– Así es -confirmó sir Walter, y se acercó con aire escéptico-. ¿Y con quién tengo el honor de hablar?
Dellard se inclinó rígidamente.
– Charles Dellard, inspector comisionado por el gobierno -se presentó-. Me han enviado para investigar los acontecimientos de la biblioteca de Kelso.
Sir Walter y su sobrino intercambiaron una mirada asombrada.
– Tengo que reconocer -dijo el señor de Abbotsford- que me siento tan sorprendido como halagado. Por una parte, no me habría atrevido a esperar que enviaran a un inspector del gobierno para investigar el caso. Y por otra, no me habían informado de su llegada.
– Le pido perdón por ello; pero, por desgracia, no hubo tiempo de ponerle en conocimiento de mi llegada -replicó Dellard. El tono exigente y arrogante había desaparecido de su voz, que ahora reflejaba un celo obsequioso-. Si queremos averiguar lo que ocurrió en Kelso, no tenemos tiempo que perder.
– Naturalmente coincidimos en ello -asintió sir Walter-. ¿Puedo presentarle a mi sobrino, inspector? Es un testigo ocular. El único que vio al encapuchado.
– He leído el informe -replicó Dellard, y esbozó de nuevo una reverencia-. Es usted un joven extremadamente valeroso, señor Quentin.
– Gra… gracias, inspector-replicó Quentin, sonrojándose-; pero me temo que no merezco sus elogios. Cuando vi al encapuchado, escapé y me desvanecí.
– A cada uno según sus capacidades -replicó Dellard con una sonrisa de suficiencia-. Con todo, es usted mi testigo más importante. Debe contarme todo lo que vio. Cualquier detalle, por pequeño que sea, puede ayudar a atrapar al criminal.
– ¿De manera que también usted considera que se trata de un asesinato?
– Solo un idiota ciego con las aptitudes criminalísticas de un buey podría negarlo seriamente -dijo el inspector, dirigiendo una mirada reprobadora a Slocombe.
– Pero, sir -se defendió el sheriff, que se había sonrojado de vergüenza-, aparte de la declaración del joven señor, no tenemos ningún dato en el que apoyarnos para afirmar que existe un criminal.
– Esto no es del todo cierto -replicó sir Walter-. Olvida las fibras de tejido que se encontraron junto al cadáver de Jonathan.
– Pero ¿y el motivo? -preguntó Slocombe-. ¿Cuál podría ser el motivo del criminal? ¿Por qué alguien tendría que irrumpir en la biblioteca de Dryburgh y asesinar a un estudiante indefenso? ¿Y por qué ese alguien, a continuación, iba a quemar todo el edificio?
– ¿Tal vez para borrar las huellas?
Aunque Quentin había hablado en voz baja, todas las miradas se volvieron ahora hacia él.
– ¿Sí, joven señor? -preguntó Dellard, dirigiéndole una mirada escrutadora-. ¿Tiene usted alguna sospecha?
– Bien…, yo… -El sobrino de sir Walter carraspeó. No estaba acostumbrado a hablar ante tantas personas, y menos aún cuando entre ellas se encontraban representantes de la ley-. Quiero decir que yo no entiendo demasiado de estas cosas -continuó-, pero poco antes de que apareciera ese encapuchado, descubrí algo en la biblioteca. Una especie de signo.
– ¿Un signo? -Dellard alzó las cejas.
– Tenía un aspecto muy extraño, y estaba grabado en una de las tablas del suelo. Cuando examiné con más atención la estantería que tenía encima, vi que faltaba un libro. Posiblemente fue robado.
– ¿Y usted cree que alguien se arriesgaría a cometer dos asesinatos solo para llevarse un libro antiguo? -preguntó mordazmente Slocombe.
– Bien, yo…
– Me temo que esta vez tengo que dar la razón a nuestro despierto sheriff -dijo Dellard con una sonrisa de disculpa-. No me parece que un signo misterioso y un libro desaparecido puedan constituir base suficiente para la comisión de un asesinato, y menos aún para dos.
– Con todos los respetos -replicó sir Walter sacudiendo la cabeza-, eso es todo lo que tenemos.
– Es posible. Pero parto de la base de que con una investigación más atenta del caso surgirán otros indicios. Difícilmente los acontecimientos de la biblioteca pueden estar relacionados con un libro desaparecido.
– ¿Qué le hace estar tan seguro de ello?
Dellard dudó un segundo, y luego la sonrisa de suficiencia volvió a dibujarse en sus labios.
– Se lo ruego, sir Walter. Sé que es usted un hombre que se gana la vida escribiendo historias, y siento el mayor respeto por su arte. Pero le pediría que comprenda también que en mis indagaciones solo puedo atenerme a los hechos.
– Lo comprendo perfectamente. Pero ¿no debería seguir primero las pistas que tiene, inspector, antes de buscar otras?
– Desde luego, sir. Pero este asunto no guarda relación con un libro desaparecido, puede creerme.
– ¿Ah no? -Los ojos de sir Walter se habían reducido a dos finas rendijas-. ¿Con qué está relacionado, pues, inspector? ¿Nos está ocultando algo con respecto a este caso?
– ¿Cómo puede pensar algo así, sir? -replicó Dellard con un gesto de rechazo-. No olvide, por favor, que fui enviado aquí a instancia suya. Naturalmente, en todo momento le mantendré al corriente del estado de las investigaciones; pero mi experiencia en el campo de la criminalística me dice que no tenemos que enfrentarnos a libros desaparecidos ni enredos de este estilo, sino que el criminal o criminales persiguen otros objetivos.
– Comprendo -se limitó a decir sir Walter. La rigidez de sus rasgos no dejaba ver si prestaba crédito o no a las palabras de Dellard; aunque el inspector creyó adivinar un rastro de duda en el rostro del escritor.
– En cualquier caso -dijo-, haré todo lo que esté en mi mano para esclarecer el asunto y me ocuparé de que en este territorio vuelvan a reinar la paz y el orden. La muerte de su estudiante no quedará impune, sir Walter, se lo prometo.
– Gracias, inspector. Mi sobrino y yo valoramos mucho sus esfuerzos.
– A su disposición. -Dellard se inclinó-. Volveré a pasar en los próximos días para ponerle al corriente del desarrollo de las investigaciones. Posiblemente -añadió en tono prometedor- podamos esclarecer el caso en el plazo de unos días.
– Eso sería muy tranquilizador -aseguró sir Walter, y Dellard y Slocombe se volvieron para salir.
Mortimer, el mayordomo, condujo a los dos hombres hasta el portal, donde esperaban el carruaje y la escolta armada. Con un movimiento de la mano, Dellard ordenó a sus hombres que montaran y luego subió al coche.
Durante el viaje, que les llevaba de vuelta a Kelso siguiendo la orilla del Tweed, el inspector no dijo una palabra. A Slocombe, sentado frente a él en el carruaje, el silencio se le hacía insoportable; finalmente no pudo contenerse y preguntó en voz baja.
– ¿Sir?
– ¿Qué ocurre?
– Cuando Scott le preguntó si se callaba algo, dudó usted un instante…
Dellard dirigió al sheriff una mirada asesina.
– ¿Qué quiere decir con eso, sheriff? ¿Me acusa de mentir? ¿Cree que he ocultado algo a sir Walter?
– Claro que no, sir. Solo pensaba que…
– Tiene razón en sus suposiciones -reconoció Dellard de pronto-. De todos modos me intranquiliza que incluso un inocentón como usted pueda descubrir mi juego con tanta facilidad.
– ¿Cómo dice, sir?
Los rasgos de Slocombe reflejaban un total desconcierto. La insolencia de Dellard desbordaba por completo su capacidad de comprensión.
– Efectivamente he ocultado algo a Scott -explicó Dellard en tono desabrido-; pero no con malas intenciones, sino para protegerles a él y a su sobrino.
– ¿Protegerles? ¿De qué, sir?
El inspector le dirigió una mirada larga y escrutadora.
– Si se lo digo, sheriff, no deberá comentárselo a nadie. Este asunto es extremadamente delicado. Incluso en Londres se habla de ello a hurtadillas.
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