«Quieres creer en él porque te resulta atractivo», se dijo. Pero lo cierto era que le había pagado a aquel hombre cuatrocientos euros por que le tomara el pelo. Menos mal que, aunque la idea se le había pasado por la cabeza, no había llegado a besarlo. «Dios mío, ¿y si me hubiera acostado con él?», pensó, ruborizándose todavía más.
El timbre del teléfono «extraoficial» la sacó de sus pensamientos.
Iris tenía dos nokias iguales de color blanco, cada uno con un número y una cuenta bancaria diferentes. Había decidido comprar el segundo hacía un par de años, harta de que Finnur le trasteara con el móvil. Su novio no sólo le cogía las llamadas cuando ella estaba en la ducha, sino que le leía los mensajes y a veces los respondía por ella. También le borraba o le cambiaba los móviles de antiguos compañeros de clase o de amigos que considerase atractivos y, por tanto, peligrosos.
Desde entonces, Iris siempre dejaba al alcance de Finnur el móvil oficial y se guardaba junto a ella el otro, con el que se ponía en contacto con todas aquellas personas que su novio no habría aprobado.
Entre ellos, el hombre que la estaba llamando ahora: Eyvindur Freisson. Vulcanólogo y biogeoquímico, y profesor de postgrado de Iris en el Osservatorio Vesuviano.
Iris dudó un segundo. No le quedaban muchas ganas de hablar ahora, pero Eyvindur siempre tenía algo curioso que contar, y le vendría bien para olvidarse del estúpido engaño que había sufrido el día anterior. De modo que contestó.
– ¿A que no sabes el lío que he organizado esta vez? -dijo Eyvindur sin más preámbulos.
– Pues no, la verdad. He tenido unos días algo agitados. Mi padre ha muerto.
– Ah -se limitó a contestar Eyvindur.
Iris no se ofendió por su laconismo, pues lo conocía de sobra. Eyvindur debía estar pensando en lo que él quería contarle a Iris, no en lo que podía escuchar. Aunque era un hombre atractivo y un auténtico encantador de serpientes, cuando su mente se concentraba en algo, su empatía se reducía a cero y no le importaba un comino lo que su interlocutor pudiera sentir o pensar.
Excepto, claro, que se tratara de una interlocutora y quisiera acostarse con ella. Seducir mujeres en general y jovencitas en particular se le daba de perlas. Iris lo sabía de primera mano, pues ella y Eyvindur habían sido amantes durante los meses que estudió en el Osservatorio Vesuviano. Por aquella época, había roto con Finnur después de un noviazgo de año y medio. Después volvieron, pero en el ínterin se produjo el affaire con Eyvindur.
Era algo que Finnur no le perdonaba, y se lo sacaba a colación siempre que podía.
– ¿Cómo pudiste acostarte con un viejo como ése?
– No era tan viejo. Sólo tenía cincuenta y pocos años -contestaba Iris. En realidad, eran cincuenta y siete.
– ¿Sólo? -preguntaba Finnur con retintín, y luego se explayaba en una descripción de lo que, según él, debía ser un amante cincuentón. El vello corporal largo, blanco y áspero, la barriga flácida y colgante (al igual que otras partes del cuerpo, se apresuraba a añadir), el olor dulzón a enfermedad y hospital que exudaban los viejos.
De nada servía que Iris le dijera que Eyvindur se conservaba en forma en todos los sentidos y que, por supuesto, no era tan viejo como para oler a asilo. Pues, después de criticar el físico de Eyvindur, Finnur la emprendía con sus teorías.
Los ataques de Finnur eran claramente ad hóminem y se debían a un ataque de cuernos injustificado, por cuanto en aquellos meses Iris y él no eran novios oficiales. Pero había que reconocer que Finnur no estaba solo en sus argumentos: a lo largo de su carrera, Eyvindur se había ganado más detractores que admiradores.
Todos reconocían que era un hombre brillante. Como biogeoquímico, sus estudios sobre el uso de microorganismos para descomponer plásticos a gran escala y convertirlos en materias reutilizables podrían haberle valido el Nobel. Pero en lo personal y profesional se saltaba todas las normas. Su adagio favorito lo había extraído de las Fundaciones de Asimov: «Nunca permitas que tu sentido de la moral te impida hacer lo que está bien».
En cuanto a lo intelectual, tenía un impulso irrefrenable que lo llevaba a abrazar teorías que él consideraba heterodoxas y otros tildaban directamente de «descabelladas». Iris creía en muchas de ellas, en parte porque ella misma era un poco iconoclasta y en parte porque Eyvindur la fascinaba. Pero normalmente no se atrevía a expresar esas teorías en voz alta ni por escrito.
– Cuéntame cuál es ese lío, Eyvindur.
– ¿No has visto las noticias?
– Hay millones de noticias en la red. ¿A qué te refieres ;'
– La gente ha empezado a evacuar Nápoles. ¿Se ha anunciado una alerta por el Vesubio? Ni se ha anunciado ni ha sido por el Vesubio.
– ¿Qué quieres decir? -A Eyvindur le gustaban los rodeos y las adivinanzas, algo que a veces divertía a Iris, pero que en otras ocasiones la sacaba de quicio.
– Que no hay alerta oficial. Fui yo quien dijo ante las cámaras de televisión que lo mejor que podía hacer todo el mundo era preparar las maletas y marcharse lo más lejos posible.
– ¿Y la gente te ha hecho caso?
– Los napolitanos tienen mucha pachorra, ya sabes. Recuerda ese hospital que inauguraron a siete kilómetros del Vesubio.
– Sí, no es que se preocupen mucho por el volcán.
– Yo calculo que me habrá hecho caso la décima parte de la población, sobre todo porque las autoridades y el propio Osservatorio se han apresurado a desmentirme. Pero con ese diez por ciento ha bastado para colapsar las carreteras.
El vulcanólogo sonreía como un niño satisfecho de su última trastada.
– ¿Y lo dices con esa calma?
Eyvindur se encogió de hombros.
– He perdido mi puesto en el Osservatorio. Pero no me preocupa.
– Claro, a estas alturas qué más te da.
– Me duele que me malinterpretes precisamente tú, Iris. No tiene que ver con mi edad ni con la jubilación. He hecho lo correcto. Y ya te he dicho que no se trata del Vesubio.
– ¿Los Campi Flegri?
Eyvindur asintió.
– Ya sabes que esta zona siempre ha destacado porque el terreno sube y baja muy despacio, como se puede comprobar por el nivel de la costa.
– Aja -dijo Iris. Aquel fenómeno se llamaba «bradiseísmo».
– Ahora el suelo lleva varias semanas subiendo, algo que ha ocurrido otras veces, pero no tan rápido.
– ¿Cuánto?
– Cuarenta centímetros en la última semana.
Cuando Iris silbó entre dientes, Eyvindur sonrió satisfecho.
– No es sólo eso. Se están produciendo microtemblores que aquí no son normales. También hay cambios en la composición de la Solfatara, y el lago Averno muestra un contenido muy alto de dióxido de carbono.
– O sea, que…
– … que la cámara de magma está llenándose a gran velocidad. Y no hablamos de una cámara como la del Vesubio, sino de algo mucho más grande. Muchísimo más grande.
– ¿Y por qué el Osservatorio no ha dado todavía la alarma?
– Tienen miedo de volver a pifiarla como en 2012. Acabarán dando la alarma, seguro, pero me temo que ya será demasiado tarde.
– Igual que en Santorini -dijo Iris-. Todo está ocurriendo demasiado rápido.
– Más incluso de lo que te imaginas. Pero no te llamaba exactamente por eso.
– Cuéntame. -Iris levantó la mirada hacia la pantalla. Quedaban tres minutos para el embarque-. Rápido, no tengo mucho tiempo.
– He detectado nanobios más abajo que nunca, Iris. Y además se están multiplicando.
Iris asintió.
Una de las razones por las que muchos colegas miraban con escepticismo a Eyvindur era su obsesión por estudiar la vida que bullía bajo la corteza terrestre.
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