Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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«En esto te equivocas, amigo», pensó Gabriel. Había oído claramente cómo la madre de Kiru le decía que tenía que viajar a la Atlántida. Lo que significaba que en la Edad de Bronce la isla ya recibía ese nombre. Si se lo debía a un fundador llamado Atlas, tal vez éste fuese un personaje histórico real al que la posteridad había convertido en dios.

Pero Gabriel aún tenía más objeciones, y quería saber cómo las afrontaba Valbuena.

– Hay más datos en contra de Santorini. Platón dijo que la Atlántida estaba más allá de las Columnas de Hércules. Bueno, él lo llamaría Heracles, claro.

– Eso es el estrecho de Gibraltar -apuntó Herman, y después masculló algo sobre «esos cabrones de los ingleses».

– En épocas más antiguas -respondió Valbuena-, los griegos llamaron Columnas de Heracles a los cabos de Malea y de Ténaro, que se encuentran en el Peloponeso, en el extremo sur de Grecia. Desde el punto de vista de un ateniense, para llegar a Santorini o a Creta había que navegar más allá de esos dos promontorios.

– Ignoraba ese dato -confesó Gabriel.

Inesperadamente, Valbuena no aprovechó esa confesión para hurgar sobre la cuestión de la ignorancia, sino que añadió:

– Algo más sobre la situación, señor Espada. Platón asegura en sus escritos que la Atlántida era mayor que Asia y Libia juntas. Pero…

Valbuena escribió en la pizarra dos palabras griegas. Μειζου y μεσου. Debajo las transcribió: meizon y meson.

– Meizon significa 'mayor'. «Mayor que Asia y Libia». Eso es lo que se lee en la versión oficial del texto platónico. En cambio, mesón significa 'entre, en medio'. Con una pequeña corrección leeríamos que la Atlántida está «entre Asia y Libia».

Gabriel se imaginó el mapa. Para los griegos, Asia era Turquía, y Libia el norte de África. Ciertamente, Santorini se encontraba entre ambas.

– La confusión es sencillísima -prosiguió Valbuena-. Máxime cuando en época de Platón meizon se escribía mezon, sin la i. Un error de copista, algo muy típico en la tradición manuscrita, y que además debe remontarse a los tiempos del propio Platón. Sus objeciones han quedado destruidas.

– Ya veo.

– Ahora bien, si no conocía usted mis contraargumentos, ¿qué le ha llevado a cambiar de opinión? Dice usted que tiende a creer ahora que la Atlántida estaba en el Egeo. ¿Por qué?

Gabriel sacó el móvil del bolsillo, subió el volumen al máximo y lo dejó sobre la mesa.

– Me gustaría que escuchara esto, profesor. Es la grabación de una anciana que está en las últimas fases del Alzheimer y que habla en sueños. Tengo razones para creer que el idioma que usa es la lengua de la Atlántida.

En la pantalla apareció el rostro de Milagros Romero. Gabriel pulsó el play y la anciana enferma empezó a hablar.

– ¡Dios, esto parece El exorcista! -dijo Herman.

– Por favor, señor Gil, refrene sus comentarios. Quiero oír esto.

Sería tal vez la extraña cualidad de la voz de Milagros, que sonaba deformada por una especie de posesión demoníaca, tal como había sugerido Herman. Pero el caso es que Valbuena se sentó ante el móvil, formó un triángulo con las manos en la barbilla y miró y escuchó con atención.

– Rebobine la grabación, por favor -dijo al final. Tecnológicamente, Valbuena debía haberse quedado anclado en los tiempos del magnetófono y las cintas de vídeo.

Esta vez cerró los ojos para concentrarse mejor en lo que oía. Antes de que terminara, dijo:

– Párelo. Es suficiente.

Valbuena se levantó de nuevo y, sin decir nada, sacó de la estantería un volumen que debía pesar tres o cuatro kilos. Con cierto esfuerzo lo puso sobre la mesa. Scripta Minoa, rezaba el título. «Inscripciones minoicas», tradujo mentalmente Gabriel.

– Ésta es una edición muy reciente -dijo Valbuena, pasando los dedos sobre las tapas del libro como si acariciara un tesoro-. Los Scripta Minoa originales los publicó sir Arthur Evans, el descubridor del palacio de Cnosos. Pero aquella obra tiene más de un siglo, y ya le hacía falta una revisión.

Cuando empezó a pasar páginas, Gabriel reconoció algunas imágenes que había visto en Internet. Las fotografías, de gran calidad, reproducían tablillas de barro escritas en lineal A, una escritura silábica que representaba la antigua lengua de la Creta minoica. Al lado de cada fotografía aparecía otra versión de la tablilla, dibujada con trazos negros para que los signos se distinguieran con más nitidez, y por último una versión transcrita al alfabeto latino en la que cada sílaba aparecía separada por un guión.

– En realidad, aún no se ha conseguido descifrar el lineal A, pero al menos podemos leer la mayoría de las sílabas -dijo Valbuena.

Al final del libro había una lista de vocabulario de aquella lengua desconocida, en la que se sugerían posibles significados para algunos términos. Valbuena señaló ku-rai y ku-ro.

– Estas dos palabras han sonado varias veces en la grabación. Como ven aquí, se cree que pueden significar «todas» y «todo», respectivamente. Pero observen esta otra -dijo, retrocediendo un poco-. Se trata de a-ko-a-ne, que podría significar…

– Madre -dijo Gabriel, aunque el dedo de Valbuena tapaba la traducción.

– Así es. ¿Cómo…?

– ¿Podría leerse algo así como akkuane?

– Sí. El sistema silábico es bastante impreciso. También he escuchado en la grabación appardumba…

– Padre -dijo Gabriel, con decisión.

No podía decir que el idioma de los minoicos se hubiera grabado por completo en su mente después del sueño. Pero si alguien le ofrecía una pista, como estaba haciendo ahora Valbuena, las palabras salían como carpas enganchadas a un anzuelo. Según Platón, el conocimiento es recuerdo de saberes adquiridos en vidas anteriores. Ahora Gabriel estaba experimentando la reminiscencia, el auténtico conocimiento platónico.

– Isashara -musitó al recordar otro nombre importante.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Valbuena-. Repítalo, por favor.

– Isashara. También se escucha en la grabación. Es la gran diosa que vive en una montaña de fuego, al norte de Creta.

El dedo de Valbuena señaló otra de las columnas del vocabulario. Iasasarame, y la traducción: «Posible nombre de la Gran Diosa Madre de la religión cretense».

– ¿Acaso se dedica ahora a estudiar lineal A, señor Espada?

– Le puedo asegurar que lo único que sé de esa lengua lo he encontrado en Internet poco antes de venir a verle.

– Entonces, ¿cómo puede saber qué significan esas palabras?

Gabriel esperaba aquel momento. También lo temía, porque tendría que tomar una decisión. Contar la verdad -o al menos lo que él había vivido como tal-, o callarse. Dentro de su mente, arrojó una moneda al aire.

Salió cara. El rostro de la verdad.

Así que habló, y les contó la visión que había recibido del ritual del toro, de la herida de Kiru y su milagrosa curación. Y de la Atlántida.

Cuando terminó, Gabriel estaba convencido de que Valbuena se iba a reír de él, o a echarlo de su casa por hacerle perder el tiempo con una historia tan absurda. Sin embargo, su antiguo profesor se atusó las puntas del bigote, pensativo.

Estaban en la cocina. A Valbuena, el relato le había parecido lo bastante interesante como para sugerir que se tomaran otro café, y por fin les había invitado a sentarse, aunque fuera en aquellas sillas de contrachapado forradas de fórmica y con patas de metal.

– Es evidente que ha sufrido usted una experiencia extrasensorial en la que se han combinado un contacto telepático con un fenómeno de regresión a vidas anteriores.

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