Lo que necesito ahora es encontrar esa importante información que me trajo de regreso a Los Ángeles en primer lugar, pero una exhaustiva búsqueda por toda la casa no revela nada interesante, excepto un cajón lleno de revistas de porno blando como Esíegolibido y Chicas Diplosexy. No sabía que Dan estuviese interesado en otra cosa que no fuesen brontosaurios, pero soy el último dinosaurio en el mundo que puede hacerse el moralista en este momento.
No obstante, no puedo encontrar las fotocopias de las que me habló Dan, y no tengo ninguna duda de que son de importancia capital, tanto para el caso del club Evolución como para todo lo que ha sucedido en los últimos días. Sin embargo, Dan mencionó algo respecto de otro juego -los originales-, y aunque no me gusta pensar en lo que debo hacer para dar con ellos, no tengo muchas opciones.
Regreso a la sala para llamar a la línea de emergencia de dinosaurios, una rama especial del 911 integrada exclusivamente por individuos de nuestra especie para hacerse cargo de este tipo de situaciones. Es un grupo diferente del que compone la línea de ambulancias y también de los equipos de limpieza, pero cumple una función similar: traer a las autoridades apropiadas en el momento adecuado.
– ¿Cuál es la emergencia? -pregunta la apática operadora.
– Hay un oficial muerto -digo. Le doy la dirección de Dan, declino revelar mi nombre y cuelgo rápidamente.
Vuelvo al estudio, donde me despido de mi amigo. Es una despedida breve, sucinta, y un momento después de haber abandonado mi boca, me olvido de lo que he dicho. Es mejor así. Si me quedo en la casa un rato más y espero a que lleguen los polis, me llevarán a la central y me meterán en una celda con un Tyrannosaurus rex pomposo y sobrealimentado, que me acribillará a preguntas hasta que me salga sangre por las orejas. No tengo tiempo para ese numerito, Debo colarme en una reunión del Consejo.
Harold Johnson es el actual representante brontosaurio del Consejo, y sé por el calendario oficial, que olvidaron quitarme cuando me expulsaron de la junta directiva, que cualquier reunión de urgencia mantenida durante los meses de otoño se supone que debe celebrarse en su espacioso sótano forrado con paneles de madera. Me estremezco al pensar en otra reunión en compañía de esos bufones engreídos, pero es la única oportunidad que tengo si quiero echarle un vistazo a los documentos. Eso suponiendo que logre meterme en esa reunión. Tengo un pían en mente y podría dar resultado siempre que Harold no haya cambiado su habitual tendencia anal en los últimos nueve meses.
Ei tráfico es fluido y recorro la 450 a una velocidad considerable. En Los Ángeles hay dos velocidades: Atasco Hora Punta y A Toda Pastilla. Debido a los constantes problemas de tráfico de nuestras autopistas entre las siete y las diez de la mañana, y las tres y las siete de la tarde, cualquier posibilidad de que reproduzcamos los experimentos de Chuck Yeager con la barrera del sonido durante las horas menos concurridas es aprovechada debidamente. Noventa kilómetros por hora es un chiste, cien es coser y cantar, ciento diez es la velocidad mínima real, a ciento veinte ya se adquiere una razonable respetabilidad, y ciento treinta y cinco es la realidad. En estos momentos viajo a más de ciento cincuenta kilómetros por hora. Durante toda mi vida automotriz he recorrido estas autopistas a más de ciento treinta kilómetros por hora -al menos cuando mi coche era capaz de soportarlo-, y jamás me han multado.
Hasta hoy. Esas luces que parpadean en mi espejo retrovisor no son decoraciones navideñas, y esa sirena no es un ejercicio antiaéreo. Me aparto hacia el arcén y me detengo lo antes posible.
¿Cuál es el procedimiento apropiado en estos casos? No quiero meter la mano en la guantera en busca de los documentos del coche; revolver los papeles y sacar cosas que no vienen a cuento es algo que pondrá nervioso a ese poli, y un tío nervioso con un arma en la mano es alguien a quien no tengo ningún interés en conocer. Abrir la puerta del coche resulta probablemente una mala idea también, de modo que alzo los brazos por encima de la cabeza y abro bien los dedos de ambas manos. Es probable que me parezca a un alce.
Observo a través del espejo retrovisor lateral que el oficial, un tío corpulento de unos cuarenta y pico de años, con un bigote en forma de manillar, se acerca cautelosamente hacia mi vehículo. Utiliza el mango de su porra para golpear el cristal de la ventanilla y lo bajo rápidamente; vuelvo a alzar la mano un momento después.
– Puede bajar las manos -dice, arrastrando las palabras. Obedezco sus órdenes. La saliva se extiende entre los labios del oficial, una delgada línea plateada que brilla bajo el sol. Tengo que hacer un considerable esfuerzo para apartar la mirada.
– Exceso de velocidad, ¿verdad? No tiene sentido negarlo.
– Sí.
– Y usted me multará por eso, ¿verdad?
– Sí.
Naturalmente, debería discutir con él. Defenderme por mí, por mis temerarios hábitos al volante. Casi demasiado tarde me doy cuenta de que ni siquiera es mi coche -me he tomado la libertad de robar el Ford Explorer de Dan, ya que él no volverá a utilizarlo nunca más, y yo ya no tengo ningún transporte personal- y tendré serios problemas para tratar de explicarle a este poli por qué estoy conduciendo un coche que pertenece a un oficial de policía recientemente asesinado.
Las cosas serían mucho más sencillas si este poli fuese un dinosaurio, pero su absoluta falta de olor me confirma que se trata de un ser humano. En caso contrario podría explicarle lo de la urgente reunión del Consejo y liquidar este asunto.
Pero el tío me mira de un modo extraño, con la cabeza inclinada hacia un lado, con un movimiento que me recuerda a Suárez y al conductor de la grúa.
– Es un velocirraptor, ¿verdad? No suelo encontrarme con muchos de ustedes en mi trabajo.
Sin dedicar un segundo a pensarlo, sin preguntarme cómo diablos ha podido descubrir este ser humano nuestra existencia en el planeta, mis instintos se ponen en estado de alerta total; la saliva fluye generosamente dentro de la boca mientras me preparo para cortarle el cuello. Una de las primeras cosas que aprende un dinosaurio cuando es pequeño es que los fallos de seguridad deben ser solucionados de inmediato. Cualquier ser humano que, de cualquier manera, pueda sospechar nuestra presencia debe ser tratado en consecuencia, lo que habitualmente significa una sentencia de muerte rápida y segura.
Echo un vistazo hacia ambos lados de la autopista. Los coches pasan continuamente, y no hay ninguna barrera visual a lo largo del arcén. Incluso aunque pudiese acabar con este poli, me verían al instante. Necesito encontrar un lugar seguro, un sitio protegido donde me pueda hacer cargo de esta situación y…
– Un velocirraptor me salvó la vida en Vietnam -dice el poli con verdadero orgullo-. El mejor cabrón e hijoputa que he conocido en mi vida. -Extiende la mano a través de la ventanilla abierta-. Don Tuttle, Triceratops. Encantado de conocerle. -Atónito, estrecho su mano.
– ¿Usted…, usted es un dinosaurio? -pregunto. La boca se seca cuando mis glándulas salivares hacen un descanso para tomarse un café.
– Así es -dice el poli. Entonces, advirtiendo mi expresión de sorpresa, se da un golpe en la frente y dice-: Hombre, pensó que… el olor, ¿verdad? -Asiento-. Me sucede todo el tiempo. Sé que tendría que acostumbrarme a decirlo, pero…
El oficial Tuttle me da la espalda, se agacha hasta el nivel de la ventanilla y aparta los mechones de pelo que adornan su disfraz. Accionando los botones camuflados con destreza, retira la piel de los hombros y me muestra el pellejo verde oscuro que cubre la parte posterior de la cabeza. Una larga y profunda cicatriz recorre toda la extensión de su cuello, de oreja a oreja, como si fuese una gargantilla de carne con dos triángulos dentados en cada extremo.
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