Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– Veré lo que puedo hacer.

Frente a ambas camas había un sillón tapizado en color crema que estaba pidiendo a gritos que alguien lo usara. Cuando Celeste salió de la habitación, Gabriel se sentó en él, pulsó un botón que tenía junto al brazo derecho y comprobó que al hacerlo salía una extensión para estirar las piernas. Habían diseñado el asiento para alguien más bajo que él y el reposapiés apenas le llegaba por debajo de las rodillas, pero resultaba bastante cómodo.

Gabriel cerró los ojos. Mientras pensaba en ondas del sueño, las beta propias de la vigilia se convirtieron en alfa y su respiración empezó a acompasarse. Sus pensamientos empezaron a vagar en asociaciones libres, apenas controlados por su voluntad. Iris, Celeste y la jovencísima C le hablaban de volcanes que hundían continentes perdidos, mientras el camarero le traía una y otra vez un steak tartar achicharrado y se lo volvía a llevar.

Sus ondas se hicieron más lentas y amplias, su respiración se volvió más profunda y su cabeza se venció sobre la mullida oreja del sillón. Cuando aparecieron los complejos K, Gabriel ya no podía pensar en ellos. Se había hundido en las oscuras aguas de Morfeo, y estaba tan cansado que siguió buceando en picado hasta las ignotas profundidades de las ondas delta.

Y fue entonces, en el momento en que su mente debía hallarse en vacío y reposo absolutos, cuando empezó a soñar.

O algo parecido a soñar.

Capítulo 16

En algún tiempo y lugar

Extraño. Ajeno.

Fuera. Dentro.

Todo era distinto. Las dimensiones. Las formas. Los huecos. Los salientes. Erróneos.

Gabriel levantó los brazos sobre la cabeza, y al hacerlo notó que eran más cortos. «¿Me he vuelto más pequeño?», pensó.

A su alrededor se oían voces. Muchas. Decenas de voces hablando en un idioma desconocido y que, sin embargo, entendía.

Gabriel quiso mirar a la derecha, pero giró el cuello a la izquierda. Se dio cuenta de que no controlaba los movimientos. Los movimientos. No sus movimientos. Estaba escondido detrás de unas pupilas que no eran las suyas, agazapado entre unos tímpanos que no le pertenecían.

Estaba dentro de otra persona.

Por alguna razón, Gabriel pensó que aquella persona se hallaba tan desorientada como él. Era como si a ambos, a Gabriel Espada y a su anfitrión, los hubieran trasladado allí desde otro lugar.

No. En el caso de la persona en cuyo cuerpo se había aposentado Gabriel no había «otro lugar». Un pensamiento teñido de perplejidad y miedo resonó en el interior de su cabeza, y Gabriel captó sus reverberaciones como si aquel pensamiento lo hubiera concebido él mismo:

«No recuerdo nada antes de este momento».

Los ojos de su anfitrión giraron en derredor, explorando su entorno. Se encontraba en un patio de suelo enlosado, rodeado por una columnata de dos pisos e iluminado por antorchas que arrojaban luces y sombras cambiantes entre los pilares pintados de rojo y ocre. Las paredes del piso inferior se veían decoradas con hermosos frescos que representaban paisajes. Una balaustrada de madera rodeaba la galería del segundo piso, y sobre ella se acodaban decenas de personas, tal vez más de cien, hombres y mujeres mezclados. Era de noche, pero Gabriel no podía saber si lucían las estrellas o había nubes, pues el cielo se veía como una mancha negra e indistinta contra el perfil crepitante de las llamas.

Los hombres, de cabellos largos y trenzados, llevaban el torso al descubierto, salvo algunos más ancianos que vestían túnicas largas. Las prendas más comunes eran faldellines o taparrabos largos, muchos de ellos con taleguillas ceñidas que marcaban los genitales. Las mujeres, maquilladas y adornadas con diademas, collares y ajorcas de oro, vestían largas faldas de volantes de colores y vistosos corpiños que algunas llevaban abiertos para exhibir sus pechos.

El anfitrión de Gabriel siguió girando sobre sí mismo con los brazos en alto. Se hallaba en el centro del patio, pisando las losas frías con los pies descalzos. Pese a que aquella persona, fuese quien fuese, no recordaba cómo había llegado allí, sabía al menos que ese suelo era resbaladizo y que debía tener cuidado si no quería correr un grave peligro.

«Peligro, ¿por qué?», se preguntaron a la vez Gabriel y su anfitrión.

Además de la gente de la balaustrada superior, había tres personas más en el patio. Dos eran varones, jóvenes de veinte años como mucho. Ataviados con simples taparrabos, en sus cuerpos flexibles y morenos no sobraba una gota de grasa. La tercera era una muchacha de talle de junco, con el cabello recogido tras la nuca en una trenza rodeada por un cordón de oro. Vestía tan sólo una faja de tela alrededor de la cintura y las ingles, como los hombres. Cuando alzó los brazos para saludar, sus pechos, muy generosos para ser una joven tan delgada, se juntaron marcando una profunda línea de sombra entre los pezones pintados de bermellón.

La noche era fresca a pesar de las antorchas. Gabriel notó cómo sus propias tetillas se ponían de punta. Su anfitrión las miró de reojo, y Gabriel comprendió las sensaciones raras que estaba experimentando en diversos lugares de su anatomía.

La persona en cuya mente y cuyo cuerpo se había incrustado en silenciosa simbiosis era una mujer.

«Y bastante joven», pensó Gabriel, juzgando por su piel y el aspecto de sus pechos. A Gabriel se le habían erguido las tetillas de frío en muchas ocasiones, pero aquella impresión era más intensa, dolorosa y placentera al mismo tiempo. Sin embargo, lo más extraño para él era lo que tenía entre las piernas y lo que a la vez le faltaba, la sorda y palpitante presencia / ausencia de algo que no alcanzaba a comprender.

El aire estaba empapado de olores. Las maderas aromáticas y la resina que ardían en antorchas y pebeteros, el sudor mezclado con el aceite que impregnaba cabelleras y pieles, perfumado a su vez con rosa, mirto o canela. El yeso húmedo de una pared recién blanqueada. El aroma pungente del ozono en la atmósfera, presagiando tormenta.

Entonces captó otro olor dulzón y pesado. Desagradable para Gabriel, neutral para su anfitriona. Olor a establo. La joven se dio la vuelta.

Un toro enorme, negro como la noche, entró en el patio por una puerta de madera claveteada cuyos batientes se acababan de abrir. El animal emitió un mugido ronco y profundo y cargó contra ella. No era un toro de lidia, pero tampoco un buey ni un cabestro, sino un semental agresivo y con instinto de embestida, armado de cuernos ceñidos con guirnaldas de oro y tan largos y aguzados como espadas.

La joven no tenía recuerdos. Era como si acabara de nacer en aquel momento. Sin embargo, obedeciendo a un instinto grabado en algún rincón inaccesible de su ser, se puso de puntillas y danzó en el sitio, con las manos en alto y el corazón palpitando como un timbal. Gabriel quiso gritarle que se apartara, que huyera, pero ella aguantó mientras el toro se le venía encima con la inercia de un furgón blindado sin frenos.

En el último momento, la muchacha se revolvió sobre sí misma como una peonza, acompañando el giro con una torsión de cintura. El cuerno derecho del toro pasó a apenas dos dedos de su cuerpo y Gabriel sintió su aliento húmedo y caliente en la piel del costado. En la balaustrada superior del patio se oyeron chillidos de terror y excitación, seguidos por un «ooohh» de alivio y admiración que no necesitaba traducción.

– ¡Kiru, bien! ¡Kiru, bien! -gritaron varias voces, y Gabriel y su anfitriona comprendieron que aquél era su nombre.

La muchacha se apartó del toro y las ajorcas que rodeaban sus tobillos tintinearon como cascabeles. Un extraño calor corrió por su vientre, mezcla de miedo, emoción y placer al oírse aclamada por la gente.

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