Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– Pues llévenos allí cuanto antes. ¡Rápido!

Alborada pisó el acelerador y salió del aparcamiento. Al darse cuenta de que dejaban allí el Renegade con los libros en el maletero, Joey pensó que Randall debía ver la situación realmente mal para salir con tanta prisa, y se estremeció.

Siguieron por la carretera que los había traído hasta allí. En la superficie del lago Mary y de los Lagos Gemelos vieron piraguas vacías a la deriva, o con los dueños tendidos en ellas y con los brazos colgando flácidos por la borda. También encontraron algunos ciclistas tirados en el suelo, uno de ellos en el centro de la carretera, por lo que Alborada se vio obligado a dar un volantazo para no aplastar el cadáver.

– Conduce usted muy bien -le dijo Joey. Sospechaba que Randall ya se habría estrellado diez veces, y su padre no menos de veinte.

Alborada le miró y le sonrió. Era la primera vez que le veía hacerlo. Joey pensó que al sonreír se quitaba de golpe diez años.

Cuando dejaron atrás los lagos y tomaron el tramo de carretera que conducía al pueblo, Joey miró hacia la izquierda. No se veía a nadie esquiando en las pistas. Por lo que contaban los geólogos, la nube de CO 2no podía haber llegado tan arriba, pero era obvio que los esquiadores que estuvieran en la cima de la montaña se habían quedado allí, sin atreverse a bajar por la ladera.

El suelo volvió a temblar. La sacudida era relativamente débil, pero constante, acompañada por un sordo fragor que poco a poco iba aumentando de volumen. A pesar de que todo se movía a su alrededor, Alborada siguió pisando el acelerador con decisión. Al cabo de unos segundos, el temblor remitió.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Alborada.

– Se acerca la erupción -contestó Randall.

– Pero ¿dónde está el volcán? -Alborada se volvió a los lados. Joey se imaginó que andaba buscando el típico volcán de los dibujos y las fotos-. ¿Es esa montaña? -dijo, señalando la mole de Mammoth Mountain.

– Todo esto, en muchos kilómetros a la redonda, es una caldera volcánica. Puede estallar por cualquier parte, pero creo que va a empezar aquí abajo. Si no queremos aparecer en la estratosfera, tenemos que acelerar.

– ¿Quién es usted? ¿Cómo sabe todo eso?

– Lo sé, simplemente. Y usted debería saber quién soy yo, ya que estaba dispuesto a secuestrarme.

«Bien dicho», pensó Joey, mirando a Alborada para ver cómo respondía a aquello. El español sacudió la cabeza, sin soltar el volante.

– Yo sólo sé que Sybil Kosmos está interesada en usted por causa de un manuscrito que nadie ha conseguido descifrar, conocido como el Códice Voynich. Me dijeron que usted poseía otros textos similares, escritos en un alfabeto desconocido.

«Oh, oh», pensó Joey. ¿Quién había subido la foto de aquel libro a Internet? Él. ¿Quién tenía la culpa de lo sucedido? Él.

Decidió desviar la atención.

– ¿Por eso su amigo el de la coleta le disparó a Randall en la pierna?

– Te doy mi palabra de que ese individuo no era amigo mío, chico.

– Me llamo Joey.

En el mismo momento en que Joey terminó de pronunciar su nombre, el suelo se estremeció de nuevo. Pero esta vez el fragor fue mucho más sonoro, como si detrás de ellos estallara una gran bomba, y después otra y otra. En el retrovisor de dentro Joey pudo ver cómo una sombra negra aparecía de la nada. Se retorció como pudo en el asiento para mirar atrás.

Junto a la ladera izquierda de la montaña, en la zona de los lagos, una enorme nube negra había brotado del suelo. Pero en vez de bajar hacia el valle como había hecho la niebla tóxica, aquella nube subió disparada hacia el cielo, hasta que pronto ocupó toda la ventanilla trasera. Alborada aceleró aún más, mientras todo a su alrededor oscurecía.

– ¿Eso es la erupción? -gritó Alborada.

– ¡Sí! -respondió Randall.

Era casi imposible escuchar nada en medio de aquel estruendo. Apenas habían pasado unos segundos cuando empezó a llover.

Joey se corrigió. Lo que repiqueteaba sobre el techo y el capó del coche no era agua, sino piedrecillas. Pronto empezó a caer también ceniza oscura sobre ellos. Por encima de sus cabezas, la nube del volcán apareció en el cielo. Los había adelantado.

Cuando llegaron a Mammoth Lakes, la sombra de la erupción ya se cernía sobre el pueblo como un gigantesco manto de algodón negro. Alborada había puesto los limpiaparabrisas para quitar la ceniza del cristal. El rugido seguía en aumento, como si se encontraran metidos dentro de las cataratas del Niágara, y el cristal trasero parecía una ventana abierta a la boca de las tinieblas.

Al entrar en el pueblo encontraron decenas de cuerpos tendidos tanto en los arcenes como sobre el asfalto. Al parecer, la llegada de la nube tóxica había sorprendido a mucha gente en la calle. Alborada iba tan rápido que no pudo esquivar el cadáver de una mujer, y el todoterreno dio un bote al pasar sobre ella. Aun así, Joey observó que seguía reaccionando con la rapidez y la sangre fría de un piloto profesional.

«Hemos tenido suerte de que esté aquí», pensó.

Tras las ventanas de las casas y hoteles se veían luces encendidas y rostros aterrorizados pegados a los cristales. Muchas de las personas que habían sobrevivido al CO 2salían ahora y se apresuraban a montar en sus coches para huir de la erupción, aunque aún quedaban jirones e hilazas de aquella niebla mortal, escondidas en las concavidades del suelo como siniestros ectoplasmas extraterrestres.

Más adelante, la avenida se encontraba bloqueada por un choque entre varios vehículos. Alborada giró bruscamente a la derecha y tomó una calle lateral, aunque era de dirección prohibida. Otro coche venía de frente hacia ellos tocando el claxon. El español dio un nuevo volantazo para esquivarlo, y al hacerlo pasó tan cerca de otro vehículo aparcado que arrancó de cuajo el espejo retrovisor de la derecha.

– ¡Cuidado! -gritó Joey.

– Confía en él -dijo Randall.

– Me temo que no les queda otro remedio -respondió Alborada.

El todoterreno derribó una alambrada y entró en un campo de golf. Allí había más cadáveres, tal vez veinte o treinta, gente que no había recibido a tiempo el aviso sobre la nube asfixiante o que no había encontrado un lugar cercano donde refugiarse. Alborada atravesó el césped a más de ochenta kilómetros por hora, mientras la lluvia volcánica seguía repiqueteando sobre la chapa.

Tras salir del campo, entraron de nuevo por las calles del pueblo. Se oían gritos, cláxones, sirenas de bomberos y de ambulancias, todo ello ahogado por el ronco estruendo del volcán. Por delante del coche, el borde de la nube oscura seguía avanzando en el cielo: sólo al este se divisaba algo de azul, como una promesa de salvación cada vez más lejana.

Los limpiaparabrisas no descansaban, y producían un desagradable rechinar al arrastrar la ceniza sobre el cristal. Alborada recurrió un par de veces al chorro de agua, pero procuraba ahorrarla por si la lluvia de ceniza espesaba. Delante de ellos, una roca negra del tamaño de una sandía cayó sobre un coche aparcado y le destrozó el capó. Otras piedras, grandes corno puños, caían silbando al rojo vivo. Una golpeó en la cabeza a una cría de tres o cuatro años, y la madre que la llevaba de la mano tiró de ella varios metros sin darse cuenta de que su hija estaba muerta.

Al verlo, Joey se encogió en el asiento. Pensó que en las películas de catástrofes los niños solían salvarse. Pero al volcán que había despertado de su letargo bajo Long Valley no le conmovía la edad de sus víctimas.

– Dios Santo… -musitó Alborada. Joey se volvió hacia él. Tenía los ojos empañados y la boca tan apretada que los labios casi no se le veían.

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