Tras varias maniobras de kamikaze, llegaron a las cinco menos dos minutos a la dirección indicada, en una calleja que se apartaba de la vía principal como una especie de capilar sanguíneo. El bloque, de ladrillo rojo, no tenía ascensor. Valbuena, como era de esperar por las leyes de Murphy, vivía en el cuarto piso. Gabriel subió los escalones de dos en dos, seguido por Herman, que no dejaba de rezongar.
A las paredes de la escalera no les habría venido mal una mano de pintura para tapar las grietas. Aquella barriada era de la época de la explosión demográfica y, como empezaba a pasarlos ya a los baby boomers de los que hablaba Celeste, pedía a gritos una terapia de rejuvenecimiento.
A Gabriel no le extrañó demasiado que Valbuena viviera allí. La única propiedad material que valoraba aquel hombre tan despegado eran los libros. Cuando sufrían sus clases, Gabriel y otros alumnos se preguntaron a menudo por qué alguien con tantos conocimientos no se presentaba a las oposiciones para la enseñanza pública, donde se impartían menos horas de clase y, sobre todo, se cobraba más sueldo. Unos años después se enteró de la razón gracias a un antiguo compañero, que le explicó:
– En realidad, Valbuena estudió Filosofía, no Historia, y se presentó a las oposiciones de esa asignatura a finales de los setenta.
El tema que tuvo que defender Valbuena ante los examinadores versaba sobre los filósofos presocráticos. Pero su visión era algo heterodoxa. Cuando relacionó a Empédocles, Parménides y Pitágoras con el chamanismo, la reencarnación y los viajes astrales, los profesores que formaban el tribunal empezaron a interrumpirlo para rebatir sus argumentos.
A la tercera vez que le discutieron, Valbuena, que tenía veintipocos años, cortó en seco su exposición y dijo:
– Ustedes cinco carecen de preparación para juzgarme a mí. Me niego a seguir con esta pantomima legal. Buenas tardes.
Con estas palabras dejó sentado y boquiabierto al tribunal y se marchó a su casa. Jamás volvió a presentarse a las oposiciones.
Por suerte para él, el director del colegio Galileo, que era amigo de su familia, lo contrató. Como la plaza de filosofía ya estaba ocupada, Valbuena empezó a dar clases de historia, y seguía impartiéndolas cuando pasaron por sus manos Gabriel y Herman. Como a tantos otros alumnos, les había dejado una huella indeleble, y no precisamente para bien. Pero ahora Gabriel esperaba que su antiguo profesor, por una voz, le fuera útil.
Aunque Gabriel solía correr por el parque y nunca había fumado, cuando llegó al cuarto piso tenía las pulsaciones aceleradas. Llamó al timbre y aguardó.
– Espere un momento.
La voz sonaba pegada a la puerta, por lo que Gabriel no comprendió a qué debía esperar. Mientras tanto, Herman apareció en el rellano resoplando y descansó unos segundos apoyando las manos en las rodillas.
– Tengo que perder diez kilos -jadeó.
Unos segundos después, la puerta se abrió. Al otro lado, Valbuena comprobaba la hora en un reloj plateado.
– Las cinco en punto -dijo con aire satisfecho, recogiendo meticulosamente la leontina y guardando el reloj en el bolsillo de la chaqueta.
Valbuena vestía un traje gris con corbata oscura, como cuando les daba clase. No era un modelo de último diseño, y tal vez ni siquiera del siglo xxi. Llevaba la barba muy recortada y su sempiterno bigote imperial con las guías enhiestas, todo ello teñido de negro, como el cabello, sin el menor rubor.
– Señor Espada, señor Gil, no los esperaba. Se supone que iba a recibir la visita de un tal Guillermo Escudero, pero tal vez escuché mal. Pasen, por favor.
Atravesaron el salón, lleno de estanterías con los anaqueles combados por el peso de los libros. Había una puerta cerrada que debía dar al dormitorio. Por lo que sabían, Valbuena era un solterón recalcitrante. No había allí fotos familiares ni cuadros con paisajes, ni juegos de café, cerámicas de Talavera o cualquier otro cachivache de los que acaban apoderándose de los salones a modo de okupas. Ni siquiera tenía televisión.
Las otras dos habitaciones abiertas también estaban plagadas de libros. En una de ellas había un escritorio, y hacia él los guió Valbuena. Para entrar, Gabriel y Herman tuvieron que agacharse, pues el profesor había aprovechado tanto el espacio que tenía incluso estanterías de escayola rebajando La altura de los dinteles.
– Ésta es la sala griega -les explicó.
Tenía los libros colocados de forma tan meticulosa como Herman sus tebeos. Los tomos azul celeste, les explicó, eran textos originales griegos editados por Oxford. Los de color teja eran de Hachette, los verdes ediciones bilingües de Loeb y los de color azul oscuro eran traducciones anotadas de Gredos. Por supuesto, todos los volúmenes estaban clasificados por autor.
Gabriel observó el escritorio, intrigado. No había ordenador ni nada que se le pareciera. Lo más avanzado de aquella sala era una pizarra veleda montada sobre un caballete.
– ¿Está buscando algún tipo de artefacto informático, señor Espada?
– Bueno, no esperaba que…
– Sin duda están pensando que soy un vejestorio chapado a la antigua. Durante unos años instalé un ordenador con Internet en otra de las habitaciones. Pero lo quité. ¿Adivina por qué, señor Gil?
– No sé -respondió Herman-. Porque le parece que Internet es una chorrada, supongo.
– Se equivoca. No pensé que Internet fuera… ese término tan chocarrero que acaba de utilizar. En absoluto, comprobé que en Internet podían encontrarse informaciones muy interesantes. Pero el ruido superaba a la comunicación en un noventa y nueve por ciento. Por no hablar de la denominada «multitarea». «Nulitarea» la llamaría yo. ¿Saben que me jubilé el curso pasado?
– No creí que tuviera edad para eso -lo aduló sin rebozo Gabriel.
– Sé que parezco más joven. Se debe a que no fumo, no mantengo relaciones sexuales, jamás he practicado deporte y por las noches me tomo una copita de coñac.
Pese a que la voz y el gesto eran severos, la mirada tras las gafas relucía con una chispa peculiar, casi picara. ¿Les estaría tomando el pelo?
– Pues bien -prosiguió Valbuena-, ahora que contemplo con visión retrospectiva mis cuarenta años de experiencia docente, puedo asegurarles que, en comparación con los intelectualmente desconcentrados, económicamente consentidos y emocionalmente volátiles alumnos de ahora, ustedes parecían casi personas. Todo ello hemos de agradecérselo a las nuevas tecnologías de la desinformación y a la tan cacareada nulitarea.
Gabriel y Herman intercambiaron una mirada. El gesto de Herman decía algo así como: «¿Tú crees que es un insulto o un cumplido?».
– Tras su pueril intento de engañarme con un nombre falso para que accediera a recibirlo, ¿qué tiene usted que decirme, señor Espada?
– En realidad no era mi intención. Guillermo Escudero es el seudónimo que utilizo para escribir.
– Será ahora, porque cuando escribió esa nadería insustancial titulada Desmontando la Atlántida firmó con su propio nombre.
¿Quién se iba a imaginar que Valbuena se rebajaría a hojear un libro de divulgación? Gabriel oyó una especie de estertor perruno y se dio la vuelta. Era Herman, que tenía la cabeza agachada e intentaba contener la risa.
– Por eso mismo. Como ya escribí un libro sobre la Atlántida y en el que estoy redactando ahora sostengo teorías diferentes, no quería confundir a los lectores usando el mismo nombre.
– ¿Qué teorías sostiene ahora, señor Espada?
¡Ah, aquella mirada, como en los viejos tiempos, cuando les ordenaba levantarse y les hacía una sola pregunta! Cero o diez. «Vale ya -se dijo Gabriel-. Tienes cuarenta y cinco años. No eres un colegial asustado».
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