Pero sir Walter se encontraba de maravilla. Haber descubierto de improviso de qué conocía el signo le llenaba, al contrario, de euforia. A través del estrecho corredor, se dirigió apresuradamente hacia el vestíbulo, y allí concentró su atención en el entablado de madera de roble, que examinó con mirada atenta.
– ¿Tío? -preguntó Quentin indeciso.
– No te preocupes, muchacho, estoy bien -le aseguró sir Walter, mientras recorría con la vista las planchas, esmeradamente trabajadas y adornadas con tallas, que tenían una antigüedad de varios siglos. Su examen se concentraba sobre todo en los bordes que quedaban apartados de las miradas de un observador ocasional.
Quentin permaneció allí inmóvil, con la boca abierta. Si hubiera sabido qué estaba buscando su tío, le habría ayudado gustosamente; pero así lo único que podía hacer era mirar, desconcertado, cómo sir Walter revisaba cada una de las planchas del entablado y pasaba el dedo por los bordes levantando un polvo gris.
– Tendré que indicar a los criados que sometan esta parte del edificio a una limpieza a fondo -dijo sir Walter tosiendo-. ¿Sabes de dónde proceden estas planchas, muchacho?
– No, tío.
– Proceden de la abadía de Dunfermline -explicó sir Walter, mientras seguía buscando impertérrito-. Cuando, hace cuatro años, se empezó a levantar de nuevo el ala este, eliminaron algunos elementos de la antigua construcción, entre ellos estos maravillosos trabajos, que yo adquirí e hice traer a Abbotsford.
– Dunfermline -repitió Quentin pensativo-. ¿No es la iglesia en que se encontró la tumba de Robert I Bruce?
Scott interrumpió su búsqueda un instante para sonreír aprobadoramente a su sobrino.
– Exacto. Me alegra, Quentin, que las lecciones de historia que te doy no sean del todo inútiles.
– La tumba fue descubierta casualmente hace cuatro años en el curso de los trabajos de construcción -dijo Quentin, poniendo a prueba sus conocimientos-. Hasta entonces no se sabía dónde se encontraba la tumba del rey Robert.
– También esto es correcto, muchacho. -Sir Walter se inclinó para examinar el remate de una nueva plancha de madera-. Pero posiblemente no fue una casualidad que se encontrara la tumba del rey Robert. No son pocos los que afirman que la historia siempre entrega sus secretos cuando el tiempo está maduro para ello… ¡Ajá!
Quentin dio un respingo al oír el grito de triunfo de su tío. -¿Qué ocurre?
– Ven aquí, muchacho -le pidió Scott-. Trae una vela. Y si es posible -añadió con una ligera sonrisa-, esta vez no la dejes caer, ¿de acuerdo?
Quentin corrió hasta uno de los candelabros que se encontraban repartidos por el perímetro del vestíbulo, cogió una vela y volvió a toda prisa junto a su tío, cuyo rostro reflejaba una alegría juvenil.
– Ilumina allí -indicó a su sobrino, y Quentin sostuvo la vela de modo que la luz cayera sobre el borde del entablado.
En ese momento también él lo vio. Era el signo de la biblioteca.
Quentin tomó aire, emocionado, y estuvo a punto de dejar caer la vela, lo que le valió una mirada reprobadora de sir Walter.
– ¿Qué significa esto, tío? -preguntó intrigado el joven, cuyo rostro tenía ahora cierta similitud con un tomate maduro.
– Esto es una runa -explicó sir Walter satisfecho.
– ¿Una runa? ¿Quieres decir un signo de escritura pagano?
Sir Walter asintió con la cabeza.
– Aunque en la Edad Media los caracteres de escritura cristianos estaban ampliamente difundidos, los símbolos paganos perduraron hasta bien avanzado el siglo XIV, sobre todo entre aquellos que concedían gran valor a las antiguas tradiciones. En dicho proceso a menudo perdieron su significado original; esta, por ejemplo, fue utilizada como emblema por un artesano.
– Comprendo -dijo Quentin, en un tono en el que podía adivinarse la decepción-. ¿Y tú crees que lo que vi en la biblioteca era solo el emblema de un artesano? Entonces supongo que mi descubrimiento no es tan excitante como pensaba.
– De ningún modo, mi querido sobrino, y por dos razones. En primer lugar, porque la galería del archivo de Kelso se erigió hace apenas cien años, mientras que este entablado es considerablemente más antiguo; de manera que difícilmente puede tratarse del mismo artesano.
– ¿Tal vez de un descendiente suyo? -preguntó Quentin prudentemente.
– Se trataría de una casualidad sorprendente. Igual que debería ser también una casualidad que, justo en el estante que encontraste marcado con este signo, faltara uno de los infolios. Y que ese desconocido encapuchado apareciera precisamente en el instante en que hacías tu descubrimiento. Tantas casualidades simultáneamente, querido muchacho, son altamente improbables. Si escribiera algo así en una de mis novelas, la gente nunca me creería.
– Entonces ¿he descubierto de verdad algo importante?
– Eso vamos a averiguar -dijo sir Walter, y le dio unas palmaditas de ánimo antes de volver a ponerse en movimiento, esta vez en dirección a la biblioteca-. En cualquier caso, ahora sabemos que tu signo es una vieja runa, de modo que debería ser posible descubrir qué significa.
Quentin encajó de nuevo la vela en el candelabro y siguió a su tío a la biblioteca, que se encontraba junto al despacho, en el ala este del edificio. Allí se almacenaban más de nueve mil volúmenes, muchos de ellos originales, que Scott había adquirido de viejas colecciones. Bajo un techo imponente, decorado con suntuosas tallas, un atril cuadrado y varios sillones que invitaban a la lectura ocupaban el centro de la sala, rodeados por pesadas estanterías de roble repletas de volúmenes encuadernados en cuero.
Desde los clásicos de la Antigüedad, pasando por los escritos de los filósofos, hasta los tratados históricos y geográficos, la biblioteca de Abbotsford abarcaba todos los campos en los que, en opinión de Scott, un gentleman debía ser experto. Además, se encontraban allí libros de escritores extranjeros, como los alemanes Goethe y Bürger, que Scott había traducido a su lengua en sus años de juventud, así como colecciones de baladas y cuentos escoceses que había recogido de todas partes.
La biblioteca de Abbotsford no podía compararse con el inmenso tesoro de conocimientos que se almacenaba en Kelso; sin embargo, mientras que los fondos de Dryburgh habían sido solo un archivo en el que la sabiduría de los siglos pasados dormitaba sin provecho, la biblioteca de sir Walter era un lugar de intercambio espiritual y de inspiración, y no pocos de los volúmenes encuadernados estaban desgastados por las frecuentes lecturas.
A pesar de que Quentin, en todos los meses que llevaba en casa de su tío, aún no había conseguido descubrir el sistema con el que estaban ordenados aquellos miles de libros, sir Walter no tenía ninguna dificultad en orientarse. Con paso decidido se dirigió hacia una de las estanterías, cogió, después de una breve búsqueda, un volumen con letras doradas, lo sacó y lo colocó sobre el atril en el centro de la habitación.
– Luz, muchacho, más luz -pidió a Quentin, que se apresuró a encender los candelabros, pues la chimenea no alcanzaba a iluminar la amplia habitación.
Scott esperó con visible impaciencia a que su sobrino encendiera las velas y el espacio se fuera iluminando poco a poco con cada nueva llama.
Por fin la luz de las velas alcanzó la intensidad suficiente para permitir la lectura. Sir Walter abrió el libro y con un gesto llamó a su lado a Quentin, que constató sorprendido que la obra era un tratado sobre las runas.
– En este volumen se han recopilado muchos de los signos antiguos -explicó sir Walter-. Debes saber, muchacho, que no existía una escritura rúnica unitaria. Su significado variaba de una región a otra. Algunos signos tenían un significado que solo unos pocos iniciados conocían, y había otros que…
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