Eric Garcia - Anonymus Rex

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UNA NUEVA ERA DE DETECTIVES
Aunque casi nadie lo sabe, los dinosaurios simularon su extinción hace sesenta y cinco millones de años y aun vagan por nuestro planeta, vestidos con unos convincentes disfraces de latex con los que se confunden perfecta mente entre los humanos.
Vincent Rubio, detective privado de Los Ángeles, esta pasando un mal momento: se ha quedado sin trabajo, le han confiscado el coche por falta de pago, su socio ha muerto en extrañas circunstancias y, además, su cola no quiere estarse quieta. Y es que Vincent es un dinosaurio, un Velociraptor, para ser exactos.
Cuando le llaman para que investigue un caso claro de incendio provocado en un club nocturno para dinosaurios, Vincent descubre algo mucho mas siniestro que le lleva hasta Nueva York, el escenario de la muerte de su socio y el lugar donde se gesta un peligroso nexo en la inquietante mezcla entre dinosaurios y seres humanos.
¿Ser a capaz Vincent de resolver el misterio de la muerte de su socio? ¿Desvelara una perturbadora cantante rubia su verdadera identidad, poniendo así en peligro la vida de ambos? ¿Podrá superar su adicción a la albahaca o deber a recurrir a Herbívoros Anónimos? ¿Encontrara el amor o tendrá que conformarse con un viejo ejemplar de Estegolibido?

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Un breve recorrido por la Ciento Diez nos lleva a la avenida Arroyo Vista y a la casa de Dan en los suburbios, donde pasa la mayor parte de sus días libres. Pocos minutos más tarde, el taxi se detiene frente a la casa grande, de dos plantas, pintada de azul y blanco, y casi choca contra la camioneta Ford que está aparcada de lado en ef camino de entrada. Pago al taxista y salgo del coche.

Delante de la casa hay un ejemplar de Los Ángeles Times de hoy; las páginas abiertas vuelan bajo la cálida brisa que sopla del sur. Piso con cuidado los titulares de esta mañana, tratando de no estropearla tira cómica dominical, y golpeo la puerta. Necesita con urgencia una capa de pintura; la madera ha sido atacada durante mucho tiempo por los omnipresentes contaminantes del aire, pero sigue siendo un buen pedazo de roble que me devuelve el eco de mis golpes.

Espero. Las posibilidades son que Dan esté en la sala, instalado en su sillón reclinabie imitación La-Z-Boy, con una bolsa de cáscaras de cerdo o patatas fritas en la mano, y mirando con evidente esfuerzo su tele de veinte pulgadas porque es demasiado obstinado para usar lentillas. «Ya es bastante triste tener que usar maquillaje todos los días -me dijo un día-. No pienso ponerme lentillas.» Mejor no sacar siquiera el tema de las lentillas.

Pasa un minuto sin que nadie responda. Vuelvo a intentarlo, y esta vez golpeo con más fuerza.

– ¡Danny, muchacho! -grito, acercando los labios a la puerta lo máximo posible sin entrar en contacto con la madera-. ¡Abre la puerta!

Dan conoce el significado de mis palabras. Puede decir «¡Abre la puerta! [2]» en más de dieciséis lenguas diferentes y cuatro dialectos asiáticos. Ésos son los vicios que se adquieren siendo un detective de la policía de Los Ángeles.

Tampoco hay respuesta. Veo que Dan sigue conservando en la puerta esa aldaba que le regalé en las últimas Navidades siguiendo un impulso absurdo; se trata de una enorme, cara y demasiado recargada gárgola, que estaría completamente fuera de lugar en cualquier sitio que no fuese la mansión de la familia Monster. Cojo ¡a nariz de bronce de la bestia y golpeo sus patas contra la sólida placa metálica que hay debajo. Esto sí que es un toe, toe, toe, y los pesados golpes casi me lanzan fuera del porche. La pesada pieza de bronce vibra en mi mano como un timbre eléctrico y suelto rápidamente la gárgola antes de que tenga la oportunidad de cobrar vida.

Un minuto. Dos. Silencio. Me quedo escuchando junto a la puerta y hago un esfuerzo, pegando mi oreja falsa contra el grano de la madera. Música, tal vez un ritmo regular repitiéndose monótonamente. Es posible que Dan esté dormido -tan profundamente, imagino, que no puede oír los pesados golpes de la bestia de bronce-, pero lo más probable es que se encuentre en su pequeño jardín de hierbas trasero y ha elevado el volumen de la música para oírla desde el exterior de la casa. Me dirijo hacia la parte trasera.

Los arbustos y las zarzas tratan de detenerme, extendiendo sus largas y espinosas garras para desgarrarme el disfraz. Evito con mucho cuidado las púas más peligrosas y me abro paso a través de la maleza. Finalmente llego a la alta valla de madera que limita el modesto jardín de Dan. No hay espacio entre las tablillas, pero un nudo en la madera me proporciona una excelente mirilla y, como si fuese un perverso entrenado, echo un vistazo.

Orégano, aíbahaca, salvia y sus secuaces culinarios se elevan desde la tierra, abriéndose paso hacia el sol, buscando su energía. He pasado muchas tardes probando las delicias de este bien cuidado pedazo de tierra. Veo flores a mi izquierda, y lo que parece ser un huerto de zanahorias a mi derecha; pero no hay ningún sargento del Departamento de Policía de Los Ángeles a la vista. Cierro la mano hasta formar un puño tenso, y golpeo la madera llamando a Dan otra vez.

Si no hubiese visto su coche en el camino particular, sí él no estuviese avisado de que yo vendría a verle hoy, en este vuelo, a esta hora exactamente, podría pensar que Dan no estaba en la casa o en la ciudad, que se había decidido por una rápida excursión para-alejarse-de-todo-por-un-rato.

La brisa me trae una mezcla fugaz de aromas…

Las fragancias vuelan por el aire, llenan mis fosas nasales, y puedo reconocer todo lo que hay en esa zona: las hierbas, las flores, el coche que hay en el extremo de la calle, los productos químicos de una casa de revelado de fotos en una hora, los pañales sucios de un bebé cuatro casas más abajo, y el ácido olor a vinagre de esa amarga, amarga viuda de estegosaurio que vive en la casa de al lado y que siempre visita a Dan después de haber bebido unas cuantas copas.

Pero no percibo el olor a Dan. Ahora estoy preocupado. Ha llegado el momento de entrar en la casa por la fuerza.

Mientras regreso a la puerta principal, me doy cuenta de que no hay manera de que pueda pasar a través de esa rodaja de roble sin tener un hacha. Aparte de la relativa imposibilidad de derribarla con mi escaso peso, si hay algo que el trabajo le ha enseñado a Dan es a asegurar una casa con numerosas cerraduras. Regreso al jardín.

Al alejarme del porche estoy a punto de resbalar cuando mis ojos descubren una pequeña mancha oscura en el suelo, y mi cuerpo realiza una pirueta instintiva para verla mejor. Es sangre. Tres, cuatro gotas como máximo, pero definitivamente sangre. Está seca, pero es reciente. Podría sacar mi equipo de disolución y realizar un rápido examen químico para determinar si se trata del fluido de un dinosaurio, pero me temo que ya conozco la respuesta. Me dirijo hacia la valla.

El flujo de adrenalina borra todo rastro de fatiga y escalo las tablillas de madera con toda la gracia y habilidad que me permiten mis agotados músculos; los días de mi primera escalada de vallas han quedado muy lejos. Cuando llego a la parte superior e intento balancearme para pasar al otro lado, mi pierna izquierda se engancha con un reborde y caigo pesadamente de cabeza en el huerto de albahaca de Dan. La fragancia es embriagadora. Me levanto, tambaleándome, y retrocedo lo más rápidamente que puedo, aunque mi boca comienza a trabajar de forma autónoma. Lanza mordiscos al aire donde debería estar la albahaca.

La puerta trasera también está cerrada con llave. Golpeo varias veces y sacudo la puerta con todo mi peso, pero los únicos sonidos que alcanzo a escuchar son las guitarras rítmicas y el compás vibrante de los Creedence Clearwater Revíval, la voz torturada de John Fogerty llamando a su Susie Q. Foger-ty; me enteré hace poco tiempo, es un Ornithomimus, al igual que Joe Cocker y Tom Waits; de modo que uno ya se puede hacer una idea de dónde sale esa cualidad vocal. Paul Simón, por otra parte, es un fiel velocirraptor, y creo que nunca en mi vida he escuchado una mejor canción narcótica que Scarborough Fair, si bien el tomillo y el romero nunca han hecho demasiado por mí personalmente.

– ¡Dan! -grito, y mi voz se quiebra, mientras su registro asciende hacía la estratosfera-. ¡Abre la jodida puerta!

John Fogerty contesta: «… Dime que serás fiel.»

La entrada por una ventana, entonces, es mi única opción. A pesar de mi creciente paranoia, sigo conservando unos gramos de optimismo: Dan se cortó mientras preparaba la cena, corrió a buscar su botiquín de primeros auxilios, no tenía vendas, tal vez fue al hospital a que le diesen unos puntos y dejó un pequeño reguero de sangre. Mejor aún: regresaba de la tienda de comestibles, se le cayó una caja con costillas de cordero, la sangre salpicó un poco y ahora está en la casa de algún amigo asando ese manjar a la brasa. Si hago un esfuerzo por fingir, casi puedo oler el carbón-La alambrera de la ventana cede rápidamente con la ayuda de mi cortaplumas del ejército suizo, y pronto me encuentro ante un sólido, aunque fino cristal, fácilmente rompible. En general estoy muy por encima de técnicas tan rudimentarias para entrar en una casa, pero dispongo de poco tiempo, de modo que hago pedazos el cristal con el codo. No me preocupa el sistema de seguridad de Dan; sé que el código es 092474 desde que estuve unos días cuidándole la casa el pasado octubre, y si lo recuerdo correctamente, dispongo de unos generosos cuarenta y cinco segundos para desconectar la alarma.

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