La señora Nissenberg levanta la cabeza.
– ¿Qué es?
La voz de Johnson se convierte casi en un susurro. __Es uno de sus experimentos: un embrión mixto.
Caos.
– ¡Debemos expulsarlo del foro! -grita Oberst.
– No se puede expulsar delforo a los médicos -dice Se-lignian-. Eso se hace con los abogados.
__Podríamos hacer que le retiren la licencia…
– ¿Los niños?, ¿qué pasa con los niños?
Mientras me reclino en mi silla, utilizando la cola como mecanismo para mantener el equilibrio, me desconecto de la conmoción que me rodea: las arengas contra Vallardo y su corrupción de la naturaleza, los gritos de «qué será de nosotros, nos convertiremos todos en mestizos», los jadeos, los resuellos y los gimoteos acerca de la destrucción de nuestra especie. Y a pesar de mi aversión congénita a cualquier tipo de gimoteo, no puedo decir que los culpe. Los miembros del Consejo, como todos los demás dinosaurios, están preocupados: están preocupados por la unidad; están preocupados por el conflicto entre ciencia y naturaleza, y están preocupados por lo que está bien y lo que está mal en un mundo en el que debemos escondernos, en el que los principios morales están completamente trastornados y las posiciones pueden variar de un día para otro.
Pero sobre todo están preocupados por la posibilidad de perder su identidad. Aunque es inútil inquietarse de este modo; perdimos nuestra identidad hace mucho tiempo.
Entonces, desde la escalera, llega un golpe. Dos ruidos sordos. Pausa. Un golpe. Dos ruidos sordos. Los sonidos de un caballo de tres patas cansado, de un cuerpo arrastrado por un tramo de escalera por unos asesinos cabreados. Un golpe. Dos ruidos sordos.
El ruido se ve acompañado pronto de una voz insistente, extravagante.
– ¿Y bien? ¿Pensáis echarme una mano o no?
Harold se acerca a la escalera -los brontosaurios pueden arrastrar algo cuando necesitan hacerlo-, y un minuto después vuelve a aparecer sosteniendo a un hombre mayor con una mano y un andador con la otra.
– Bájame -protesta el anciano-. Puedo caminar, puedo caminar. Escaleras, no. Piso, sí.
– Éste es el doctor Otto Solomon -dice Johnson-, socio del doctor Vallardo hace muchos, muchos años, y creo que él podrá arrojar un poco de luz sobre esta delicada cuestión.
El médico -un hadrosaurio, si el olor me llega correctamente- aún lleva su disfraz humano, y es un tío realmente curioso. Tiene un acento como el de un comandante de las SS, metro sesenta de altura, la cara como una piña, los folículos puosos aferrados al cráneo, y se arrastra para ganar la carrera pero libra una batalla perdida. Es una notable aproximación al deterioro humano y soy incapaz de no maravillarme ante la elección de su disfraz; sólo espero que cuando llegue a su edad tenga las agallas necesarias para describir con tanta precisión mi propia decrepitud física.
– ¿Qué estás mirando? -pregunta, y yo sonrío, y lo siento por aquel a quien haya sorprendido mirándolo subrepticiamente-. He preguntado ¿qué estás mirando, velocirraptor?
– ¿Yo?
– ¿Ya has terminado de mirar?
– Sí
– Sí, ¿qué?
– Sí…, doctor.
– Eso está mejor.
El doctor Solomon recupera su andador de manos de Harold y se acerca rápidamente al centro de nuestro círculo: clop, tump, tump; clop, tump, tump. Se mueve con sorprendente velocidad para tratarse de un dinosaurio de su edad y sus achaques.
– Antes de que os haga conocer mi análisis de la situación -dice, y cada palabra es una orden de control teutónico acortada-, ¿hay alguien aquí que tenga algo importante que decir? ¿Algo que no pueda esperar?
Nadie levanta la mano.
– Bien -dice el doctor Solomon-. Entonces todos recordaréis amablemente que debéis mantener la boca cerrada mientras yo hable. No responderé preguntas hasta que no haya acabado; además, jamás favorezco las especulaciones.
Nuevamente, todos aceptamos sus exigencias. El doctor Solomon se pone recto, apoyado en el andador, nos mira uno a uno y examina la habitación. Comienza con una breve disertación sobre la creación, acerca del barro original y los organismos unicelulares que no tenían nada mejor que hacer con su tiempo que nadar, mular y dividirse. Pasamos luego a las primeras formas de vida multicelular, antes de que el médico comience a balbucear acerca del ADN, los códigos genéticos y las proteínas de cadena larga.
Después de casi treinta minutos -la señora Nissenberg ha tenido que pincharme con su aguja de tejer para impedir que me duerma-, alzo la mano.
– ¿Existe alguna explicación sencilla para esto? -pregunto.
El doctor Solomon ni siquiera aparta la vista para mirarme; me ignora y continúa con su discurso.
– Y así, con los ribosomas absorbiendo el materia! disponible…
Pero estoy dispuesto a llegar al fondo de la cuestión antes de la hora de cenar.
– Perdón, doctor Solomon, pero ¿qué tiene que ver todo esto con los papeles del doctor Vallardo?
El doctor Solomon se vuelve hacia mí con los ojos encendidos.
– Lo queréis fácil – dice-. Todos los de vuestra generación lo queréis ahora, lo queréis servido en una bandeja. No queréis tener que pensar en la respuesta; queréis que sean otros los que hagan el trabajo por vosotros. ¿Es eso? ¿Es eso lo que buscáis?
– Ésa es la situación en pocas palabras, doctor. -Miro a mi alrededor y el sentimiento aparentemente es mutuo-. ¿Ahora puede abreviar, por favor?
Solomon suspira y sacude la cabeza en un gesto de lástima por nosotros, pobres masas ignorantes.
– Los papeles del doctor Vallardo, junto con el embrión congelado que hay en ese frasco, indican un experimento de procreación cruzada de especies -dice simplemente.
– ¡Eso ya lo sabíamos! -exclama Johnson-. Hace seis meses que lo sabemos.
– ¡Seis meses! -repite Handleman, ansioso por ejercitar sus cuerdas vocales-. ¡Seis meses!
Los otros se unen a la arenga y maldicen a Solomon por habernos hecho perder media hora de nuestro valioso tiempo con tonterías científicas. Pero el doctor aplaude tres veces -clap, clap, clap- y vuelve a ordenar silencio en el sótano.
– Si tenéis la amabilidad de dejar de chillar -dice, y cada palabra es un pequeño bloque de hielo-, tal vez seríais capaces de escuchar lo que estoy diciendo aparte de oírme. Escuchar. Hace mucho tiempo que el doctor Valiardo se dedica a estos experimentos de procreación cruzada de razas. Pero no es esto lo que acabo de deciros.
– ¡Seis meses! -Handleman otra vez.
– Lo que he dicho -continúa Solomon- es que toda esta evidencia, si mi lectura es la correcta, muestra que ha comenzado a experimentar con la procreación cruzada de especies.
– ¿Cruce de especies? -repite Colón, no muy seguro de la definición exacta del término.
– ¿Como qué? -pregunta Oberst.
Colón se levanta.
– ¿Como un… como un perro y un gato?
– ¿O un ratón y una gallina? -pregunta la señora Nissen-berg.
– ¡Un burro y un pez! -exclama Kurzban.
Ahora lo entiendo todo, el cuadro completo, y además los motivos. Bueno, la mayor parte. Me levanto de mi silla.
– ¿Qué me dice de la procreación entre un dinosaurio y un ser humano? -pregunto, sabiendo ya que he dado en el clavo-. ¿Es eso en lo que ha estado trabaiando el doctor Va-lardo?
Solomon sonríe. Es una lenta e irónica sonrisa que casualmente dirige hacia mí.
– Bien -dice-, algunos de vosotros sí sabéis escuchar.
Me marché de allí justo después de que la carne comenzara a volar, pero me las arreglé para que sólo me alcanzaran algunas garras y colas perdidas durante mi retirada, lo que me produjo cortes superficiales. El caos se desató en el instante en que Solomon lo expuso claramente ante nosotros; afirmó que Valiardo estaba tratando de facilitar un nacimiento entre especies, y sólo pasaron unos segundos antes de que comenzaran las escaramuzas por todo el sótano, batallas en miniatura de furia y confusión. El doctor Solomon, quien seguramente no esperaba aquella violenta reacción, que es una de las especialidades del Consejo, recibió una desagradable herida en la cabeza antes de que pudiese reunir la fuerza suficiente como para subir la escalera que lleva a la planta baja de la casa; en esta ocasión, Johnson, enzarzado en un combate sin reglas con Kurzban, seguramente no iba a ayudar al anciano a subir la escalera.
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