Michael Peinkofer - La llama de Alejandría

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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– ¿Y bien? -preguntó du Gard esperanzado-. ¿Considera que los caracoles son comestibles?

La sonrisa irónica de Sarah se amplió ligeramente al proferir las siguientes palabras:

– Si sirven para sobrevivir…

Por un momento consiguieron mantenerse serios, luego estallaron en sonoras risas que atrajeron la atención de los demás comensales y también del maítre, quien les dedicó una mirada reprobatoria.

– Deberíamos comportarnos -advirtió Sarah-. No creo que nuestra conducta sea adecuada en un sitio como este.

– Oh, vamos, no sea así. -Du Gard hizo un gesto de desaprobación con la mano antes de coger otro caracol con las pinzas-. No debería preocuparse tanto de lo que piensen o digan los demás. Al fin y al cabo, no estamos en Londres, sino en París, la ciudad de la libertad.

– Cierto -se limitó a decir Sarah.

– Las razas, las religiones, los sexos, las clases sociales -prosiguió Du Gard-, todas esas diferencias solo existen en nuestras mentes. Son producto de la imaginación, nada más.

– Pero son muy reales.

– Solo porque las personas las hacen realidad. Esa es una diferencia, n 'est-ce pas?

Sarah observó perpleja a su interlocutor. Du Gard decía lo que ella pensaba: el hombre al que veinticuatro horas antes le habría gustado ver en el fondo del mar no se cansaba de sorprenderla.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el francés, aún masticando.

– Nada -respondió Sarah meneando la cabeza-. Tan solo constato que usted no es como yo creía.

– ¿En serio? -Du Gard parecía divertirse mientras se limpiaba las manos con la servilleta y procedía a seguir meticulosamente con su trabajo-. Y, si me permite la pregunta, ¿cómo creía que era?

– Distinto -se sinceró Sarah-. Esclavo de las apariencias y superficial. Y, si he de serle franca, también lo consideraba un cobarde.

– ¿A mí? ¿A Maurice du Gard? -exclamó riendo.

– ¿Qué le parece tan divertido?

– 'En primer lugar, ma chere , mi oficio consiste en ver más allá de las fachadas que las personas levantan a su alrededor; aunque solo sea por eso, la superficialidad es un lujo que no puedo permitirme.

– ¿Y en segundo lugar? -preguntó Sarah.

– No se puede llamar cobarde a alguien que se dedica a buscar la verdad, lo haga como lo haga. Usted debería saberlo de sobra. Piense en su padre.

Sus miradas volvieron a cruzarse y, aunque esta vez Sarah estaba en guardia, se descubrió de nuevo teniendo mala conciencia.

¿Qué tendría aquel francés?

Había momentos en que Sarah se sentía unida a aquel hombre como solo se sentía con muy pocas personas, pero poco después volvía a tener la impresión de que sus mundos no tenían nada que ver. ¿A qué se debería? ¿A Du Gard, que continuamente la dejaba aproximarse y luego, bruscamente, la rechazaba? ¿O a sí misma, que primero se le acercaba y luego volvía a alejarse por miedo a abrirse demasiado?

A Sarah se le erizaron los cabellos al reconocerlo, pero se sentía extrañamente atraída y repelida a la vez por aquel hombre, y era muy posible que ya se le hubiera acercado más de lo que le convenía…

– ¿Cómo conoció a mi padre? -preguntó para cambiar de tema.

– Fue hace unos años. Si no me equivoco, había venido a París para dictar unas conferencias.

– ¿Dónde lo encontró?

– De hecho, fue más bien al revés. -Du Gard sonrió burlón-. Su padre me encontró a mí, y en el momento justo.

– ¿Qué quiere decir?

– En aquella época, yo me ganaba la vida haciendo de adivino para parisinos acomodados -explicó Du Gard-. Por desgracia, una de mis dientas se enfadó mucho con lo que le expliqué y me echó encima a todo el servicio, incluido un cochero fortachón y un mozo de cuadras armado con una horca.

– ¿Y qué pasó? -quiso saber Sarah.

Alors , en mi precipitada huida me di de bruces con un hombre, un inglés que no conocía la ciudad y que enseguida se dio cuenta de que yo estaba en apuros. Tuvo la amabilidad de ofrecerme su carruaje para esconderme de tan furiosa turba y así salí indemne de aquella.

– Y ese inglés, ¿era mi padre?

C'est ca . Gardiner y yo estuvimos hablando y nos entendimos tan bien que ya nunca nos perdimos de vista.

– Es curioso, nunca mencionó su nombre…

– ¿Quién sabe? -Du Gard se encogió de hombros-. Quizá quería preservar a su hija de mi influencia. No se lo echo en cara; después de todo, aquel día…, cómo expresarlo gráficamente…, me salvó el trasero.

– Sí, eso es bastante gráfico -confirmó Sarah-. ¿Por qué lo perseguían? Seguro que engañó miserablemente a aquella pobre mujer.

– En absoluto, ma chére -respondió Du Gard con inesperada seriedad-. Le dije la verdad, pero ella no quería oírla. – ¿Y qué era?

– Que su marido era un cliente muy bien recibido en las casas de citas de la ciudad y que no tardaría mucho en gastarse todos los bienes de su esposa.

– ¿Eso le dijo? -Sarah enarcó las cejas-. No me extraña que le echara encima a todo el servicio.

– La verdad, ma chére , es una espada de doble filo. La mayoría de la gente afirma que la busca, pero solo unos pocos saben manejarse con ella. Porque, como ya le dije, hace falta mucho valor.

– ¿Por qué siempre me lo señala? ¿Cree que yo tampoco puedo manejarme con ella?

Je ne sais pas -dijo con toda sinceridad el francés-. Pero puede convencerme de lo contrario.

– No necesito convencerlo de nada -le recordó Sarah-. Mi decisión es firme. Haré todo lo posible por encontrar a mi padre.

– ¿Y luego?

– Lo advertiré.

– ¿Y si lo que ocurría en mi visión sucede inexorablemente? ¿Si no puede cambiarse nada, por mucho que usted lo intente?

– Incluso así, lo haré -respondió Sarah con convicción-. Después de todo lo que sé, no puedo regresar tranquilamente a Inglaterra, ¿no lo comprende?

– Lo comprendo muy bien, ma chére -aseguró Du Gard-. Solo quería saber hasta qué punto hablaba en serio.

– Muy en serio -subrayó Sarah cerrando el puño con fuerza-. Y si tiene algo más que decirme respecto a mi padre, le ruego encarecidamente que…

– Non, le he dicho todo lo que su padre me encargó -negó Du Gard frotándose la barbilla rala-. Pero a lo mejor puedo ayudarla de otro modo…

– ¿Cómo? Me he pasado el día investigando sin ningún éxito. Ese cubo me plantea un enigma. Es la única pista que ha dejado mi padre, pero nunca había visto un artefacto de ese estilo.

– En ese caso, quizá debería limitarse a esperar.

– ¿Esperar? ¿Ese es su consejo? -Sarah resopló-. No puedo perder el tiempo. La vida de mi padre corre peligro y yo tengo que esperar de brazos cruzados a que…

– Algunos enigmas se resuelven solos cuando llega el momento -arguyó Du Gard, impasible.

– Qué curioso -replicó Sarah-, eso mismo acostumbra decir mi padre.

– Y tiene razón -comentó Du Gard plenamente convencido. Metió la mano en el bolsillo interior de su levita, que no seguía la moda del negro, sino que era de damasco azul, y sacó un trozo de papel que desplegó delante de Sarah.

– ¿Qué es? -se interesó la joven.

– La portada de la edición vespertina del Petit Parisién -explicó Du Gard acercándole la hoja de periódico.

– ¿Y qué? -preguntó Sarah sin comprender-. ¿Dice algo de mi padre?

– No, pero he pensado que este artículo -aclaró Du Gard, y entonces señaló una noticia en la columna de la derecha- podría interesarle…

– ¿En serio? -Sarah leyó el artículo por encima. Su francés era lo bastante bueno para entenderlo-. Ayer por la noche intentaron robar en el Louvre -resumió-. Una mujer enajenada forzó la entrada al ala de administración de las colecciones del Antiguo Oriente. Al ser interrogada por la policía, alegó que actuaba por orden de su hermano, que murió asesinado hace dos meses.

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