– ¡Yo no hice semejante cosa!
La indignación brota de Judith como súbitos rayos de sol entre las nubes, y la descarga está a punto de chamuscarme.
– Muy bien, entonces… ¿tiene una coartada?
– ¿Qué clase de investigador es usted? ¿No ha hablado con la policía? Fui la primera persona a la que interrogaron; naturalmente que tengo una coartada. Aquella noche estaba presidiendo un acto de beneficencia delante de doscientas personas. La mayoría de ellas también se encuentran aquí esta noche. ¿Le gustaría que alguien fuese a buscarlas para que usted pueda acusarlas a ellas también de asesinato?
Estoy confundido. No es así como se suponía que debían salir las cosas.
– Pero ¿por qué encubrirlo…? Judith suspira y vuelve a sentarse en el banco. -Dinero. Siempre es el dinero. -Tendrá que esforzarse un poco más. -Volví a casa después de la fiesta de beneficencia, y allí estaba, en el suelo, muerto, como ya le he explicado antes. Y vi las heridas, vi los mordiscos, los terribles corles. Y supe al instante que si corría la noticia, el Consejo caería sobre nosotros. Creo que ahora comienzo a entenderlo. -Asesinato entre dinosaurios.
– Eso siempre supone una investigación por parte del Consejo. Y ellos habían estado buscando durante años un pretexto para arrancarnos hasta el último céntimo. No necesito explicarle cómo funcionan estas cosas. No sé quién mató a mi esposo, señor Rubio, pero sí sé que hay una posibilidad de que quienquiera que fuese el responsable tenía… negocios ilegales con Rayrnond, negocios a los que tendría que haber respondido con su fortuna. Así pues, a fin de impedir cualquier investigación oficial a cargo del Consejo…
– Usted consiguió que Nadel y Vallardo conspirasen para manipular las fotografías y las autopsias, de manera que coincidiesen con la conclusión de que la muerte había sido causada por un ser humano…Ningún asesino dinosaurio, ninguna investigación, ninguna multa.
– Ahora ya lo sabe. ¿Es tan horrible aspirar a la protección de mi patrimonio? Sacudo la cabeza. -Pero ¿qué hay de Ernie? ¿Por qué mentir sobre él?
– ¿Quién?
– Mi socio. El tío que vino a verla…
Ella hace un gesto con la mano como para desentenderse del tema.
– Otra vez con eso. Realmente no sé de qué me está hablando. ¿Ha encontrado alguna otra prueba imaginaria para condenarme?
Judith extiende ambas manos para que yo le coloque unas esposas irreales, y yo las aparto bruscamente, sobre todo porque tiene razón. No tengo absolutamente ninguna prueba de que ella estuviese implicada en la muerte de Ernie, y la falta de información me irrita profundamente.
– Nadel está muerto -le digo secamente.
– Lo sé.
– ¿Cómo?
– Emil, el doctor Vallardo, se enteró esta mañana y me llamó poco después. Por lo que he podido saber, Nade] fue encontrado en Central Park disfrazado de mujer negra. Un tío excéntrico.
– Yo estaba allí. Fue asesinado.
– ¿Me está acusando otra vez?
– No estoy acusando a nadie…
– Lamento que crea que soy la responsable de todas las muertes que ocurren en Manhattan, pero todo esto me pone tan nerviosa como a usted. Si echa un vistazo al otro lado de esa puerta, podrá comprobar que dos de mis guardaespaldas están listos para irrumpir en este patio a una señal mía. -Miro hacia la puerta cerrada, pero decido no correr ningún riesgo-. Yo estoy preparada, señor Rubio. ¿Y usted?
Con una sincronización teatral, la puerta se abre de par en par, y veo a Glenda estrujada entre los dos corpulentos guardaespaldas que me habían recibido en la oficina de Judith la mañana anterior. Glenda se agita, lanza patadas y grita furiosa: «Jodidos cabrones… Juro que os arrancaré la garganta…» E inflige tanto daño como sus piernas y palabras pueden reunir.
– ¿Es amiga suya? -pregunta Judith, y asiento tímidamente-. Soltadla -les dice a los guardaespaldas, y ellos empujan a Glenda hacia el patio. Tengo que sujetarla para que no los persiga nuevamente hasta el salón de baile y no es fácil sujetar setenta kilos de hadrosaurio que se retuerce como una culebra. Glenda se tranquiliza, y la suelto.
__Te he traído algo de comer -dice Glenda, y deja caer en mis manos unas cuantas salchichas de Viena troceadas-podemos largarnos de aquí? Creo que el tío del catering no me tiene mucha simpatía.
__Creo que ya hemos terminado aquí -digo, y me vuelvo hacia Judith-. A menos que haya alguna otra cosa que quiera contarme.
– No, a no ser que haya alguna otra cosa de la que usted quiera acusarme.
– De momento no, gracias. Pero si yo fuese usted no abandonaría la ciudad.
Judith parece divertida.
– No estoy acostumbrada a recibir órdenes.
– Y yo no hago sugerencias.
Me meto un trozo de salchicha en la boca y lo mastico. La carne caliente me quema la lengua. Había planeado lanzar unas cuantas andanadas más en dirección a Judith McBride, pero si hablo ahora podría escupir la salchicha, y eso no sería bueno para nadie.
Cojo con fuerza la mano de Glenda y la llevo fuera del patio a través del salón de baile, más allá de la multitud de tíos borrachos y hacia la estación de metro más próxima. Le doy al tío de la taquilla los últimos tres dólares que llevo en la billetera y esperamos el tren con rumbo al sur.
Glenda ha regresado a su apartamento, y yo he vuelto a la guarida del león. Permanezco delante de la puerta de la suite presidencial mientras sostengo la tarjeta-llave en la mano justo encima de la cerradura. Sarah está en la habitación, tal vez dormida, tal vez no, y el acopio de fuerza de voluntad que he podido reunir durante el trayecto en tren se está filtrando a través de alguna grieta desconocida. Por todos lados hay gente dispuesta a matarme, estoy sin blanca y no tengo ningún futuro razonable a la vista, pero los próximos cinco minutos son los que podrían representar mi verdadera salvación o mi ruina. Introduzco la tarjeta en la ranura de la cerradura.
Cuando entro en la suite no oigo ronquidos, y la luz de la habitación está encendida. Sarah no duerme. Llego a un rápído acuerdo conmigo mismo: si Sarah está leyendo, mirando la tele o simplemente matando el tiempo, pediré al servicio de habitaciones que me suban una taza de café para ella, rogaré a los tíos de recepción que me presten unos cuantos pavos y l aenviaré a su casa en un taxi; nada de tonterías. Si, por el contrario, entro en la habitación y encuentro su cuerpo largo y flexible debajo de las sábanas, encima de las sábanas, alrededor de las sábanas, desnudo y esperando mi regreso, cerraré las persianas de cualquier vestigio de rectitud que pueda quedar en mí y dejaré que mis instintos más primitivos guíen mi cuerpo mientras me zambullo en esa lujuriosa guarida del pecado.
Hay una nota sobre la almohada, y Sarah no está.
La nota dice: «Queridísimo Vincent: lamento haberte hecho decir que lo lamentabas. Por favor, piensa en mí con cariño. Sarah.»
Me dejo caer en la cama con la nota apretada contra el pecho y cuento los azulejos del techo. Esta noche no podré dormir.
Tal como esperaba, no he alcanzado la tierra de los sueños ni una sola vez. He pasado la noche en la bañera, rociando alternativamente mi cuerpo natural con agua fría y caliente. Después de cada media hora de este tratamiento, regresaba al dormitorio, me ponía el disfraz ante la posibilidad de que las mucamas entrasen en la habitación y trataba de conciliar el sueño, pero sin éxito. El señor Sandman [1]es un tío perezoso. Le odio.
A las ocho de esta mañana suena el teléfono. Es Sally, de TruTel, desde Los Ángeles, y dice que Teiteibaum quiere hablar conmigo.
– Que se ponga -le digo a Sally, y un segundo después está en el otro extremo de la línea. Tengo la sensación de que ha estado allí todo el tiempo.
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