Pero aquella visión se esfumó al instante, y en su lugar encontró el rostro de un varón cuarentón, ojeroso y de rasgos afilados al que no le vendría mal afeitarse.
La mujer que le esperaba fuera del baño se llamaba Celeste. Él se encontraba en la clínica Gilgamesh. Había llegado allí para investigar un sueño sobre la Atlántida.
Y lo había encontrado. Pero de una forma mucho más dramática de lo que esperaba.
«Eso no ha sido un sueño», se corrigió. Conocía bien la naturaleza cambiante y tornadiza de los sueños, listaba convencido de que, si se pudieran rodar, las imágenes resultantes serían mucho más anárquicas e incoherentes de lo que la gente solía creer, y apenas podrían obtenerse dos fotogramas seguidos con un mínimo de continuidad.
La prueba más evidente la tenía cuando intentaba leer en sueños, en la típica pesadilla en que volvía al instituto y tenía que contestar un examen que, simplemente, no en tendía: las palabras que formaban las preguntas se retorcían y mutaban sobre el papel convirtiéndolo todo en un galimatías sin sentido que nunca se estaba quieto.
La impresión que le habían dejado las visiones que acababa de tener era muy distinta. Era como asistir a una sesión de cine sensorial, con la particularidad de que había compartido los pensamientos de la protagonista, y también el dolor, la excitación, el miedo, el tacto, los olores e incluso las sensaciones internas del cuerpo, desde el hambre a los movimientos intestinales o, algo mucho más desconcertante para él, las secreciones vaginales.
La experiencia había sido tan intensa, maravillosa y aterradora, que al pronto pensó en contárselo a Celeste. Pero, reflexionando algo más, se dio cuenta de que le convenía que lo sucedido reposara un poco en su mente. Antes de que los demás lo tomaran por loco, quería saber si él mismo se consideraba un chiflado.
– ¿Cómo han sido las ondas de Milagros? -preguntó al salir del baño-. ¿Ha hablado?
– Parece que a ratos. No he estado todo el tiempo aquí, pero he dejado el móvil grabando su voz. ¿Te encuentras mejor?
– Sólo estaba un poco aturdido. A veces me pasa cuando me despierto de golpe -dijo Gabriel, mientras se ponía la cazadora. Aunque en la habitación reinaba el calor típico de los hospitales, se había quedado frío-. Por cierto, ¿he hablado yo?
– ¿Tú? Tranquilo, no has pronunciado el nombre de otra mujer en sueños, si eso es lo que te preocupa.
– ¿He hablado o no?
– Pues que yo sepa no. No entiendo por qué…
– ¿Puedes pasarme la grabación de Milagros al móvil?
La anciana seguía durmiendo, pero ahora parecía hallarse en la fase 2 del sueño, con ondas theta y complejos K. Mientras la observaba, Gabriel escuchó algunos momentos de la grabación.
Al oírla, sintió una intensa emoción, y de nuevo tuvo la tentación de contarle a Celeste lo que le había pasado. De pronto las palabras le resultaban familiares. Sabía que las había escuchado en el sueño y notaba que estaba a punto de captarlas. Era como tener algo en la punta de la lengua, pero al revés. ¿Cómo se diría, «en la punta de la oreja»?
– Widina -repitió en voz alta al oírselo a la anciana.
– ¿Qué has dicho?
– Nada, nada.
Era uno de los nombres que recibía el país donde vivía Kiru. Y la joven sabía que la Atlántida se encontraba al norte del país de Widina.
¿Dónde se hallaba Widina? El estilo de la ropa, la forma de las columnas del palacio, los frescos que decoraban las paredes, el ritual del toro: todo apuntaba a Creta y a la cultura minoica.
Cruzando el mar hacia las estrellas del norte. Para Kiru la Atlántida y su montaña de fuego eran un lugar remoto. Pero, por lo que sabía Gabriel de ella, apenas había salido del Palacio de las Hachas en toda su vida. Una distancia de cien kilómetros atravesando el mar podía ser para ella como viajar a la Luna.
¿Qué había al norte de Creta? Santorini y su isla principal, Tera.
El lugar donde trabajaba Iris. El nombre que había leído en su mente. ¿Era Santorini la Atlántida?
Hacía poco más de veinticuatro horas que Gabriel había saltado de la cama, empujado por el pánico que había provocado en él un sueño incomprensible. Desde entonces, todo parecía moverse en el mismo terreno surrealista y onírico. Ahora, mientras escuchaba la grabación y contemplaba aquel rostro devastado por la edad y la demencia, se pellizcó con fuerza el dorso de la mano. La sensación era todo lo real que podía serlo, pero no más que las que había experimentado en sueños. De hecho, era muchísimo menos vivida y dolorosa que la cornada que había desgarrado su seno en el patio del viejo palacio.
De algo estaba seguro. No se había vuelto loco. Gracias a la anciana con Alzheimer, había recibido una visión del remoto pasado.
Una visión de los tiempos de la Atlántida.
DOMINGO
Pozzuoli, cerca de Nápoles.
Eyvindur Freisson amaba los volcanes. Por egolátrico que fuese, ya que el mundo debía terminarse para él, no le parecía mal que se acabara también para todos los demás y que la causa de aquel Menschendammerung fueran los monstruos de fuego y lava a los que había consagrado su vida.
Tal como había empezado su relación con los volcanes, su sentimiento hacia ellos debería haber sido de odio. Eyvindur había nacido en Heimaey, una isla de pescadores que medía poco más de diez kilómetros cuadrados y se hallaba a menos de una hora en barca de Islandia.
Una madrugada de enero, cuando tenía dieciséis años, Eyvindur soñó que se precipitaba por un acantilado mientras buscaba huevos de frailecillo. Al despertar, descubrió que se había caído de la cama y que todo el suelo temblaba como si un gigante de Jotunheim sacudiera la casa con sus manazas de roca.
Minutos después, con los ojos llenos de legañas, se encontraba en la calle junto con sus padres y su hermana. Al este de la ciudad, a apenas un kilómetro de su casa, un espectacular penacho de lava incandescente se recortaba contra la oscuridad de la noche. Por lo que supieron luego, en el suelo de la isla se había abierto de repente una grieta de más de kilómetro y medio de longitud que empezó a escupir lava, cenizas y gases ardientes.
Eyvindur se quedó boquiabierto contemplando aquel surtidor rojo. Estaba a más de mil metros de su casa, pero el calor de la roca fundida le llegaba a las mejillas y el fragor de la erupción retumbaba en el aire como diez tormentas juntas. Se habría quedado allí hasta que la lava lo alcanzara, pero su padre lo agarró del brazo y tiró de él.
– ¿Estás loco? Tenemos que recoger todo lo que podamos y marcharnos de aquí.
Por suerte, como estaban en pleno invierno y hacía muy mal tiempo, todos los barcos y botes pesqueros de la isla se hallaban amarrados en el puerto. Apenas había pasado media hora cuando la mayoría de los cinco mil habitantes de la isla navegaban hacia Islandia en setenta embarcaciones.
Pero hubo doscientas personas que se quedaron atrás para luchar contra la erupción y salvar la ciudad. Entre ellas se encontraba Eyvindur, que saltó a última hora de uno de los botes, pese a que sus padres le gritaron y amenazaron para que volviera atrás. La mayoría de los ciudadanos que se quedaron en la isla de Heimaey lo hicieron por sentido del deber, por altruismo o por salvar sus propias casas. Pero Eyvindur actuó impulsado por la curiosidad. El espectáculo de los chorros de lava incandescente recortándose contra el cielo lo tenía hipnotizado, y cada vez que un nuevo estampido hacía retemblar la isla la adrenalina despertaba en sus venas un calor tan ardiente como el de la roca fundida.
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