Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– Espero que no ocurra ahora. Si no, no te llevaría allí. -Randall volvió a quedarse callado un rato, y movió ligera mente la cabeza como si escuchara una voz interior-. Aunque no sé. Algo me dice que para arreglar las cosas debemos estar donde más feas se pongan.

– No entiendo nada, Randall.

– Yo tampoco entiendo mucho, Joey. Mi cabeza no funciona tan bien como querría. Cuando intenté recordar, yo…

Randall se quedó callado a mitad de la frase. Pasados unos segundos, dijo:

– Es igual. Vamos a estirar las piernas un rato.

Randall aparcó el coche junto a un prado. Aunque era lunes, había muchos vehículos estacionados y decenas de turistas que tomaban fotos y vídeos del paisaje. A la derecha el sol arrancaba destellos blancos de la gran catarata de Brideveil. Las aguas caían con estrépito casi doscientos metros hasta el fondo del valle levantando cortinas de espuma que dibujaban arcoíris en el aire.

Joey respiró hondo. Olía a pino, a hierba húmeda y a mil flores cuyos olores no sabía distinguir. Se le antojó que el color de los bosques y de la pradera era mucho más intenso y real del que estaba acostumbrado a ver en Fresno. Era como si aquí, en Yosemite, Dios hubiese utilizado una barra de cera verde de la marca más cara para pintarlo todo de modo que pareciera más auténtico.

Al otro lado del valle se veía la masa vertical del Capitán. Joey distinguió puntos de colores que subían por el acantilado. Por allí había escalado el almirante Kirk en la quinta película de Star Trek; una de las antiguas, de las que sólo veía él, el bicho raro de la clase.

Randall levantó el portón trasero del todoterreno. Dentro llevaba una nevera de la que sacó una coca-cola para Joey y una lata de té con limón para él. Después abrió una de las bolsas de lona. Como Joey sospechaba, estaba llena de libros.

– Todavía nos queda un rato de viaje -dijo Randall-. He pensado que podrías fotografiar estos libros con tu móvil.

– ¿Fotografiarlos? ¿Por fuera? -respondió Joey, tragando saliva. ¿Se habría dado cuenta Randall de que el sábado había entrado en su caravana mientras él estaba en trance?

– No. Necesito imágenes de todas las páginas.

– ¿De todas? Puedo tirarme horas y horas. Es un rollo.

– Es crucial para mí, Joey. Estos libros pesan mucho. Si las cosas se complican no sé si podremos llevarlos encima. Necesito que lo guardes todo, Joey. No quiero perder esa información.

De pronto, Joey se sintió importante.

– Puedo subir las fotos a Internet. Tengo memoria de sobra en mi VTeeny. Pero ¿por qué es tan crucial?

– Justo por lo que has dicho, Joey.

– No te entiendo.

– La memoria. Esos libros guardan mis recuerdos. He recuperado algunos, pero no todos. Y me temo que voy a tener que hacerlo en breve.

«Mi amigo está loco», pensó Joey. Pero eso era parte de su encanto.

* * * * *

Después de la parada se desviaron hacia el oeste, salieron del valle y, tras un largo rodeo en forma de C, volvieron a dirigirse al este por la carretera de Tioga Pass. El camino fue ascendiendo poco a poco y los lados de la carretera se llenaron de nieve. Aunque aquella ruta tenía poco más de 70 kilómetros, tardaron una hora y media en recorrerla. La carretera era sinuosa y en varios tramos se abrían precipicios más que inquietantes. Las cifras que aparecían en los carteles seguían subiendo, hasta que superaron los tres mil metros. «¡Una carretera a tres mil metros!», se asombró Joey al ver la señal.

Pese al vertiginoso panorama, procuraba asomarse a la ventanilla lo menos posible y concentrarse en su tarea. Nunca se había mareado en coche, pero llevar la cabeza baja y la mirada fija en los libros para fotografiar sus páginas acabó revolviéndole el estómago.

¿Aquéllos eran los recuerdos de Randall? ¿Por qué los había garabateado en letras ininteligibles? Y, sobre todo, ¿qué hacían los recuerdos de un hombre del siglo XXI escritos en libros de pergamino que parecían más pieza de museo que de biblioteca?

Por fin empezaron a descender, y poco después llegaron al gran lago de Mono. Allí giraron a la derecha por la 320, que pronto se convirtió en autovía. Joey respiró hondo después de las cuestas y las curvas del parque, y volvió a concentrarse en su tarea.

Cuando quiso darse cuenta, el coche iba más despacio. Levantó la mirada. Estaban llegando a Mammoth Lakes. Era el típico lugar al que muchos de sus compañeros iban a esquiar en navidades o en las vacaciones de primavera. El pueblo no llegaba a los ocho mil habitantes censados, pero gracias a los visitantes su población real se multiplicaba varias veces.

Sobre las casas de tejados rojos se levantaba la mole del monte Mammoth, coronado por tres cimas de las que bajaban pistas de esquí, telesillas y teleféricos. Joey la miró con el mismo anhelo irrealizable con que los niños de las novelas de Dickens pegaban la nariz a los escaparates de las pastelerías. Había esquiado en simuladores en el centro comercial y le había parecido emocionante. ¿Cómo sería hacerlo de verdad? Mucho se temía que el esquí no entraba en los planes de Randall.

– ¿Esa montaña es el volcán?

– Sólo parte del volcán.

Joey silbó entre dientes.

– Ya te dije que la caldera mide más de treinta kilómetros de este a oeste por veinte de norte a sur. Ahora mismo nos encontramos sobre ella.

– ¿Quieres decir que debajo de nosotros hay lava hirviendo?

– Bueno, técnicamente cuando está bajo tierra la llaman magma, pero sí. Estamos encima de una caldera de miles de kilómetros cúbicos.

Pararon en una gasolinera. Randall llenó el depósito del Renegade y se quejó de que aquel jeep bebía más que un cosaco. Con las restricciones al consumo de carburantes fósiles, pronto no quedaría más remedio que jubilarlo. Mientras echaba gasolina, el móvil de Joey empezó a sonar para indicar que había recibido un mensaje.

– ¡Eh, chico! -le dijo otro conductor-. ¡Lárgate de aquí! ¿Es que quieres provocar una explosión?

– Entra en esa cafetería de ahí -le señaló Randall, que volvió a frotarse las sienes para aliviar el dolor de cabeza-. Ahora mismo voy, si es que consigo aparcar.

Joey apretó el paso, porque fuera hacía frío. Aunque lucía el sol, según los termómetros de la calle se hallaban a seis grados. Mientras caminaba hacia la cafetería, un bonito edificio de ladrillo pardo con tejado rojo a dos aguas, consultó el móvil.

Era un mensaje oficial, una especie de alarma que debían estar recibiendo todos los teléfonos activos en la zona.

ALERTA AMARILLA

Por información recibida del USGS (Servicio de Inspección Geológica), el Departamento de Servicios de Emergencia de California informa de que ha iniciado una operación de campo centrada en Mammoth Lakes para monitorizar la actividad sísmica y la deformación del terreno en la zona de la caldera de Long Valley. Esta actividad es síntoma de movimientos magmáticos en la corteza. Lo más probable es que la actividad descienda a niveles normales dentro de unas semanas. Existe, sin embargo, una pequeña posibilidad de que la actividad pueda aumentar y evolucionar hasta convertirse en una erupción volcánica, por lo que queremos avisar a la población.

Cuando terminó de leerlo ya había llegado a la cafetería. Randall no tardó mucho en llegar.

– He conseguido aparcar antes de lo que esperaba. Había un par de coches con mucha prisa por marcharse.

Joey iba a enseñarle el móvil, pero no fue necesario. Al entrar, lo primero que vieron fue el mensaje de la alerta amarilla en una gran pantalla al fondo del local.

– ¿Es muy grave? -preguntó Joey. Una alarma oficial parecía un asunto grave.

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