– Oui, y su padre me lo dio a mí -añadió Du Gard con sarcasmo-. Recuérdeme que le dé las gracias.
– Estoy segura de que mi padre no quería poner su vida en peligro -lo tranquilizó Sarah-. Sabía que lo que menos sospecharían era que el artefacto estaba en manos de un artista de variedades.
– ¿Artista de variedades? -Du Gard puso cara de ofendido-. ¿Tiene preparados más cumplidos de ese estilo?
– En cualquier caso, mi padre tenía razón. A usted no le ha pasado nada.
– Non, pero lo que no ha ocurrido todavía puede suceder; al fin y al cabo, hay dos Kincaid que se preocupan por mi bienestar -bromeó el francés-. Pero ¿adonde quería ir a parar?
– A que mi padre no vino a París por el cubo -respondió Sarah-. Es posible que estuviera aquí para preparar una expedición a Egipto.
– ¿Qué se lo hace pensar? ¿No podía hacer los preparativos desde Londres? Al fin y al cabo, si no estoy mal informado, el Museo Británico cuenta con una colección nada despreciable. Y supongo que la biblioteca privada de su padre también está bien surtida…
– Cierto -admitió Sarah-, pero en París hay algo que no se encuentra en tal cantidad ni en Kincaid Manor ni en los archivos del Museo Británico.
– ¿De qué se trata?
– Mapas -desveló Sarah-. Cuando Napoleón dirigió a su ejército en Egipto en 1798, lo acompañaba un grupo de artistas y científicos europeos que debían plasmar la tierra de los faraones en mapas y dibujos. Gran parte de los trabajos se publicó posteriormente con el título de Description de l'Egypte , No obstante, Dominique Vivant Denon, el director francés de la comisión, reunió una colección con material gráfico y cartográfico que nunca se publicó por entero y que forma la base del departamento de egiptología del Museo del Louvre. Y, aunque los dibujos y esbozos de Denon tienen más de ochenta años, siguen siendo un recurso imprescindible para los arqueólogos.
– ¿Y usted cree que por eso vino su padre a París?
– Sería una posibilidad y se puede comprobar fácilmente. Por lo que sé, los bibliotecarios anotan con exactitud quién consulta qué y cuándo por temor a los robos.
– Alors, nuestro camino nos conduce al Louvre , n'est-iv pas ?
– ¿Está seguro de que quiere acompañarme? -Sarah miró a Du Gard con preocupación-. Ya ha hecho por mí más de lo que podía esperar, y no querría que le pasara nada por mi Culpa. Tampoco lo querría mi padre, independientemente de lo que usted le haya prometido.
– Yo no estaría tan seguro -opinó Du Gard, y guiñó un ojo con picardía-. Soy francés, Sarah, no inglés. No debería usted tomarse al pie de la letra todo lo que digo y menos aún en lo que le atañe a usted y a su padre. Gardiner Kincaid me ayudó una vez y estoy en deuda con él. Además, le prometí que velaría por usted y solo puedo hacerlo estando a su lado. Se proponga lo que se proponga, estaré con usted.
– Bueno -replicó Sarah decidida-. Entonces, al Louvre. No tenemos tiempo que perder.
– ¿Sarah?
– ¿Sí?
– Su padre está vivo -dijo Du Gard suavemente-. Lo sé.
La mirada de Sarah revelaba sorpresa. Una vez más se sintió descubierta y tuvo la impresión de que era un libro abierto en el que el excéntrico francés podía leer a su antojo.
¿Era Maurice du Gard algo más que un fanfarrón con talento que sabía granjearse las simpatías en un escenario? Eso parecía, y Sarah se dio cuenta de que aquello no la asustaba ni la enojaba, sino que, en cierto modo, la tranquilizaba.
– Gracias, Maurice -contestó.
Diario personal de Sarah Kincaid
¿Seguimos la pista correcta?
¿He llegado a conclusiones certeras?
Las pesquisas sobre el paradero de mi padre continúan siendo palos de ciego. No tengo ni idea de dónde me he metido, pero empiezo a sospechar que detrás de este enigma se esconde mucho más de lo que creí al principio.
¿Qué significa el misterioso cubo por cuya causa asesinaron a Recassin? Los que lo mataron tan cruelmente, ¿son realmente los mismos que van tras mi padre? ¿ O saben de sobra dónde se encuentra el artefacto y ya me pisan los talones? La idea me inquieta, sobre todo porque me hace suponer que la persecución de la otra noche en Montmartre no fue producto de mi imaginación. Pero destierro de mí esos pensamientos porque sé que no me ayudarán a encontrar a mi padre.
Aún no sé qué pensar de tener como protector a un francés adivino, pero cuanto más tiempo paso con Maurice du Gard, más cuenta me doy de que detrás de sus maneras artificiales y de la coquetería de que hace gala respecto a sus cuestionables habilidades se oculta un espíritu sumamente inteligente y sensible. Comienzo a entender por qué mi padre lo tenía por un amigo, aunque sigo sin comprender por qué nunca me habló de él.
Estoy rodeada de misterios, de preguntas para las que n tengo respuestas, y empiezo a estar harta. Confío en que mi investigaciones en los archivos del Louvre darán resultados I no me veré obligada a esperar más tiempo. Porque, al meno en este sentido, Francine Recassin tenía razón. La espera y L inactividad me dan realmente miedo…
Archivo del Museo del Louvre,
París, 20 de junio de 1882
En el despacho del archivero jefe, el aire era seco y tan den so que podía cortarse. Nada indicaba que en el exterior era de día, puesto que apenas entraba luz a través de las cortina corridas de las ventanas. En medio de estantes repletos de libros y de infolios encuadernados en piel había un escritorio enorme, sobre el cual se apilaban montones de formularios y más y más libros. Entre ellos se inclinaba un hombre calvo, vestido con camisa y chaleco; su piel parecía haber tomado el color y la textura del papel macilento. A la luz de una lámpara de gas, revisaba una lista de registros y murmuraba nombres en voz baja, pero no encontró lo que buscaba.
– Lo siento -concluyó; levantó la vista y miró a los dos visitantes por encima de sus gafas con forma de media luna-. En la época que comentan, nadie llamado Gardiner Kincaid hizo uso del fondo cartográfico.
– ¿Está seguro? -inquirió Sarah impaciente.
Apenas había conseguido pegar ojo en toda la noche. No había dejado de pensar en lo que Francine Recassin le había dicho y cuanto más reflexionaba en ello, más convencida estaba de que seguía la pista correcta.
– Por supuesto. -El archivero torció el gesto-. Como encargado jefe de este departamento tengo la obligación de documentar escrupulosamente todas las consultas que se realizan de material cartográfico, y se lo aseguro: si no está registrado en esta lista, su padre no estuvo aquí.
– Comprendo -dijo Sarah sin poder ocultar su decepción.
Las piedras del mosaico habían comenzado a encajar y ahora resultaba que sus conjeturas eran falsas. Pero ella estaba tan segura de que su padre no había ido a París solo por el cubo…
– ¿No podría ser que Gardiner diera otro nombre? -planteó Du Gard.
Aunque el adivino, con su chaqueta de seda azul y su camisa de volantes, ofrecía un aspecto algo extravagante, Sarah se alegraba de tenerlo por compañía: en su interior había temido que la mala fama que había conquistado en La Sorbona la hubiera precedido hasta el Louvre. Esos temores resultaron infundados, pero, aun así, a Sarah la tranquilizaba saber que tenía a un amigo a su lado, aunque se habría mordido la lengua antes que confesárselo…
– ¿Otro nombre? -Sarah enarcó las cejas.
– Después de todo lo que hemos averiguado, él debía de saber que lo perseguían… Entonces, nada más natural que camuflarse , n'est-cepas ?
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