Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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Sir Walter había hecho ya tanto por él…, y ahora tenía la oportunidad de demostrarle su gratitud. Quentin estaba seguro de que su tío no volvería a encontrar la paz hasta que las circunstancias de la muerte de Jonathan hubieran quedado completamente aclaradas. Y si él podía contribuir en algo, quería hacerlo, por desagradables que fueran las circunstancias.

El joven evitó mirar alrededor, hacia la biblioteca iluminada por la luz crepuscular de las velas. Aunque sus capacidades literarias dejaban bastante que desear, Quentin disponía de una fantasía desbordada que le hacía ver por todas partes, en los pasillos y en los rincones oscuros que se abrían entre las estanterías, formas espectrales: los mismos fantasmas que todos los niños creen ver en las noches oscuras y de los que Quentin en realidad nunca había llegado a deshacerse.

Recordó que su tío le había preguntado una vez, divertido, si creía en los fantasmas. Naturalmente que no, había negado Quentin, que al fin y al cabo no quería quedar en ridículo ante él. Pero en el fondo sabía que había mentido. El joven estaba convencido de que había cosas entre la tierra y el cielo que no podían explicarse racionalmente, y una sala desierta e insuficientemente iluminada, repleta hasta el techo de escritos y libros antiquísimos, constituía un entorno de lo más apropiado para dar alas a esta creencia.

– Tengo que concentrarme -dijo Quentin, rememorando el lema que le había inculcado su tío-: El entendimiento aporta a la oscuridad una luz más clara que la de cualquier fuego.

No sonaba muy convincente, pero le tranquilizó oír su propia voz. Con ánimo resuelto cogió la palmatoria y el material de escritura y volvió arriba para continuar su trabajo.

Parte de los libros del archivo ya había sido catalogada por los monjes. Eso significaba que los libros estaban provistos de signaturas sucesivas que señalaban el orden en que estaban dispuestos en las estanterías. Si habían sacado un libro de allí, sería muy fácil descubrirlo: era imposible que el ladrón hubiera podido cambiar las restantes signaturas. De todos modos, teniendo en cuenta el abrumador número de volúmenes que se almacenaban en el archivo de Dryburgh, la tarea de revisar todas las signaturas y comprobar que no faltaba ninguna era un trabajo hercúleo. Y si el ladrón no había sido tan tonto para llevarse un ejemplar registrado y había sustraído uno de la zona no catalogada de la biblioteca, nunca conseguirían encontrar su pista.

A la luz oscilante de la vela, Quentin pasó revista a la siguiente estantería. Las signaturas incluían varias cifras romanas y caracteres que no eran fáciles de distinguir. Seguirlos requería la máxima concentración, de modo que el joven se olvidó casi por completo de su lúgubre entorno.

Una tabla que sobresalía, deformada por la humedad, lo devolvió súbitamente a la realidad.

La punta de su bota se enganchó en el resalte, haciéndole perder el equilibrio. Quentin se inclinó hacia delante, y antes de que pudiera reaccionar y sujetarse a algún sitio, cayó de bruces contra el suelo y aterrizó con un crujido sordo sobre las viejas tablas, que gimieron de un modo inquietante bajo su peso.

Instintivamente, Quentin había soltado la palmatoria, que al golpear contra el suelo se partió en dos. Separada de su soporte, la vela aún encendida rodó por el entarimado, que en ese lugar descendía ligeramente. Con los ojos dilatados por el espanto, Quentin vio cómo se alejaba girando.

– ¡No! -exclamó como si quisiera reprender a la desconsiderada vela, y se lanzó, reptando, en su persecución.

Mientras corría a cuatro patas tras ella, se sintió dominado por el pánico. Si el fuego prendía en uno de los estantes, las llamas se extenderían en cuestión de segundos. El pergamino tratado con aceite ardería como yesca, igual que el viejo papel, con una antigüedad de siglos. De todas las torpezas y negligencias que había cometido en su vida, aquella sería con diferencia la más terrible.

– No -gimió al ver que la vela rodaba bajo una de las estanterías.

El joven se dejó caer sobre el vientre y reptó desesperado por el suelo. El polvo que se levantó le escoció los ojos y le hizo toser. Impulsado por el pánico, continuó la extraña persecución, hasta que constató, aliviado, que la vela se había detenido bajo el estante.

Se estiró y trató de alcanzarla, pero sus brazos eran demasiado cortos. En un arranque de ingenio cogió la pluma, que aún sostenía en la otra mano, y con su ayuda acercó la vela.

Ignorante del terror que había desencadenado, el cabo de cera rodó por el suelo e iluminó las tablas.

En ese instante Quentin lo vio.

A la luz fugitiva de la llama, se vio solo durante un brevísimo instante, pero despertó la atención de Quentin, que rápidamente hizo rodar de nuevo la vela hacia atrás.

No se había equivocado. En la tabla, bajo el estante, se distinguía un signo, un emblema que alguien había tallado en la madera blanda.

Intrigado, Quentin se inclinó hacia delante y metió la cabeza tanto como pudo entre el suelo y el estante.

El signo era más o menos del tamaño de su palma y parecía un sello, con la diferencia de que no podía distinguirse en él ninguna letra. Estaba formado solo por dos elementos: uno curvado, que parecía una media luna, y otro recto, que la atravesaba.

Aunque Quentin nunca había visto aquel signo, había algo en él que le resultaba extrañamente familiar, y que al mismo tiempo le atemorizaba. ¿Qué podía significar aquello? ¿Por qué habían hecho una incisión en la madera precisamente en aquel lugar?

«Tal vez para marcar algo», se respondió el sobrino de sir Walter a sí mismo. Con gesto decidido, asió la vela y la sacó de debajo del estante. Como el candelero estaba roto, tenía que sujetarla directamente con las manos, de modo que la cera goteaba sobre sus dedos. Pero Quentin no se preocupó por eso. Su pulso se había acelerado; la emoción era aún mayor ahora que intuía que podía haber descubierto algo realmente importante. Posiblemente su torpeza le había prestado un buen servicio en aquella ocasión. Tal vez fuera el primero que había descubierto el símbolo…

Lentamente se incorporó y, a la luz de la vela, examinó la estantería bajo la que había descubierto el signo. El resplandor de la llama no llegaba muy lejos; tuvo que buscar hilera tras hilera, subiendo cada vez más.

De pronto se detuvo. Faltaba un volumen.

En medio de una hilera de infolios que no llevaban ninguna identificación, se abría un hueco de un palmo de ancho aproximadamente.

– Aquí está -susurró Quentin, y el tono conspirativo con que había pronunciado estas palabras hizo que el pelo se le erizara en la nuca-. Lo he encontrado.

De modo que su tío tenía razón. Un ladrón había entrado, efectivamente, en la biblioteca, y él, Quentin, había encontrado la prueba de ello. Su pecho se hinchó de orgullo y sintió deseos de proclamar a gritos su euforia.

Entonces, de pronto, oyó un ruido siniestro.

Unas pisadas suaves, palpitantes, subían por la escalera de la galería. Las tablas gemían bajo su peso.

Por un momento, Quentin se quedó paralizado de terror, y su antigua pusilanimidad se impuso de nuevo. Luego, sin embargo, hizo un esfuerzo por controlarse. Tenía que dejar de creer en fantasmas; de otro modo nunca conseguiría ganarse el respeto de su tío y de su familia.

– ¿Quién va? -preguntó en voz alta, intentando que su voz sonara firme y segura.

No recibió respuesta.

– ¿Tío, eres tú? ¿O es usted, abad Andrew?

De nuevo reinaba un silencio helado en la biblioteca; también los pasos habían dejado de oírse.

Quentin se humedeció los labios. Se había propuesto firmemente dejar de creer en fantasmas, pero ¿por qué el visitante nocturno no respondía cuando le interpelaban? El recuerdo de lo que le había sucedido al pobre Jonathan volvió a su memoria, y el miedo le oprimió el pecho como un anillo de hierro, dejándole sin aire.

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