pareció tranquilizarse un poco. El mayordomo se acercó con precaución al enmascarado y lo observó, lo empujó suavemente con el pie. El hombre ya no se movía.

– Debemos volver a la casa y tranquilizar a las mujeres -decidió sir Walter-. Luego montaremos guardia junto al portal. Si esos tipos deciden regresar esta noche, les prepararemos una buena bienvenida. Aunque creo que por el momento ya han tenido suficiente; al fin y al cabo, uno de ellos ha pagado el asalto con…

– ¡Sir! ¡Sir!

El grito venía de la casa. Lo había lanzado una de las sirvientas, que ahora estaba de pie en el umbral, con el rostro blanco como la cera.

– ¡Vengan, rápido! ¡En la habitación del desayuno…!

Sir Walter y su sobrino intercambiaron una mirada asustada y corrieron de vuelta a la casa. Aunque llevaba los dos mosquetes, Quentin fue más rápido que su tío, que tenía que luchar con su antiguo achaque. El joven lo dejó atrás y se precipitó al interior de la casa, cruzó el vestíbulo y avanzó por el corredor; al extremo de este pudo distinguir el temblor rojo anaranjado.

«¡Fuego!», pensó al instante, y siguió corriendo hacia la habitación del desayuno.

Al otro lado de la amplia ventana, en el lado opuesto del río, ardía un fuego deslumbrante que alguien había prendido en el banco de la orilla. Por un momento Quentin se sintió aliviado al ver que no era la casa la que estaba en llamas, pero luego vio a las figuras enmascaradas que cabalgaban en torno a la hoguera. Entre gritos estridentes, los jinetes agitaron sus antorchas en el aire y salieron al galope.

Quentin permaneció junto a la ventana y miró, asustado, hacia el fuego, que era al mismo tiempo un mensaje. Los bandidos habían vertido petróleo sobre la hierba, trazando un gran motivo de varios metros, que ahora iluminaba la noche con un fulgor cegador. Quentin lo reconoció enseguida.

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