Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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En el coche viajaban John Slocombe, el sheriff de Kelso, y un hombre moreno en cuya presencia Slocombe se sentía extremadamente incómodo.

El hombre era británico.

Aunque llevaba una levita civil, pantalones grises y botas de montar, en su apariencia había algo marcial. Llevaba el pelo corto, y tenía unos ojos de mirada penetrante y unos rasgos de expresión casi ascética. Su fina boca parecía cortada a cuchillo, y su porte revelaba claramente que estaba acostumbrado a dar órdenes.

Su nombre era Charles Dellard.

Inspector Dellard.

Dotado de amplios poderes, había viajado allí por encargo del gobierno para investigar los misteriosos acontecimientos ocurridos en la biblioteca de Kelso.

Slocombe apenas se atrevía a mirar a la cara a su acompañante. Con aire sumiso, el sheriff mantenía los ojos fijos en el suelo, y solo de vez en cuando, cuando creía que el otro no le observaba, se atrevía a dirigirle una mirada furtiva.

Los peores temores del sheriff se habían confirmado con creces. La ley que debía garantizar la paz más allá de la frontera exigía que, siempre que los sheriffs locales se sintieran superados en la realización de una tarea, requirieran el apoyo de las guarniciones militares. La idea de que un arrogante oficial inglés, que había sido trasladado al norte para hacer méritos, se dejara caer por allí y se hiciera cargo de su trabajo no había agradado en absoluto a Slocombe, que por eso había rogado a sir Walter que mantuviera el asunto en sus manos. Nunca era bueno reclamar la ayuda de los ingleses, porque demasiado a menudo ya era imposible deshacerse de ellos. Sin embargo, después del incendio de la biblioteca, que casi había costado la vida a su sobrino, no había habido forma de disuadir a Scott de que reclamara la ayuda de la guarnición. Y Slocombe, que de ese modo veía considerablemente reducido su margen de actuación, no había tenido más remedio que poner al mal tiempo buena cara. Scott parecía realmente obsesionado con la idea de que un asesino se paseaba por Kelso, y nada ni nadie iban a convencerle de lo contrario.

Slocombe había decidido entonces ejercer la menor resistencia y había permitido que la humillación recayera sobre él; pero, como había podido comprobarse, aquel caso había hecho más ruido del que él o cualquier otro que viviera en la zona fronteriza pudieran juzgar conveniente. Tal vez aquello estuviera relacionado con el hecho de que Scott era una celebridad, cuyas novelas se leían incluso en la corte real. En cualquier caso, se había informado a Londres del asunto, y pocos días después Dellard había aparecido en Kelso; un inspector del gobierno que había anunciado que tenía intención de resolver el caso sin dejar ningún cabo suelto. Le gustara o no, la realidad era que Slocombe había sido degradado al papel de ayudante, al que no le quedaba más que cooperar o perder un puesto bien remunerado en la administración local.

– Odio estos inacabables bosques y colinas -se quejó Dellard mientras echaba un vistazo por la ventana-. Se diría que en este agreste territorio la civilización ha florecido de forma tan parca como la cultura de sus habitantes. ¿Falta mucho para la residencia de Scott?

– Ya no está muy lejos, sir-se apresuró a responder Slocombe -. Abbotsford se encuentra junto al Tweed, no lejos de…

– Ya es suficiente. No he venido aquí para realizar estudios geográficos, sino para aclarar un caso de asesinato.

– Naturalmente, sir. Aunque, si me permite la objeción, aún no está demostrado que se trate de un asesinato.

– Será mejor que me deje a mí esta decisión.

– Naturalmente, sir.

El carruaje abandonó el bosque que bordeaba la orilla del río y se acercó a un portal erigido con piedra natural, cuyas verjas estaban abiertas de par en par. Carruaje y jinetes cruzaron la puerta y siguieron por la avenida hacia el imponente edificio que se levantaba a su extremo. La agrupación de muros, torres y almenas de piedra arenisca tallada recordaba a un castillo medieval.

– ¿Es esto? -preguntó Dellard.

– Sí, señor, esto es Abbotsford.

– Scott parece ser una persona que se interesa por el pasado.

– Es cierto. Muchos dicen que encarna el alma de Escocia.

– Eso me parece algo exagerado. En Londres me hablaron de este edificio y también del poco gusto con que mezcla diversos estilos. De todos modos, Scott parece tener dinero, lo que aquí, en el norte, no es demasiado corriente.

El cochero tiró de las riendas y el carruaje se detuvo. Con actitud solícita, Slocombe descendió y abatió el estribo para que bajara su superior, y Dellard le dejó hacer como si fuera algo perfectamente natural. Con la grave indolencia de los hombres acostumbrados al poder, bajó del coche y observó con aire despreciativo al mayordomo, que se acercaba con cara de sorpresa.

– Buenos días, sir -dijo el sirviente, un hombre de constitución robusta y manos toscas que sin duda sabía más de cuidar caballos que de tratar con visitas de alto rango. El hombre se inclinó indeciso-. ¿Qué le trae a esta casa, señor?

– Querría hablar con sir Walter -exigió Dellard en un tono que no admitía réplica-. Enseguida.

– Pero, señor… -El mayordomo le dirigió una mirada sorprendida-. No creo que su visita haya sido anunciada. Sir Walter es un hombre muy ocupado, que…

– ¿Demasiado ocupado para recibir a un alto comisionado del gobierno? -Dellard enarcó sus delgadas cejas-. Me sorprendería que fuera así.

– ¿A quién debo anunciar? -preguntó el empleado, amedrentado.

– Al inspector Charles Dellard, de Londres.

– Muy bien, sir. Si quiere hacer el favor de seguirme… -Y con un gesto desmañado, mostró al visitante el camino hacia la entrada.

Con una seña, Dellard ordenó a los miembros de su escolta -ocho jinetes que llevaban el uniforme rojo de los dragones británicos- que desmontaran y le esperaran. A Slocombe, en cambio, le indicó con un gesto que le siguiera al interior de la casa.

Los tres hombres entraron en el patio de la residencia a través de un portal enmarcado por rosales, y después de pasar junto al surtidor que ocupaba el centro del jardín, llegaron al vestíbulo de entrada. Desde allí, el mayordomo condujo a Dellard y a Slocombe al salón, una habitación caldeada por una chimenea en la que crepitaba el fuego y desde cuyas grandes ventanas se disfrutaba de un amplio panorama sobre el Tweed. Dellard miró alrededor con indisimulada curiosidad.

– Si los señores quieren hacer el favor de esperar -dijo el mayordomo, y se retiró. Se veía claramente que se sentía incómodo en presencia del inglés.

A John Slocombe le sucedía lo mismo. Si el sheriff hubiera tenido posibilidad de hacerlo, también se habría esfumado. Pero debía resignarse a su situación si quería conservar su trabajo. Además, estaba en manos de sir Walter enderezar la situación. Había sido Scott quien había insistido en dar aviso a la guarnición; de modo que sería él quien tendría que arreglárselas para deshacerse de nuevo de los ingleses.

No tardaron en oírse pasos en la habitación contigua. La puerta se abrió y sir Walter entró en la sala, vestido, como siempre, con una sencilla chaqueta. Como ocurría con frecuencia, sus ojeras revelaban que en las últimas noches había dormido poco.

Su sobrino Quentin le acompañaba, lo que contribuyó a empeorar el humor de Slocombe, que no podía soportar a aquel joven desgarbado de cara pálida. A sus ojos, él era el culpable del incendio de la biblioteca y solo había inventado aquella historia del visitante siniestro para eludir su responsabilidad. Y ahora todos tenían que cargar con la guarnición.

– ¿Sir Walter, supongo? -preguntó el inspector Dellard, sin dar oportunidad a presentarse al señor de la casa. Sus formas directas revelaban su origen militar.

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