Joey tragó saliva, aterrorizado. ¿Que iba a ocurrir algo? ¿Y qué otra cosa podía ser sino que los iban a freír a tiros?
Por otra parte, si los desconocidos actuaban así era porque ellos también tenían miedo. ¿Qué le habían dicho a Randall? «Si intenta utilizar el Habla…». Joey no tenía la menor idea de a qué se referían. Pero, si su amigo se guardaba un as, era un momento inmejorable para sacarlo de la manga.
El tipo de la bolsa ya había llegado junto a ellos. Tenía la corpulencia de un culturista y medía cerca de dos metros. Sin contemplaciones, le retorció las manos a Randall detrás de la espalda y se dispuso a colocarle las esposas.
– No necesito pistola para romperte las vértebras, así que procura no abrir el pico -dijo. Por sus músculos, parecía capaz de cumplir la amenaza.
En ese momento el suelo volvió a trepidar. Joey captó algo con el rabillo del ojo y miró a su derecha. La superficie del lago se estaba levantando en una única e inmensa burbuja, como si un niño gigante jugase a hacer pompas de jabón debajo del agua.
– ¡Toma aire, Joey! -gritó Randall.
Joey se tiró boca abajo y llenó los pulmones como si fuera a bucear en la piscina. Durante una fracción de segundo esperó oír la seca detonación de un arma y, después, el chasquido de su propio cráneo al romperse antes de la negrura y el olvido total.
Pero lo que escuchó fue un ruido enorme, un estruendo como jamás en su vida había oído. Una vez habían llevado a los chicos de su clase a ver cómo demolían con dinamita un centro comercial. Pero este estrépito fue mucho más fuerte, una explosión ensordecedora que acalló cualquier otro ruido. El suelo tembló, una especie de huracán que parecía brotado de la nada sacudió a Joey y una lluvia caliente le salpicó la espalda.
«No respires», se repitió, muerto de pánico.
Una mano se cerró sobre su chaquetón y tiró de él. Joey se puso de pie y corrió detrás de Randall, que incluso cojeando por la herida se movía a una velocidad sorprendente. Una niebla sobrenatural los rodeaba, arrastrada por un viento que empujaba a Joey hacia la izquierda como si lo quisiera alejar del lago. Enseguida tuvo que cerrar los ojos, porque aquella niebla era corrosiva, y siguió a ciegas a Randall, que tiraba de él con fuerza hacia el coche.
«Estamos perdidos», pensó, notando ya cómo los pulmones le ardían por el esfuerzo y la falta de oxígeno. Pero aunque se estaba asfixiando no se atrevió a inhalar ni una brizna de aire. Debían encontrarse dentro de una nube de ácido. En el remoto caso de que llegaran vivos al coche, estaba convencido de que cuando se mirara en el espejo vería cómo la piel y la carne de la cara se le caían a tiras.
La aventura con Randall había dejado de parecerle tan emocionante.
* * * * *
Para Alborada, todo aquello era una especie de sueño absurdo.
Adriano Sousa y él habían salido de Madrid la noche del domingo al lunes en un reactor privado, un lujoso Gulfstream propiedad de Sybil Kosmos. Durante el vuelo, Alborada se enteró de que su destino era Fresno, en California.
Llegaron el lunes poco antes de amanecer. Alborada no había dormido apenas. Le costaba conciliar el sueño en los aviones, aunque fueran de lujo.
En el aeropuerto de Fresno los recibieron dos individuos de aspecto poco tranquilizador. No podría decirse de ellos que tuvieran aspecto patibulario, ya que venían afeitados y vestían trajes a medida con corbatas de seda, pero jamás los habría invitado a una fiesta en su casa. El mayor de los dos, un tal Monroe, les dijo que, gracias a la señal del móvil que había fotografiado los códices, tenían localizado al «objetivo» en la zona sur de Fresno. Al parecer, la zona era un parque de caravanas.
– Allí vive escoria de todo tipo -les explicó-. Habrá que andar con cuidado.
«El objetivo», pensó Alborada. Aquello parecía casi una operación militar. Según Sybil, el tipo al que buscaban tenía algo que le pertenecía a ella: su ADN. ¿Alguna mutación que quería patentar? No iba a ser fácil: el asunto de las patentes de genes humanos estaba sometido a discusión en varios tribunales internacionales.
«Como si a Sybil le importara lo que pueda decir la ley», pensó Alborada. Y el mercado de la genética movía cantidades indecentes de dinero.
Cuando llegaron al parque de caravanas, la señal del móvil que rastreaban se había alejado de allí. El pertenecía a un usuario llamado Joey Carrasco. Sabían que la persona a la que buscaban se ocultaba tras un nombre falso. Pero no podía ser Joey Carrasco, pues según la base de datos se trataba de un crío de catorce años.
Animado por unos cuantos billetes, el dueño del parque de caravanas les dijo que Joey Carrasco había salido de viaje con un tal Randall. Por su descripción, bien podía ser el individuo al que buscaba Sybil.
Al parecer, Randall y el muchacho se dirigían a Mammoth Lakes, un destino típico de vacaciones para los californianos. Se hallaba a más de cuatro horas en coche; pero no muy lejos del pueblo se encontraba el pequeño aeropuerto de Mammoth Yosemite, y en el reactor apenas necesitarían una hora para llegar.
Por culpa de los trámites necesarios, esa hora se había convertido en dos y media. Alborada, que apenas había pegado ojo durante el vuelo desde España, consiguió dar por fin una cabezada, pero fue tan breve que se despertó aún peor.
De modo que, cuando por fin localizaron a su presa, Alborada se encontraba de un humor perruno. Tenía Bueno, acidez de estómago y dolor de cabeza, y su cazadora no era lo bastante gruesa para el frío que hacía en aquel lugar. «La soleada California», pensó con sarcasmo.
El paraje donde encontraron al tal Randall era tranquilo y solitario. Cosa que no resultaba extraña teniendo en cuenta que los móviles de todos ellos habían recibido una alerta por posible erupción volcánica.
– No se ponga nervioso -le había dicho Monroe-. En California estamos acostumbrados a las alarmas. Cuando no es un terremoto es un incendio.
– Pero no es lo mismo. Ahora se trata de un volcán -respondió Alborada, mientras leía el largo mensaje de un organismo geológico yanqui cuya existencia desconocía hasta entonces.
Dentro de una hora estaremos despegando de vuelta a España -le dijo Sonsa. Tranquilícese.
Aunque Alborada siempre se había considerado un tipo con temple, era difícil estar tranquilo. Cuando vio que Sousa y sus dos secuaces americanos bajaban de los coches armados con pistolas de mirilla láser, pensó que, si la policía los detenía, sus alegaciones de que él no tenía nada que ver no resultarían nada convincentes.
Además, el muchacho que acompañaba a su «objetivo» era un crío. ¿Qué pretendían hacer con él? ¿Pegarle un tiro, secuestrarlo, llevárselo de Estados Unidos como si tal cosa?
– Yo me quedo en el coche -le dijo Alborada a Sousa-. No contéis conmigo para esto.
– ¿Qué te pasa? ¿No tienes nervio?
– Piensa lo que quieras. No voy a jugar a comandos.
«Y menos cuando no tengo a Sybil delante para manipular mi mente», pensó.
Desde el coche, Alborada observó cómo Sousa y los dos mercenarios se desplegaban con disciplina de paramilitares y apuntaban a Randall y al niño. Después oyó un disparo y vio a Randall caer de rodillas. ¿Tan peligroso era aquel individuo que tres tipos musculosos y armados no se atrevían a acercarse a él y tenían que dispararle desde lejos?
Alborada decidió cambiarse de asiento y ocupar el puesto del conductor. Si las cosas se ponían demasiado feas, siempre podía largarse de allí.
«De hecho -pensó-, debería salir pitando ahora mismo».
Fue entonces cuando llegó la locura.
Primero se oyó un runrún sordo en el subsuelo y el coche empezó a moverse a los lados como una cuna agitada por un epiléptico. Apenas unos instantes después sonó una explosión que hizo a Alborada dar un respingo y cerrar los ojos. Lo primero que pensó fue que Sousa y los matones habían disparado contra Randall y el chico, pero que lo habían hecho utilizando una batería de cañones antiaéreos.
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