Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Por un momento Joey pensó que los estaban siguiendo. Pero al cabo de un rato, el todoterreno se detuvo en el arcén.

Siguieron entre los árboles, pasando junto a varios lagos. Randall, que conocía bien la zona, le fue diciendo los nombres. Primero los Lagos Gemelos, después el Mary y el pequeño lago Mamie. Por encima de éste y de la espesura se levantaba un picacho que destacaba entre los demás, solitario y afilado como un hacha gigantesca abandonada por un hombre prehistórico.

– Crystal Crag -dijo Randall.

– Hace rato que no nos cruzamos con ningún coche -dijo Joey, consultando su móvil con cierta aprensión. De momento, no había recibido más alertas.

– En esta zona vienen más pescadores y senderistas que esquiadores, y todavía hace algo de frío para ellos. Por eso hay tan poca gente.

Después de seguir un kilómetro más entre coníferas, llegaron junto a otro lago. En su lado norte, en una cuesta que preludiaba la ladera de la montaña, había un aparcamiento en forma de doble bucle. En él vieron otro todoterreno, pero estaba vacío.

– Deben ser excursionistas o pescadores que lo han dejado aquí para seguir hasta el lago McLeod -le explicó Randall, mientras paraba el Renegade y echaba el freno de mano, una acción que en los coches modernos ya era innecesaria.

– ¿Y este lago como se llama?

– Horseshoe.

El móvil de Joey vibró en el bolsillo.

ALERTA NARANJA

La intensa actividad sísmica centrada actualmente en diversos focos de la caldera de Long Valley indica que cierto volumen de roca fundida está siendo inyectado en la corteza. Existe una alta probabilidad de que el magma alcance la superficie y produzca una erupción volcánica en las próximas horas o días.

No es posible predecir con precisión dónde saldrá el magma a la superficie, ni especificar la magnitud, duración o tipo de la erupción. Incluso es posible que el magma se detenga a cierta distancia de la superficie y no dé como resultado una erupción.

El mensaje seguía, mucho más largo que el de la alerta amarilla. ¿Cuántas palabras tendría la roja? Joey le pasó el teléfono a Randall, que leyó las primeras líneas con cara de preocupación.

– La verdad es que no entiendo por qué he venido aquí. -Randall meneó la cabeza. Después levantó la mirada hacia el lago y le devolvió el móvil a Joey-. Éste es un buen lugar para dar la vuelta. Pero antes quiero comprobar algo. Serán cinco minutos como mucho.

Ambos bajaron del coche. La brisa era gélida, pero los rayos de sol calentaban la ropa y lo poco de piel que Joey tenía expuesta al aire.

Estaban a unos cien metros del lago, que formaba una especie de triángulo cuyo vértice norte apuntaba hacia el aparcamiento. Pero lo que más llamó la atención a Joey se encontraba hacia el oeste, donde una flecha de madera anunciaba AL LAGO McLEOD.

En esa zona se veían tocones cortados y árboles caídos en el suelo. A partir de ese punto se levantaba todo un bosque fantasmal, cientos, tal vez miles de pinos con las ramas peladas, flacos y desnudos como prisioneros de un campo de concentración vegetal. La parte inferior de los árboles se veía blancuzca e insana, descolorida como si los hubieran sumergido en lejía durante años, y bajo ellos no crecía ni una brizna de hierba.

Tampoco se oían pájaros.

Joey se acercó al borde del bosque muerto. En el suelo había un cartel de metal, boca abajo. Joey le dio la vuelta. Bajo una calavera roja, unas grandes letras negras advertían: «Peligro. Zona de riesgo. CO 2».

Su profesora de biología les había dicho que el dióxido de carbono era peligroso, pero a largo plazo, porque provocaba el calentamiento global. ¿Qué riesgo inmediato podía suponer allí, junto al lago? Joey pensó que como los árboles se habían muerto ya no debían producir oxígeno, por lo que tal vez en esa zona había un exceso de CO 2. Su madre le había dicho una vez que era malo dormir en una habitación con plantas, porque de noche absorbían el oxígeno.

Olisqueó el aire. No sabía si era por culpa del CO 2, pero en el aire se percibía un ligero tufo a huevo podrido.

Se volvió hacia Randall para comentárselo. Su amigo estaba arrodillado, con los ojos cerrados y el cuerpo inclinado hasta el suelo, como un musulmán mirando a La Meca. O más bien, pensó al verlo con la oreja pegada a la arena, como un guía indio en las películas del Oeste.

Antes de que pudiera decirle nada, Joey oyó ruido de neumáticos. Por el primer bucle del aparcamiento acababa de entrar el todoterreno azul que había visto antes.

El coche aparcó a poca distancia del Renegade. De él salieron tres hombres. Había uno más, pero se quedó dentro, sentado en el asiento del copiloto.

Aquellos tipos le dieron mala espina a Joey. No tenían aspecto de turistas ni se comportaban como tales. Iban abrigados con chaquetones y gorras, pero por debajo llevaban pantalones de traje y zapatos de vestir.

Los tres hombres se separaron, formando un abanico. En el centro iba el que parecía ser el líder, un tipo con coleta que era el único que llevaba la cabeza al descubierto.

Joey no tardó en comprobar que su primera impresión había sido acertada. Los recién llegados se detuvieron a unos veinte metros, buscaron bajo sus chaquetones durante unos segundos y los encañonaron con tres pistolas.

– Randall -murmuró Joey-. Randall…

Su amigo se incorporó lentamente y se giró. Al hacerlo, un punto rojo apareció en su frente y otro en su pierna derecha.

Joey notó una especie de mosca luminosa sobre su propia nariz. Bizqueó, y descubrió que la tercera mirilla lo estaba apuntando a él.

Tenía entendido que una pistola no era un arma de gran precisión. Pero si aquellas armas tenían dispositivos láser…

Sonó un disparo, seco como un estacazo. Joey cerró los ojos y oyó algo que silbaba a su lado. Cuando se atrevió a mirar de nuevo, vio que habían disparado a Randall. Su amigo había caído de rodillas y tenía una herida en el muslo. La sangre le manchaba el pantalón corto, pero la hemorragia no parecía tan abundante como para poner en peligro su vida.

– ¡Ese he sido yo! -gritó el hombre de la coleta. Empuñaba la pistola en ambas manos, delante de su cara, con las piernas separadas como un tirador profesional. Hablaba con acento extranjero, tal vez hispano-. La próxima bala irá a su cabeza. Levante los brazos para demostrar que me ha entendido.

Randall hizo lo que le ordenaban. Joey, por si acaso, se arrodilló y levantó los brazos también.

– Sabemos de lo que es capaz, señor Randall -siguió el hombre de la coleta-. Uno de nosotros se va a acercar a usted para esposarle y taparle la cabeza. Si intenta utilizar el Habla con él dispararemos a matar. Ahora, ponga las manos detrás de la nuca. El chico también.

– ¡Deje que se marche! ¡Él no tiene nada que ver conmigo!

Otro estacazo. El tipo de la coleta apenas se movió para disparar. Joey miró de reojo a Randall. Entre sus piernas se había levantado una pequeña columna de polvo.

– Esta vez he fallado. O tal vez no. Si vuelve a hablarme, no habrá más advertencias. Tengo que llevármelo conmigo, pero no es imprescindible que sea vivo. Ahora, las manos tras la nuca. ¡Los dos!

Ambos obedecieron. Joey casi agradecía estar de rodillas y con los glúteos apoyados sobre los talones. Con el tembleque que le había entrado tras los dos disparos no habría aguantado de pie.

Uno de los hombres se adelantó, con la pistola en la mano derecha y unas esposas y una bolsa de lona en la izquierda. Aprovechando que sus pisadas crujían en la arena y amortiguaban un poco su voz, Randall susurró:

– Va a ocurrir algo. Cuando pase, tírate al suelo y no respires. Luego me sigues. Sin respirar.

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