Michael Peinkofer - La llama de Alejandría

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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– Ya veremos -replicó Sarah-. ¿Podría dejarnos solos, a monsieur Du Gard y a mí, doctor?

– Por mí, encantado. -Didier sonrió con acritud-. Así solo perderá su tiempo y no el mío. Buenos días, lady Kincaid. Monsieur Du Gard.

El doctor se despidió con un gesto de cabeza y salió de la cámara, no sin dar indicaciones precisas al celador sobre la duración máxima de la visita y sobre cómo debían comportarse los visitantes. Luego se alejó de allí. Pudo oírse cómo sus pasos se perdían por el corredor hasta hundirse en el tétrico coro que parecía penetrar por todos los rincones de la sección.

Por fin estaban a solas con la paciente.

Sarah miró angustiada la figura desplomada en el suelo y, a los encontrados sentimientos que afectaban a su padre, se sumó otro: compasión…

– ¿Madame Recassin? -preguntó Du Gard mientras se le acercaba con cautela. La figura acurrucada, a la cual aún no habían podido ver la cara, continuó sin reaccionar-. Madame Recassin, ¿puede oírme? Soy Maurice du Gard. ¿Me recuerda?

Sin respuesta.

– Su hermano también estaba, ¿se acuerda? Nos presentó un amigo común…

No solo siguió sin obtener respuesta; también era imposible saber si Francine Recassin oía aquellas palabras. ¿Estaba tan enfrascada en su propio mundo que no percibía su entorno? ¿Que no comprendía lo que pasaba a su alrededor? Quizá, pensó Sarah, el doctor Didier tenía razón y no había nada que Francine Recassin pudiera hacer por ellos. Pero, al menos, tenía que intentarlo…

– Madame Recassin -dijo suavemente-, me llamo Sarah Kincaid. Soy la hija de lord Kincaid, quien, si he entendido bien, era amigo de su hermano recién fallecido…

Se interrumpió para observar si sus palabras habían producido efecto, pero la paciente continuaba hecha un ovillo sobre el suelo embaldosado, con la cara oculta entre las manos y sin moverse.

– Sé que le parecerá extraño, madame Recassin, pero he venido a pedirle ayuda -prosiguió Sarah a pesar de todo-. Mi padre ha desaparecido y tengo motivos para suponer que corre un gran peligro. Querría advertírselo, pero antes tengo que averiguar su paradero y, puesto que se encontraba en París hace unos dos meses, es decir, cuando su hermano aún vivía, esperaba que quizá usted pudiera decirme algo…

Nuevamente una pausa.

De nuevo ninguna reacción.

– ¿Vio usted a mi padre? Por favor, madame Recassin, es muy importante para mí. Sé que ha sufrido lo indecible y la compadezco de todo corazón. Pero si recuerda alguna cosa, le ruego que me lo diga y no… -Sarah calló, resignada, puesto que tenía la impresión de estar hablando con una pared.

Quizá Francine Recassin había perdido el contacto con la realidad hasta el punto de no comprender qué le estaba pidiendo Sarah o quizá, simplemente, no quería contestar: en ambos casos, las perspectivas de descubrir algo sobre Gardiner Kincaid eran más que ínfimas.

– Es inútil. -Sarah suspiró decepcionada-. No podrá ayudarnos.

– Cierto -afirmó Du Gard-. El doctor tenía razón. Su estado parece mucho peor de lo que yo suponía. Al principio pensé que una regresión podría ayudar, pero ahora…

– ¿De qué me está hablando?

– Hipnosis -respondió Du Gard con toda naturalidad.

– ¿Qué? -Sarah esbozó una sonrisa irónica-. ¿Quería hacer que la pobre bailara el cancán?

– No. No debería confundir lo que hago en el escenario con un trabajo serio. La hipnosis permite situar a las personas en una especie de estado de trance en el cual recuerdan cosas que, en circunstancias normales, tienen más que olvidadas.

– ¿Habla en serio? -Sarah no sabía si burlarse o admirarse-. ¿Y funciona?

– Absolutamente. De todas maneras, no se puede recurrir a la regresión con pacientes en un estado mental delicado.

– ¿Por qué no?

– Porque la hipnosis podría tener graves consecuencias, y nosotros no vamos a hacer nada que pueda perjudicar a madame Recassin, ¿verdad?

– No, claro -convino Sarah, aunque no le resultó fácil.

La tentación de conseguir información que pudiera ayudarla a encontrar a su padre y a resolver el misterio de su desaparición mediante los métodos de Du Gard era grande; pero, naturalmente, Sarah sabía que Du Gard tenía razón y que Gardiner Kincaid tampoco habría querido que su vida se comprara con la salud mental de otra persona.

– Será mejor que nos retiremos -dijo Du Gard decidido, y se dirigió hacia la salida.

– ¿Y ya está?

– Sí, ¿o tiene una propuesta mejor?

Sarah lo pensó un momento y luego meneó la cabeza. Dirigió una mirada compasiva a la paciente inerte, murmuró unas palabras de despedida y se dio la vuelta para irse. Entonces se oyó una vocecita, apenas un susurro:

– ¿Sabe dónde está?

Sarah y Du Gard se quedaron de una pieza. Francine Recassin continuaba quieta, acurrucada en el suelo, pero no cabía duda de que había hablado.

– ¿Cómo? -preguntó Du Gard-. ¿Qué ha dicho?

Durante un instante reinó el silencio. Luego volvió a oírse el susurro de una voz.

– Les he preguntado que dónde está.

– ¿Dónde está qué? -insistió Sarah, pero no obtuvo respuesta-. ¿Madame Recassin?

Esta vez, la figura acurrucada se movió, aunque muy lentamente, como si estuviera en trance. Levantó la cabeza a disgusto y, por debajo de los mechones de sus cabellos desgreñados de color rubio ceniza, asomó una cara pálida, ante cuya visión Sarah tuvo que tragar saliva. Según lo que le había explicado Du Gard, Francine Recassin era una mujer de poco más de cuarenta años, pero aquellos rasgos semejaban los de una anciana, demacrados, lívidos y surcados de arrugas; sus labios eran líneas grises y sus ojos, de mirada fija por el miedo, estaban enrojecidos y rodeados por oscuras ojeras. No cabía duda de que habían visto algo terrible…

– Buenos días -dijo Sarah y, a pesar de la sordidez del lugar, esbozó una sonrisa afable. Sin embargo, el sonido de su voz bastó para oscurecer aún más los rasgos de la paciente.

– No tenga miedo -añadió Du Gard para tranquilizarla-. Somos amigos. No vamos a hacerle nada.

– ¿Quién les envía? -pronunció con voz quebrada.

– ¿Qué quiere decir?

– Lo que he dicho. ¿Quién les envía?

Sarah y Du Gard intercambiaron una mirada de asombro. En los ojos de Francine Recassin llameaba un miedo cerval; sus palabras y la manera de pronunciarlas señalaban a una persona que ya no era dueña de su juicio…

– Nadie -respondió Sarah-. Fiemos venido por propio interés.

– ¿Qué interés?

– Ya se lo he dicho. Soy la hija de Gardiner Kincaid y lo estoy buscando.

– ¿Lord Kincaid es su padre? – ¿De qué lo conoce?

– Era amigo de mi hermano. Pero no sabía que tuviera una hija…

– Pues sí -replicó Sarah y se esforzó por disimular cuánto la afectaban las palabras dé Francine. Al parecer, su padre no solo tenía otra vida de la que ella no sospechaba lo más mínimo. En esa otra vida, también había ocultado que tuviera una hija…

– No encontrará a su padre, lady Kincaid.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Sarah-. ¿Sabe dónde está?

– Está muerto.

– ¿Qué? -Sarah se quedó sin aliento, su semblante adquirió el tono blanco del papel.

– Está muerto -insistió Francine Recassin sin piedad-, igual que mi hermano.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Du Gard en lugar de Sarah, que estaba a punto de perder la serenidad ante una noticia tan terrible. -Lo sé.

– ¿Ha visto el cadáver? -No hace falta.

– ¿A qué se… se refiere? -preguntó Sarah con voz temblorosa.

– Sé que lord Kincaid está muerto porque él lo tiene. Y quien lo tiene, aunque sea por poco tiempo, encontrará un final horrible; siempre ha sido así…

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