Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Los domingos por la mañana Joey solía dormir hasta las once, aprovechando que su madre trabajaba en el restaurante y que a su padre también se le pegaban las sábanas. Por eso, cuando empezaron a aporrearle la puerta con violencia, se despertó con el corazón en la boca.

– ¡Levanta, Joey! -gritaba su madre-. ¿Qué horas son éstas de seguir en la cama?

No eran más que las diez. ¿Qué hacía su madre en casa a esa hora? Lo curioso era que, pese a la premura de su voz, no parecía enfadada. Más bien acelerada.

Joey salió de la habitación frotándose los ojos. Su padre, que la noche antes había bebido alguna cerveza de más, apareció en el pasillo bostezando y rascándose el trasero.

– ¿Se puede saber qué haces tan temprano de vuelta, Teresa? -preguntó.

– Pues resulta que se inundó el restaurante -contestó la madre de Joey.

– ¿Pero cómo? Si últimamente no llovió nada…

– Pues ya ves. Reventaron unas cañerías y quedó todo hecho una porquería. El dueño tiene que cerrar diez días. ¿Adivinaron qué? -añadió la madre, mirándolos a los dos.

Joey se lo había imaginado. Su madre quería visitar a Linda. Después de casarse, la hermana de Joey se había mudado a San Diego. Su marido Charlie trabajaba en la base naval como personal de mantenimiento y Linda había conseguido un puesto como maestra en un parvulario. La pareja incluso había comprado una casa de verdad, no un móvil cuyas paredes se podían atravesar con una patada.

Sin embargo, el reclamo irresistible que atraía a la madre de Joey no era aquella casa, sino su nieta Andrea, que tenía quince meses. La habían visto durante las vacaciones de primavera, ya que Linda y su marido habían venido a visitarlos; pero aquel permiso improvisado era una ocasión que la abuela Carrasco no iba a dejar escapar, máxime cuando su esposo estaba en paro.

– Mamá, yo no puedo ir -dijo Joey.

Aquello provocó una breve discusión. Joey explicó que tenía que entregar varios trabajos y que tanto el jueves como el viernes le esperaban exámenes importantes. Su madre titubeó. Su deber materno exigía que se preocupara sobre todo de su hijo de catorce años, pero su instinto de abuela la llevaba a San Diego a ver a una criatura que, por otra parte, se encontraba perfectamente atendida.

Luisa lo organizó todo con rapidez. Pasó revista al congelador, habló con Rosa Moral, la vecina del 115, que prometió echarle un ojo a Joey, y pegó un papel sobre la nevera con todo lo que debía comer y no comer su hijo durante esos días.

– Tranquila, mamá -dijo Joey-. Además, está Randall.

A Joey también le apetecía ver a su hermana. Más, por otra parte, no tardaba en aburrirse de las absurdas conversaciones que sostenían los mayores delante de Andrea, compuestas de monosílabos, balbuceos y palmadas, todo ello aderezado con sonrisas bobaliconas, gestos exagerados y ojos abiertos como platos. Además, la perspectiva de quedarse solo unos días le resultaba emocionante.

El resto de la mañana se pasó en preparativos frenéticos. A mediodía, los padres de Joey ya tenían listo el equipaje. Una vez cargado el viejo coche familiar, su madre le regaló unos cuantos consejos e instrucciones más ya en la puerta.

– Me portaré bien, mamá. No te preocupes.

– Una coca-cola al día no más, que te conozco, ¿eh?

– Sí, mamá.

Joey ya tenía sus planes. Se frotaba las manos por dentro pensando en sus noches temáticas de Star Trek, Dune y El señor de los anillos en 3D, regadas con coca-cola y alimentadas con varios sabores de pizza. Ya procuraría luego hacer desaparecer los cartones de las pizzas y reponer las latas de refresco.

De pronto su madre se quedó mirándolo muy seria, y Joey se temió: «Me ha leído el pensamiento».

Creo que deberías venir con nosotros.

Mamá, que tengo el instituto.

Ella lo abrazó con fuerza.

– No sé, de pronto he tenido un mal presentimiento, como si no fuéramos a volver a vernos en mucho tiempo.

– Sólo os vais una semana, mamá. Ya verás qué pronto se pasa.

Cuando por fin montaron en el coche, la madre de Joey tenía los ojos húmedos. No mucho después, Teresa Sánchez comprendería que la inundación del restaurante les había salvado la vida a ella y a su marido.

La suerte que pudiera correr Joey era otra cosa.

Capítulo 21

Madrid, La Latina.

Gabriel pasó la mañana del domingo durmiendo a saltos. No era capaz de conciliar un sueño profundo, pero cuando se despertaba tampoco conseguía estar lo bastante alerta. Sus pensamientos vagaban en asociaciones libres, a veces absurdas, de tal manera que luego le resultó difícil recordar cuándo había estado dormido y cuándo en vigilia. Sus propias vivencias se mezclaban con las de Kiru, a la que en un momento dado llevó a un cóctel ofrecido por Sybil Kosmos en el palacio más chic de la Atlántida. «Hola, Kiru. Te presento a Sybil. Mira, ésta es Iris. Seguro que os lleváis muy bien».

Entre cabezada y cabezada, consiguió que la compañía eléctrica le restableciera el suministro, aunque a costa de entramparse más con la tarjeta de crédito. Si la fortuna no le sonreía con un buen golpe en cuestión de dos o tres semanas, Gabriel se veía haciendo el hatillo y escapando de Madrid.

«Que paren el mundo, que me bajo», pensó por enésima vez en los últimos días. Y luego recordó que, según Iris, tal vez él y todos los demás habitantes del planeta se iban a ver apeados en marcha.

A la una y media bajó a la tienda de la esquina por provisiones. Entre otros víveres, compró leche y galletas para Frodo, que había pasado la noche en su casa. Gabriel había oído en algún sitio que a los cachorros les tranquilizaba dormir oyendo el tictac de un reloj, porque se parecía a los latidos del corazón de su madre. Antes de salir de casa para leerle las cartas a Iris, había sacado de un cajón un viejo despertador, lo había envuelto en una toalla de tocador y lo había metido en la caja de cartón que se había convertido en la cama de Frodo.

Al parecer, el arreglo había sido satisfactorio. También lo fue la nueva ración de leche y galletas desmenuzadas, a juzgar por la forma en que el cachorro agitaba la cola mientras comía.

A las dos le llamó Herman.

– Ya he localizado a Valbuena. Vive en la calle Arroyo de Fontarrón, en Morátalaz. También he conseguido su telefono.

Al ver el prefijo 91, Gabriel preguntó:

– ¿No tiene móvil?

– Se ve que no.

– Debe ser uno de los pocos humanos desmovilizados que quedan sobre la Tierra.

– Tampoco tiene correo electrónico ni está en el Socialnet. He tenido que buscar en la guía de teléfonos.

– ¿Y cómo sabes entonces que es él y no cualquier otro C. Valbuena?

– Porque le llamé a mediodía para venderle una enciclopedia y me dijo: «Señor mío, aquí en mi hogar guardo más de quince mil libros selectos y perfectamente catalogados. ¿Qué le hace a usted pensar que necesito su refrito do saberes estereotipados y superficiales de segunda mano?»

– Ese es nuestro Valbuena. Voy a hablar con él ahora mismo. Luego te cuento.

Gabriel colgó y después marcó el número de Valbuena. Mientras oía las señales, tragó saliva, y se dio cuenta de que se le había acelerado el pulso. «El que es tu profesor lo sigue siendo siempre», pensó.

– Dígame -respondió una voz neutra.

– ¿Don César Valbuena? -preguntó Gabriel. Por más años que hubieran pasado, no se atrevía a apearle el tratamiento.

– Sí. Dígame.

Con muchos rodeos, Gabriel le explicó que era un antiguo alumno del centro al que no había dado clase, pero que gracias a terceros había oído hablar de él y de sus conocimientos del mundo antiguo. Puesto que estaba escribiendo precisamente una monografía, ¿le importaría recibirle para una entrevista sobre los mitos de Platón y, en particular, la Atlántida?

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