Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– ¡Quiá! -dijo el camarero que se acercó a atenderlos. Era una especie de motero con larga barba gris, coleta trenzada a la espalda y barriga cervecera-. Es el mismo rollo de siempre. Al gobierno le encanta jodernos el negocio. ¿Qué va a ser?

Joey pidió una hamburguesa doble con queso y patatas fritas, y Randall un sandwich vegetal. Cuando venía a cenar a casa de los Carrasco, nunca quería carne ni pescado. Joey nunca le había preguntado la razón, pero ahora su pequeña aventura les otorgaba cierta complicidad.

– ¿Eres vegetariano?

– Más o menos.

– ¿No te gusta la carne?

– No es por eso. Prefiero no acabar con ninguna vida. No existe nada en el Universo más importante que la vida. Cada vida es algo único e irrepetible, Joey.

– Ya, pero cuando te comes una lechuga o una coliflor primero las tienes que arrancar del suelo, así que es como si las hubieras asesinado.

– Muy agudo, Joey. Pero algo tengo que comer, ¿no crees? Al menos, las lechugas y las coliflores poseen menos grado de conciencia que las vacas y los cerdos, así que confío en que sufran menos por su muerte.

– Ya, pero algo sufrirán. Aunque sea muy poco.

– Si por mí fuera, me comería las piedras. Pero me temo que mi estómago no las digiere bien. Además -añadió Randall en tono misterioso-, incluso las rocas están vivas a su modo.

– Pero ¿y si te estuvieras muriendo de hambre en una isla desierta y sólo tuvieras a mano gallinas y cerdos?

– Esperaría a que las gallinas pusieran huevos y me los comería.

– Vale. ¿Y si fueran pollos?

– Entonces no tendría más remedio que comérmelos a ellos.

– Pues no eres vegetariano de verdad.

– Ya te he dicho que para mí lo más importante es la vida. El que ama la vida tiene que empezar por amar la suya propia, ¿no te parece?

– O sea, que matarías a un ser vivo por sobrevivir, ¿no?

– Si no me quedara otro remedio…

– ¿Y si fuera una persona?

– Depende. Si se trata de una persona de catorce años que se dedica a hacer preguntas indiscretas…, me lo pensaría.

– Muy gracioso -dijo Joey, poniendo los ojos en blanco, un gesto que sacaba de, quicio a su madre-. Pero ¿alguna vez has matado a…?

– Chssss. Se acerca el camarero. No querrás que te escuche y me incrimine por homicidio, ¿verdad?

El camarero plantó ante ellos la hamburguesa y el sandwich, más una coca-cola y un vaso de té helado. En una mesa cercana, un hombre y una mujer miraban constantemente a la pantalla. Cuando se repitió la alerta, ambos se levantaron y salieron de la cafetería. Un matrimonio con dos niños imitó su ejemplo. Los pedidos de ambos aún no habían salido de la cocina.

– ¡Lo que les decía! -gruñó el camarero, dirigiéndose a Randall y Joey-. Ya han empezado a fastidiarme el negocio. ¿Ustedes también van a salir corriendo?

– Sólo cuando tengamos el estómago bien lleno -respondió Randall.

– Mire a su alrededor. ¿Ve a toda la gente que está de pie en la barra?

Echaron un vistazo. Por la confiada familiaridad con que consumían sus cafés, sus hamburguesas y sus ensaladas, Joey pensó que la mayoría de los clientes de la barra debían de ser lugareños.

– Son de aquí, ¿verdad?

– Usted lo ha dicho. ¿Ve que alguno se ponga nervioso por lo que sale en esa maldita pantalla?

Si lo estaban, pensó Joey, lo disimulaban muy bien. Todo lo más, alguno miraba de reojo a la pantalla y hacía un comentario despectivo. Por fin, el anuncio de alerta desapareció, sustituido por imágenes de un campeonato de esquí.

– Mire -prosiguió el camarero-, yo ya he visto lo mío en este lugar. Acabo de cumplir sesenta años, ¿sabe?

– ¿De veras? -preguntó Randall-. ¡Quién lo diría!

El tipo sonrió, halagado. Desde la cocina le gritaron algo, él contestó que le dejaran en paz y siguió hablando con Randall.

– Pues sí, señor. Me acuerdo perfectamente de los terremotos que tuvimos aquí en 1980. No se crea que fueron poca cosa: más de seis en la escala de Richmond.

– Se llama escala de… -empezó a corregir Joey, pero Randall le dio un codazo para que se callara.

– No llegó a pasar nada, porque aquí las casas están tan bien construidas como en la falla de San Andrés. Pero esto se llenó de geólogos que no hacían más que decir: «Es una señal. ¡Va a estallar el volcán!». Por cada geólogo que aparecía, se largaba un turista y las casas bajaban diez mil dólares. ¡USGS! ¿Sabe cómo lo llamamos aquí? United States Guessing Survey [4] .

– Muy ingenioso -dijo Randall.

– Por cierto, ¿no será usted geólogo y ha venido aquí a gafarme el negocio?

– ¡Dios me libre!

El camarero sonrió de medio lado, le rellenó el vaso de té helado y, por fin, se acercó a la cocina a recoger la siguiente comanda.

En ese momento empezó a sonar el móvil de Joey. Era su madre. Apagó el volumen y contestó con un mensaje. «No puedo hablar ahora, mamá. Estoy en clase». El truco todavía le serviría un par de horas más. Luego ella empezaría a escamarse.

Cuando se guardó el móvil en el bolsillo sintió una leve trepidación bajo los pies. A veces notaba lo mismo en el instituto, cuando los chicos de la clase del primer piso salían al recreo. Pero no creía que debajo de la cafetería hubiera un aula. Aquello tenía que ser un terremoto.

Randall también se había dado cuenta.

– Termínate la hamburguesa cuanto antes. No debería haberte traído aquí.

– Soy californiano. No me asusta un temblor de nada.

Randall se puso serio un momento, y después sonrió.

– Eres valiente. Pero siento no haber estado atento cuando tus padres se fueron el domingo.

– ¿Por qué?

– De haber sabido que iban a San Diego, les habría dicho que te llevaran con ellos. San Diego puede ser un buen sitio si las cosas se ponen feas. Quizá deberías decirles que tengan preparado su equipaje por si tienen que bajar a México.

– Si les digo eso se preocuparán todavía más por mí.

– En eso tienes razón. Ya se lo dirás más tarde. ¿Has terminado? Vámonos.

Randall dejó veinte dólares encima del mostrador, hizo un gesto al camarero para despedirse y salió de la cafetería. Joey dio un último sorbo a su coca-cola y corrió tras él.

– ¿Dónde vamos? ¿Volvemos a Fresno?

– No. Ya que hemos llegado hasta tan lejos quiero comprobar algo. No tardaremos ni media hora en llegar.

* * * * *

Tras montar en el coche, se dirigieron hacia la montaña, pero en lugar de acercarse a las pistas de esquí se desviaron hacia el sur dejando la mole de roca y nieve a su derecha. La carretera se adentró entre bosques de pinos y abetos y empezó a ascender poco a poco. Aunque se cruzaron con varios automóviles, resultaba imposible saber si sus ocupantes huían del lugar asustados por la alerta amarilla o simplemente bajaban al pueblo a comer. También se toparon con un coche de la policía, pero los agentes no les detuvieron ni les advirtieron de nada.

A pesar de que en los arcenes y debajo los árboles quedaban restos de nieve, los lagos que se encontraron por el camino se habían deshelado y parecían espejos azules en cuya superficie se reflejaban los árboles y las caprichosas formas de los picos que se alzaban sobre ellos. Comparado con Fresno y el SF Paradise, a Joey aquel lugar le parecía un paraíso de tranquilidad y aire puro. Le costaba creer que una amenaza letal latía semidormida bajo sus pies.

Miró el retrovisor por el rabillo del ojo y vio que había un vehículo detrás de ellos. Lo perdió de vista tras una curva, pero luego volvió a aparecer a la misma distancia que antes. Era un todoterreno azul, un híbrido que llevaba placas solares en el techo para complementar las baterías internas.

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