Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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– Así es -confirmó sir Walter, y se acercó con aire escéptico-. ¿Y con quién tengo el honor de hablar?

Dellard se inclinó rígidamente.

– Charles Dellard, inspector comisionado por el gobierno -se presentó-. Me han enviado para investigar los acontecimientos de la biblioteca de Kelso.

Sir Walter y su sobrino intercambiaron una mirada asombrada.

– Tengo que reconocer -dijo el señor de Abbotsford- que me siento tan sorprendido como halagado. Por una parte, no me habría atrevido a esperar que enviaran a un inspector del gobierno para investigar el caso. Y por otra, no me habían informado de su llegada.

– Le pido perdón por ello; pero, por desgracia, no hubo tiempo de ponerle en conocimiento de mi llegada -replicó Dellard. El tono exigente y arrogante había desaparecido de su voz, que ahora reflejaba un celo obsequioso-. Si queremos averiguar lo que ocurrió en Kelso, no tenemos tiempo que perder.

– Naturalmente coincidimos en ello -asintió sir Walter-. ¿Puedo presentarle a mi sobrino, inspector? Es un testigo ocular. El único que vio al encapuchado.

– He leído el informe -replicó Dellard, y esbozó de nuevo una reverencia-. Es usted un joven extremadamente valeroso, señor Quentin.

– Gra… gracias, inspector-replicó Quentin, sonrojándose-; pero me temo que no merezco sus elogios. Cuando vi al encapuchado, escapé y me desvanecí.

– A cada uno según sus capacidades -replicó Dellard con una sonrisa de suficiencia-. Con todo, es usted mi testigo más importante. Debe contarme todo lo que vio. Cualquier detalle, por pequeño que sea, puede ayudar a atrapar al criminal.

– ¿De manera que también usted considera que se trata de un asesinato?

– Solo un idiota ciego con las aptitudes criminalísticas de un buey podría negarlo seriamente -dijo el inspector, dirigiendo una mirada reprobadora a Slocombe.

– Pero, sir -se defendió el sheriff, que se había sonrojado de vergüenza-, aparte de la declaración del joven señor, no tenemos ningún dato en el que apoyarnos para afirmar que existe un criminal.

– Esto no es del todo cierto -replicó sir Walter-. Olvida las fibras de tejido que se encontraron junto al cadáver de Jonathan.

– Pero ¿y el motivo? -preguntó Slocombe-. ¿Cuál podría ser el motivo del criminal? ¿Por qué alguien tendría que irrumpir en la biblioteca de Dryburgh y asesinar a un estudiante indefenso? ¿Y por qué ese alguien, a continuación, iba a quemar todo el edificio?

– ¿Tal vez para borrar las huellas?

Aunque Quentin había hablado en voz baja, todas las miradas se volvieron ahora hacia él.

– ¿Sí, joven señor? -preguntó Dellard, dirigiéndole una mirada escrutadora-. ¿Tiene usted alguna sospecha?

– Bien…, yo… -El sobrino de sir Walter carraspeó. No estaba acostumbrado a hablar ante tantas personas, y menos aún cuando entre ellas se encontraban representantes de la ley-. Quiero decir que yo no entiendo demasiado de estas cosas -continuó-, pero poco antes de que apareciera ese encapuchado, descubrí algo en la biblioteca. Una especie de signo.

– ¿Un signo? -Dellard alzó las cejas.

– Tenía un aspecto muy extraño, y estaba grabado en una de las tablas del suelo. Cuando examiné con más atención la estantería que tenía encima, vi que faltaba un libro. Posiblemente fue robado.

– ¿Y usted cree que alguien se arriesgaría a cometer dos asesinatos solo para llevarse un libro antiguo? -preguntó mordazmente Slocombe.

– Bien, yo…

– Me temo que esta vez tengo que dar la razón a nuestro despierto sheriff -dijo Dellard con una sonrisa de disculpa-. No me parece que un signo misterioso y un libro desaparecido puedan constituir base suficiente para la comisión de un asesinato, y menos aún para dos.

– Con todos los respetos -replicó sir Walter sacudiendo la cabeza-, eso es todo lo que tenemos.

– Es posible. Pero parto de la base de que con una investigación más atenta del caso surgirán otros indicios. Difícilmente los acontecimientos de la biblioteca pueden estar relacionados con un libro desaparecido.

– ¿Qué le hace estar tan seguro de ello?

Dellard dudó un segundo, y luego la sonrisa de suficiencia volvió a dibujarse en sus labios.

– Se lo ruego, sir Walter. Sé que es usted un hombre que se gana la vida escribiendo historias, y siento el mayor respeto por su arte. Pero le pediría que comprenda también que en mis indagaciones solo puedo atenerme a los hechos.

– Lo comprendo perfectamente. Pero ¿no debería seguir primero las pistas que tiene, inspector, antes de buscar otras?

– Desde luego, sir. Pero este asunto no guarda relación con un libro desaparecido, puede creerme.

– ¿Ah no? -Los ojos de sir Walter se habían reducido a dos finas rendijas-. ¿Con qué está relacionado, pues, inspector? ¿Nos está ocultando algo con respecto a este caso?

– ¿Cómo puede pensar algo así, sir? -replicó Dellard con un gesto de rechazo-. No olvide, por favor, que fui enviado aquí a instancia suya. Naturalmente, en todo momento le mantendré al corriente del estado de las investigaciones; pero mi experiencia en el campo de la criminalística me dice que no tenemos que enfrentarnos a libros desaparecidos ni enredos de este estilo, sino que el criminal o criminales persiguen otros objetivos.

– Comprendo -se limitó a decir sir Walter. La rigidez de sus rasgos no dejaba ver si prestaba crédito o no a las palabras de Dellard; aunque el inspector creyó adivinar un rastro de duda en el rostro del escritor.

– En cualquier caso -dijo-, haré todo lo que esté en mi mano para esclarecer el asunto y me ocuparé de que en este territorio vuelvan a reinar la paz y el orden. La muerte de su estudiante no quedará impune, sir Walter, se lo prometo.

– Gracias, inspector. Mi sobrino y yo valoramos mucho sus esfuerzos.

– A su disposición. -Dellard se inclinó-. Volveré a pasar en los próximos días para ponerle al corriente del desarrollo de las investigaciones. Posiblemente -añadió en tono prometedor- podamos esclarecer el caso en el plazo de unos días.

– Eso sería muy tranquilizador -aseguró sir Walter, y Dellard y Slocombe se volvieron para salir.

Mortimer, el mayordomo, condujo a los dos hombres hasta el portal, donde esperaban el carruaje y la escolta armada. Con un movimiento de la mano, Dellard ordenó a sus hombres que montaran y luego subió al coche.

Durante el viaje, que les llevaba de vuelta a Kelso siguiendo la orilla del Tweed, el inspector no dijo una palabra. A Slocombe, sentado frente a él en el carruaje, el silencio se le hacía insoportable; finalmente no pudo contenerse y preguntó en voz baja.

– ¿Sir?

– ¿Qué ocurre?

– Cuando Scott le preguntó si se callaba algo, dudó usted un instante…

Dellard dirigió al sheriff una mirada asesina.

– ¿Qué quiere decir con eso, sheriff? ¿Me acusa de mentir? ¿Cree que he ocultado algo a sir Walter?

– Claro que no, sir. Solo pensaba que…

– Tiene razón en sus suposiciones -reconoció Dellard de pronto-. De todos modos me intranquiliza que incluso un inocentón como usted pueda descubrir mi juego con tanta facilidad.

– ¿Cómo dice, sir?

Los rasgos de Slocombe reflejaban un total desconcierto. La insolencia de Dellard desbordaba por completo su capacidad de comprensión.

– Efectivamente he ocultado algo a Scott -explicó Dellard en tono desabrido-; pero no con malas intenciones, sino para protegerles a él y a su sobrino.

– ¿Protegerles? ¿De qué, sir?

El inspector le dirigió una mirada larga y escrutadora.

– Si se lo digo, sheriff, no deberá comentárselo a nadie. Este asunto es extremadamente delicado. Incluso en Londres se habla de ello a hurtadillas.

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