– Perfectamente -aseguró Sarah, que no soportaba las ínfulas del médico, quizá porque le recordaban su derrota en el simposio, quizá porque no toleraba ningún tipo de arrogancia.
Sin plantear más preguntas, Sarah y Du Gard siguieron al médico por una amplia escalinata que acababa en una puerta metálica. Delante había dos hombres fuertes con batas blancas y una expresión en el rostro que denotaba una determinación feroz.
– Buenos días, monsieur le docteur -saludaron solícitos cuando las visitas se les acercaron.
Didier no respondió al saludo ni tuvo una palabra amable con sus subordinados. Con un gesto de cabeza enérgico, les indicó que abrieran la puerta.
Los celadores cumplieron la orden de inmediato. La llave giró ruidosamente en la cerradura, que saltó con un chasquido metálico. Las alas de la puerta, acolchadas con gruesos aislantes acústicos en el interior, cedieron y una marea de ruidos extraños, insólitos, se abalanzó de golpe sobre las visitas.
Eran gritos proferidos por gargantas humanas, aunque muchos de ellos apenas tenían ya algo de humano; chillidos, bramidos y un bullicio más propios de animales, acompañados por furiosos pataleos y golpes sobre metal. Solo de vez en cuando podían percibirse algunas palabras entre aquel bullicio, que no eran sino desvaríos sin sentido. Por encima de todo aquello se oía el canto de una voz aguda que hacía aún más terrorífico aquel concierto.
– Claire Laroche -explicó Didier antes de que Sarah o Du Gard preguntasen-. Fue una soprano famosa.
– ¿Por qué está aquí? -quiso saber Sarah.
El doctor sonrió con tristeza.
– Porque jura y perjura que es la esposa de Napoleón, el emperador de los franceses.
– ¿Un caso de reencarnación? -preguntó Du Gard, y parecía hablar muy en serio.
– Tonterías. Una manifestación evidente de una mente enferma -respondió Didier secamente-. ¿Están seguros de que realmente quieren entrar? La sección de aislamiento no es lugar para espíritus sensibles, si me permiten la observación.
– No soy tan sensible -aseguró Sarah, aunque había palidecido notoriamente y el terrible ruido que les llegaba del corredor pelado y alumbrado por una luz cegadora le removía el estómago. Un sentimiento indeterminado le aconsejaba darse la vuelta de inmediato y no adentrarse en aquel pasillo. Pero, por un lado, no quería ponerse en evidencia delante del médico y, por otro, tenía la débil esperanza de conseguir información sobre el paradero de su padre…
– Como quieran -murmuró Didier, y entró sin más vacilaciones.
Con una sonrisa amable en los labios, Du Gard dejó pasar primero a Sarah y luego la siguió. Su semblante se había transformado en una máscara rígida, como si tuviera que protegerse de la locura que lo rodeaba en aquel Lugar.
Aunque el corredor sin ventanas estaba iluminado por bombillas eléctricas que colgaban desnudas del techo abovedado, era tan poco acogedor como una gruta: unas paredes altas con baldosas lo limitaban por los laterales, donde había empotradas unas puertas metálicas pintadas de color gris. Todas tenían una abertura minúscula enrejada, a través de las cuales Sarah pudo captar la imagen de los pobres recluidos. Lo que vio le produjo escalofríos.
Rostros demacrados, pálidos.
Ojos de los cuales se había borrado todo atisbo de juicio. Bocas gritando de desesperación.
Imágenes terribles que se grabaron a fuego en la memoria de Sarah. Sumadas al olor penetrante del éter, que impregnaba el aire frío y húmedo y se mezclaba con el hedor a podredumbre y excrementos, consiguieron que su estómago se rebelara aún más y se le escapara un ligero gemido.
– ¿Se encuentra bien? -le susurró Du Gard.
– Creo que sí. Pero este lugar…
– Lo sé -replicó Du Gard, y la expresión de su rostro delataba que sus palabras eran algo más que una simple fórmula de cortesía.
– Ya hemos llegado -anunció de repente Didier, que se detuvo ante una de las puertas de las celdas-. La número 87.
– ¿No separan a los pacientes por sexo? -preguntó Sarah.
– Naturalmente. Las mujeres se encuentran en este lado del pasillo y los hombres en el otro. -El médico sonrió irónicamente-. Créame, lady Kincaid, en su estado, estos pobres diablos son incapaces de saber dónde se encuentran y, menos aún, de sentir vergüenza.
– Aun así, se debería respetar su dignidad, ¿no cree? -preguntó Sarah en un arranque de despecho que no se dirigía tanto al doctor como a las condiciones en que tenían que vivir los pacientes, y eso que la clínica de Neuilly era conocida por dispensar un trato especialmente humano…
– Sí, claro -replicó Didier encogiéndose de hombros, e hizo señas a otro celador con bata blanca-. Lo que usted diga.
El celador, cuya enorme corpulencia permitía inferir que la fuerza física estaba más solicitada en aquel lugar que los profundos conocimientos médicos, se acercó y abrió la cerradura. La puerta de hierro se entreabrió rechinando y dejó ver una cámara que no medía más de dos metros cuadrados. Una luz mortecina penetraba a través del tragaluz enrejado y proyectaba franjas de sombra sobre las losas de piedra del suelo.
– Pasen, pasen -los animó Didier-. Si la paciente da muestras de querer agredirlos, llamen al celador.
– De acuerdo.
Sarah y Du Gard intercambiaron una mirada y entraron en la celda, para lo cual tuvieron que agacharse a fin de no chocar con la cabeza contra el dintel bajo de la puerta.
Una tenue penumbra reinaba en el interior del mísero alojamiento, que a Sarah le recordó más la celda de una prisión que la habitación de un hospital. Un sórdido catre hacía las funciones de cama y un sumidero en el suelo servía para hacer las necesidades. Las paredes estaban encaladas de blanco y, para desconcierto de Sarah, plagadas de dibujos. No eran garabatos de alguien sumido en la locura, sino obras delicadas que representaban animales, edificios y personas.
La mayoría de los dibujos habían sido trazados con carboncillo; otros, labrados sobre la cal; juntos parecían formar una especie de cenefa, una espiral que se extendía por las cuatro paredes y en el eje de la cual se sentaba, hecha un ovillo, la moradora de la sala: una figura de aspecto penoso, envuelta en un vestido sin forma ni color, acurrucada en el rincón más extremo de la cámara. La larga cabellera le caía formando greñas sucias sobre los hombros delgados, y se tapaba la cara con sus manos temblorosas. No tuvo la menor reacción cuando entraron las tres visitas.
– La apatía es característica en los pacientes que se hallan en su estado -explicó el doctor Didier sin molestarse en bajar la voz-. La mayor parte del tiempo no reacciona. Se limita a estar ahí sentada, murmurando desvaríos.
– ¿Y los dibujos? -se interesó Du Gard asombrado-. ¿Los ha hecho ella?
– Por desgracia. -Didier puso cara de turbación-. Al principio los hacía con las uñas, arañando la pared. Intentamos impedírselo, pero su estado empeoró tan dramáticamente que tuvimos que ceder. Y le dimos carboncillos.
– La calidad de los dibujos es sorprendente -apuntó Sarah contemplando la representación de un ave de rapiña, en la que no costaba reconocer a un halcón.
– No es extraño -contestó el médico-. La paciente 87 estudiaba arte en La Sorbona antes de… Quiero decir, antes de que ocurriera todo esto.
– ¿Por qué la llama siempre la paciente 87? -preguntó Sarah-. Tiene un nombre, ¿no?
– Créame, lady Kincaid, entre estas paredes, los nombres no tienen ninguna importancia. Muchos de esos pobres diablos no saben ni quiénes son; ¿tenemos, pues, que esforzarnos por recordar sus nombres? Hable con la paciente 87 si lo desea, pero permítame que le diga que solo perderá el tiempo.
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